jueves, 25 de agosto de 2016

Rutinas veraniegas,y IV.- Últimas divagaciones.-

En una de mis últimas caminatas de este verano, yendo de Rascafría a Oteruelo por entre los montes de robledo que hay hasta la dehesa boyar de este último pueblo, al salirme de los caminos habituales, encontré los restos de una vaca. Los buitres se habían dado un festín en su momento – digamos que hace ya más de un año – y actualmente solo podían verse los huesos de las patas y las caderas, las quijadas con sus dientes y el cráneo con su buena cornamenta. Del espinazo y el costillar no vi rastro, aunque no debían estar lejos.

Dejándome llevar por lo que supongo es un atavismo de nuestros lejanos tiempos, cuando nuestros ancestros prehistóricos, quise dejar constancia a modo de trofeo y colgué el cráneo de la rama de un roble. Y, para que quedase testimonio gráfico, en lugar de un dibujo paleolítico en el fondo de una cueva, hice una foto del susodicho cráneo. Lo que venía a ser como el selfi post mortem del cornúpeta.

Y, como no solo vago por los caminos del monte un poco al azar, sino que también mi imaginación vagabundea por el mundo de sus ensoñaciones sin freno, le dio por pensar (a mi imaginación, no a mí, que estaba mentalmente inactivo) qué imaginará quienquiera que se tropiece con ese cráneo de vaca de cría, o quizás de toro semental, colgado de un árbol. El asunto de si se trataba de vaca o de toro el cráneo del ungulado de marras, era cosa a dilucidar, pensaba a falta de otra ocupación más intelectual. No faltaban razones para ello. La cuestión del sexo, vacuno o toruno, y su función reproductora tenía su relevancia a efectos de mera elucubración mental. No podía ser de otra forma, dada la inoperancia como causa generadora eficiente actual del sexo del animal, debido a que sus partes blandas terminaron fagocitadas por buitres u otros carroñeros de aquellos andurriales.

Pues bien, mi imaginación, en sus divagaciones sin lógica y sin freno, se planteaba la misma cuestión que planteó la celebérrima Mariló Montero, de TVE, respecto al destino del trozo de alma que, teóricamente, pudiera, migrar de un donante asesino a un receptor de uno de sus riñones – pongamos por caso. Aplicando el razonamiento de esa sutil teoría defendida en un programa de TVE, bien pudiera ocurrir que la capacidad reproductora del cornúpeta ya citado (sea vaca, sea toro), de manera indiscernible por la humana razón, pero obedeciendo a las leyes ignotas de la transmigración, pasase al buitre que se comió sus partes blandas reproductoras. Y eso de tal modo que, si fue buitre el  beneficiario de aquel bocado, pudiera cubrir a una vaca, o si fue buitra parir un ternero.

Bien es verdad que reproché a mi imaginación tales desvaríos. Pero como estábamos en medio del robledal y la vacada más próxima no pareció ofenderse por aquellas elucubraciones aberrantes respecto a uno de sus congéneres ya finado, mi imaginación argumentó en defensa de su teoría. Y fue que existían antecedentes mitológicos equiparables, tal como el caprichoso refocile de Pasífae, esposa de Minos, rey  de Creta, con el toro que debería haber sido sacrificado a Poseidón, de cuya coyunda nació el Minotauro. Hecho del que se deriva toda la mitología subsecuente, con el laberinto que Dédalo construyó para encerrar aquel bicho feroce y contranatural, y la saga de Teseo, que lo finó bravamente, y Ariadna que le ayudó a salir del embrollo, y la huida de Dédalo e Ícaro del laberinto en el primer vuelo conocido de la humanidad.

