lunes, 25 de diciembre de 2017

Maniobras de distracción en torno al 24-Dic.

El caso es que la otra mañana (19-D) me fui a Muface a pedir un talonario de recetas médicas. Los jubilatas, ya se sabe, somos consumidores compulsivos de medicinas, y por eso…

Según iba por la calle, camino del metro, la ropa se me impregnó de ese sutil aroma a Navidad que flota en el ambiente estos días: un entreverado de feliz beatitud, contaminación atmosférica y ofertas del Primak. Al respirar, junto con el dióxido de carbono habitual, el espíritu de paz, amor y fraternidad cristiana - con un regusto de tarjetas de crédito quemando rueda, hay que decirlo – me invadió los pulmones. El corazón se me ensanchó y me dejé arrastrar por los buenos sentimientos que se suponen aledaños a la alegría que debe imperar de aquí al año nuevo.

El metro, Línea 7 por más señas, iba apretado de personal: son navidades y había convocada una huelga. Siguiendo mi deplorable costumbre, me dediqué a contar la gente que viaja abducida por su teléfono móvil. No en todo el vagón, que iba petado y no me alcanzaba la vista; sólo la gente de mi alrededor. Se trata de una estadística casera que un servidor acostumbra a llevar sin más objeto que demostrarse a sí mismo lo evidente: que la masa, conectada a un chisme electrónico, pierde conciencia de su ser en el mundo real. Esta vez la cuenta salió redonda: 10 seres ellos/ellas (por no discriminar géneros) eran transportados por el tren suburbano y por los pixeles que desprendían las pantallas. Tan solo uno/una (por no ofender sensibilidades) iba leyendo un libro de esos de papel impreso. Quien esto suscribe, por no destacar ni por un extremo ni por otro, acostumbra a llevar un E-book, siguiendo la recomendación de Horacio: In medio uirtus.

Andaba a medio camino entre los vistazos discretos al personal aferrado a las respectivas pantallitas y las aventuras de Julien Sorel, sus amores con madame Rênal y su ansia de ser un nuevo Napoleón, cuando se empezó a oír una cantinela que llegaba desde el fondo del vagón. Presté atención ante la insistencia de la cantinela y olvidé por un momento a los felices wasapeadores y los resquemores anti burgueses de Sorel. Poco a poco, llegué a entender la letrilla de aquella especie de melopea que sonaba como una monodia basada en apenas tres o cuatro notas.  Una mujer negra, puro despojo de ser humano, con todas las acreditaciones de drogata, recorría los vagones canturreando:

Por favó me pue-den ̮a-yudá para comé
Por favó me pue-den ̮a-yudá para comé…
Por favó me pue-den ̮a-yudá para comé..

Una especie de tonadilla reiterativa, monótona e insistente que emitía un ser enfermo, desgreñado, sucio y en estado de ruina. Observé a aquella mujer en puro andrajo humano, observé a la gente de mi alrededor. La mujer negra no movía a piedad sino a repulsión; llevaba en la mano costrosa unas pocas monedas. Y la gente, que estaba a lo suyo, se apartaba con discreción cuando pasaba por su lado. Yo hice igual, me estrujé contra los viajeros de alrededor y la dejé pasar. Era el espíritu de la navidad.

Se alejó entre la indiferencia y el asquito que produce el roce de la miseria y la pérdida de dignidad humana. En lo que me alcanzó la vista, nadie le dio ni una pieza de cobre ni le dedicó una mirada. Yo tampoco le di nada, aunque la miré como quien mira a un desahuciado. Muchos ni levantaron la cabeza de la pantalla, pasó la navidad hecha ruina por su lado y ni se enteraron. Los que sí, escondieron la vista en el teclado del móvil e hicieron como que no. El pasillo que se había abierto al paso del ser en descomposición de humanidad, se fue cerrando insensiblemente. Los cuerpos recuperaron esa pequeña burbuja de aislamiento personal que suele acompañarlos incluso en las aglomeraciones.

Tras dejar de oír el Por favó me pue… todo volvió a su ser en el vagón. Las pantallas volvieron a hacer guiños a sus adeptos. Saqué una libretica que siempre llevo en la bolsa y anoté la letrilla que canturreaba la mujer negra ante la indiferencia general. De la música, sencilla y rítmica, no me acuerdo, que soy duro de oído y frágil de memoria musical. Hecha mi anotación y confirmada mi estadística de abducidos, me sumergí de nuevo en las aventuras de Julien Sorel. Aquella mujer negra, despojo de alguien que inmigró un día a este país esperando encontrar el paraíso, ya no es más que una anécdota que sirve para rellenar una entrada en esta bitácora.

No me haga reproches el improbable lector. Yo, al menos, la miré a la cara.

jueves, 14 de diciembre de 2017

Alternativas a la Navidad.-

Nuestra sociedad actual, para olvidar sus problemas, ofrece dos opciones contrapuestas: O bien eres constitucionalista o, por el contrario, eres independentista. O rindes pleitesía al 155 o te buscas un exilio mediático en Bruselas..., o, puestos a lo peor, te las arreglas con las estrecheces de Estremera.
 
Aunque, ahora que caigo…. No es eso. No es eso… Hoy el propósito de la bitácora no iba de ese frenesí bipolar que secuestra nuestra percepción de la realidad. Íbamos a hablar de la navidad. Recapacitemos…. ¡Ah! Sí…, ya recuerdo. Da capo, retomemos desde “Nuestra sociedad”:

Nuestra sociedad actual ofrece dos opciones contrapuestas: O te gusta la navidad o la odias. O te das un baño de espumillones y abetos plastificados, de consumo y papásnoel en los grandes almacenes, o te escondes por los rincones hasta que escampe tanta alegría. 