Eso sin hablar –insistía mi imaginación – de los caprichos erótico/taurinos de Zeus, que raptó a Europa siendo una mocita en estado de merecer (no ahora, que es vieja y egoísta), transformado en toro; o aquella ocasión en que convirtió a la inocente Ío en una ternera blanca para ocultar su aventurilla ante la celosa – con razón – esposa/hermana Hera… Y la historia de Argos Panoptes, con sus mil ojos, que vigilaba a la ternera Ío, hasta que Hermes, tañendo un instrumento, logró dormirle hasta el último ojo y le rebanó el pasapán, tal como nos lo cuenta Velázquez en su célebre cuadro, donde se ven los ojos de Panoptes en la cola de un pavo real.

-  Siempre serán mejor estos desvaríos con que entretengo tus andanzas campestres – terminó arguyendo la imaginación mía, y no le faltaba razón – que no andar cazando pokémones por los montes Carpetanos como un adolescente desnortado.

Todo eso bullía en mi imaginación disipada mientras mis pies tenían buen cuidado de no llevarme contra ningún árbol ni enzarzarme en ningún matorral. Como quien no quiere la cosa, pensaba con los pies mientras divagaba con la cabeza, y no me iba mal. Hasta que me encontré con un ganadero, me puse de charla con él y logré que mi imaginación aceptara los límites de la lógica usual a fin de poder mantener una conversación razonable.

Estaba el ganadero mirando con atención a la congregación vacuna de Oteruelo que había allí, a ver si había algún animal suyo que se había pasado de cercado desde el término de Rascafría. A lo que se ve, el hombre conocía a los animales como el político conoce a sus votantes y dijo que había dos que no eran de aquella troupe, sino de Rascafría, aunque no suyas. Charlamos del precio del pienso y la hierba: 50 pesetas el kilo en el primer caso, 6 en el segundo, porque los ganaderos aún usan en sus tratos la antigua peseta como unida de cuenta.

De regreso al mundo real, pude acompasar los vuelos de la imaginación a los pasos de mis botas, recorrí el camino de Los Navazos y llegué a la carretera y a la entrada a Oteruelo. Allí, en las antiguas escuelas, la sala dedicada a la pintura de Luis Feito, uno de los fundadores de El Paso; luego, la plaza con el antiguo abrevadero y el potro de herrar, y por el antiguo camino del ejido y hoy camino natural del valle, a Rascafría.

A la altura del cementerio nuevo puse en orden el mundo imaginario por el que había vagado durante un par de horas y atravesé el pueblo como una persona normal. Nadie se dio cuenta y pasé desapercibido, como un veraneante más.





miércoles, 10 de agosto de 2016

Rutinas veraniegas, III.- Minucias.-


Pensaba haber titulado esta entrada “Pequeñeces”, pero de repente recordé que ese fue el título que el Padre  Coloma le había puesto a una novela satírica que fustigaba la alta nobleza de la Restauración.  Así Currita Albornoz y Jacobo Téllez-Ponce nada tienen que ver con los pasos campestres en que este jubilata trotacaminos anda metido en su verano serrano. 

Porque, la verdad, andar sin rumbo fijo por los caminos del valle no lleva, por más empeño que le ponga uno, a tropezarse con los aristocráticos personajes  del P. Coloma.  A lo más que te llevan los pasos, dentro de las botas andariegas, es a toparte con una punta de ganado que sestea bajo los robles, a alcanzar un altozano desde el que disfrutar de buenas vistas, a encontrarte matas de poleo aromático, o a llegar a un abrevadero donde puedes refrescarte el pescuezo y los brazos. Porque este entramado de rastros, trochas, senderos, caminos, pistas, donde suele llevar es a enlazar con cualquier otra senda o trocha de ganado que discurre por los vericuetos del bosque, entre fincas ganaderas, y que terminan sacándote a algún camino o pista que te acerque a cualquiera de los pueblos del valle o te dé de bruces con la carretera.


Pues bien, de eso va esta entrada, de las pequeñas cosas, o curiosidades, con las que el caminante se tropieza en su andadura por los caminos del valle. 

Hoy mismo, que he bajado del Alto del Robledillo para seguir un rato el curso del arroyo Santa Ana hasta la ermita del mismo nombre, me he encontrado a un ganadero, sentado en uno de los poyos adosado a la fachada de la ermita. El individuo tenía las narices metidas dentro de la pantalla de su móvil (no sé si andaba a la caza de algún Pokémon), mientras la vacada andaba a sus rumias por acá y acullá. Un escueto “Buenos días” ha sido toda nuestra conversación. Al bucólico Títiro virgiliano le hubiese dado un patatús de pasmo al ver al vaquero dándole con frenesí a las teclas de su móvil en vez de tañer un dulce caramillo al pie de un umbroso fresno. Joder, qué sociedad esta… ha sido la reflexión de este jubilata antes de seguir su andadura.

Si uno pasea hasta el Puente del Perdón, cerca del monasterio de El Paular, y se mete a la finca de Los Batanes (donde el antiguo molino papelero, del que no encuentro memoria escrita), podrá pasear por el “bosque de Finlandia”, así llamado por la cantidad de coníferas y abedules que hay allí. Hay un estanque artificial rodeado de boscaje, con un pequeño embarcadero, donde, si nadie hay por allí, el paseante puede sentarse a disfrutar del silencio y la soledad. Con suerte, verá algún pato silvestre dedicado a sus quehaceres.

También puede que encuentre a alguna pareja de recién casados -ella puro frufrú vaporoso, él de convencional pingüino -, obedientes las órdenes de un fotógrafo, haciéndose las consabidas fotos románticas para el book de bodas. No es infrecuente tropezarse con algunas modelos posando para alguna revista de modas, ataviadas con trapitos muy lucidos  o vaporosos trajes de novia. Sin ir más lejos, la otra tarde, la santa y yo vimos en medio del camino a una jovencita en una especie de deshabillé, con una teta al aire y un niño rubio de escaparate al brazo. Dos fotógrafos la cosían a fotos, pose va, pose viene. Nosotros pasamos justo por al lado sin existencia perceptible para ellos.

Pero, excursos y mamas aparte, lo que quería decir es que, si uno se mete por un caminito poco transitado, próximo al estanque, da con un curioso monumento: dos traviesas puestas en pie, una más alta que la otra, estando la más baja coronada por una rueda metálica dentada. En el fuste de estos maderos, en letras labradas y pintadas de rojo, puede leerse: Bosque el Rotario. Y al pie siete plantones de tejo (variedad baccata).
No sabía que el club Rotario tuviera su presencia por estos lugares tan recónditos. Pero ya se sabe que los poderosos de la tierra enseñorean hasta los confines más insospechados.

Bajando desde el barrio rico de las Matillas hacia la calle Artiñuelo, por el camino junto a la margen izquierda del arroyo (que ya anda menguado de agua), puede uno encontrarse con la cosa más insospechada y más, aparentemente, inútil en aquel lugar: una garita cilíndrica hecha en ladrillo, rematada con una bóveda. A sus pies, una pequeña cacera que pasa por detrás. Es talmente, talmente, como las garitas de vigilancia que había en las instalaciones militares de antaño, solo que está cubierta por una yedra que ha crecido en la capirota de la garita y amenaza con devorarla si los años le dan ocasión para ello. Cada vez que paso por allí me pregunto qué coños de utilidad pudo tener aquello en semejante lugar.

Pero si uno se mete por las anfractuosidades (me gustaba la palabra y por eso…) rocosas que cierran el vallejo donde se encaja el Artiñuelo, curso arriba de la presa colmatada, puede encontrar en la pura roca una calicata de, aproximadamente, de dos por dos de lado y tres metros de profundidad. La hicieron en los años 40 o 50 del siglo pasado en busca de mineral de hierro o wolframio. El lugar es de difícil acceso pero, conociendo su existencia, es curioso de visitar, aunque solo sea por hacer un poco el cabra por aquellos roquedales.


Más  curiosidades, puras pequeñeces veraniegas, podrían contarse en esta entrada a la bitácora jubilata, pero no es cuestión de cansar al improbable lector con las minucias del veraneante asendereado. Otro día hablaremos de cualquier otra cosa.