Yo soy de los segundos. Llevo tanto tiempo en la disidencia que he llegado a desarrollar estrategias de supervivencia tales que, si bien no son cómodos exilios bruselenses, tampoco son rejas estremeras: hago como si la navidad no existiese y miro para otro lado. Echándole un poco de empeño, suele funcionar.

Este jubilata, que lleva muchos turrones comidos a lo largo de su vida, lo tiene claro. Quizás el improbable lector no ha caído en ello, pero las fiestas de navidad tienen un aire de déjà vu, una especie de eterno retorno. Todos los años igual, hasta el empalago. 

Ya desde su invención, cuando los tiempos del emperador Augusto y aquel episodio de una pareja de okupas en un establo, donde la coima fue a parir un chavalillo que, según su carta astral, iba para rey de Judea pero se quedó en mesías justiciable. Y luego vino eso de los pastores y los villancicos de “Hacia Belén va una burra, rin-rin, yo me remendaba…”. Sin olvidar, tampoco, al avieso rey Herodes, quien llevaba muy a mal la competencia desleal en las cosas del trono, y mandó a sus sicarios que desbrozaran de competidores el camino. Organizó una degollina aparatosa pero ineficaz. Como consecuencia, los pobres perroflautas del pesebre belenesco tuvieron que huir – no en patera, que aún no se habían inventado, sino a lomos de burro, que aún no existían los Animalistas – a Egipto.  Pues esa historia, una vez conocida desde niño, repetida hasta la saciedad, es todos los años el mismo Belén. Sólo cambian los anuncios comerciales.

Después de darle vueltas al asunto, por si alguien quisiera desconectar de tan entrañables y machaconas fechas, brindo al curioso lector algunas alternativas perfectamente innecesarias pero que servirán para hacernos olvidar las navidades durante estos días. Pero si el lector es de los que viven la preceptiva alegría navideña como si fuera de obligado cumplimiento, que deje aquí la lectura. Lo que sigue es sólo para descarriados.

Antes que nada, se impone un pacto de silencio. Simplemente, no hablemos de estas fiestas. Hagamos como si no existieran y dejarán de existir. La cosa viene a ser como la damnatio memoriae de los romanos: se las condena al olvido. Solo que aplicarla requiere algunos pequeños detalles, como es borrar cualquier alusión que haga referencia a ella: por ejemplo, quitar las luminarias de las calles, suprimir el turrón, desterrar el cava de nuestras mesas, los regalos de papá Noel y los Reyes Magos, los anuncios de la lotería nacional y otras pequeñeces. 

También sería conveniente suprimir la paga extra de navidad, lo cual, con ayuda de la ministra Báñez, supondrá poco esfuerzo. De hecho, a los jubilados se nos acaba la célebre hucha de las pensiones y, no pasado mucho tiempo, desaparecerá la extra, y con ella la opción a comprar mazapanes y sidra el Gaitero. Será un trabajo menos que habremos de tomarnos para olvidar la navidad.

Otra posibilidad, muy socorrida en estos tiempos, aunque bastante manoseada y con efectos secundarios, sería que Cartagena se declarase cantón independiente de España. O Al-Andalus taifa soberana, tanto da. No es original, pero los resultados están a la vista con lo de Cataluña: llevamos meses dando vueltas a esa noria. No hay día que no se hable de ello. Los fervores patrióticos, los kilómetros de banderas de frontera a frontera, harían olvidar las fiestas entrañables de estas fechas. Un presidente cartaginés, o andalusí - para el caso es igual - exiliado en Rabat y abriendo, día sí y día también,  los telediarios de Al Jazeera sería una baza inestimable para desbaratar la cena de noche buena.

Una solución barata y sin usar la tarjeta de crédito, avalada por la experiencia personal durante lustros – que a este jubilata le va bien – es hacer vida de barrio. No ir más allá de la M30, no llegar siquiera a Ventas – territorio comanche – y mucho menos asomar por Manuel Becerra, que ya es campo minado de asechanzas navideñas.  No poner la tele para huir de los anuncios publicitarios. Llevar una lista de la compra al súper y pasar ante las estanterías de mazapanes, polvorones, guirlaches y otras gollerías de la gula pecadora como un anacoreta junto a un puticlub, vista al frente y paso largo. Jode (dicho en román paladino), esa es la verdad, pero con años de práctica se consigue.

Ya le digo al improbable lector, remedios haylos, pero quede advertido que viene a ser como jurar que se pondrá a régimen después de Reyes: el propósito no falta, pero éstos que corren no son tiempos heroicos y la perseverancia no es un valor muy apreciado. El infierno está empedrado de buenos propósitos, que dijo Bernardo de Claraval.

En casa ya hemos iniciado el proceso de desconexión por los langostinos, arriando la bandera de Pescanova.

domingo, 3 de diciembre de 2017

Andanzas y meditaciones del Calero.-


El caso es, querido aunque improbable lector, que el otro día volví a tropezarme en el parque con mi vecino el depresivo. Iba yo al DIA, comisionado por mi santa, a comprar unas cajas de leche descremada y crucé el Calero. El Calero no es El Retiro, pero es el parque de nuestro barrio. Es, para que el lector se haga una idea, como El Retiro, pero en plan modesto. O sea, en plan barrio. 

El parque del Calero – y perdóneseme la insistencia – es al barrio de la Concepción como El Retiro es a Madrid: su pulmón verde, su espacio de esparcimiento, su circuito de perros domésticos y de jubilatas quemando colesterol. Es, en fin, lugar de socialización, de disfrute de un trozo de naturaleza domesticada, donde mi vecino el depresivo pone en práctica, a su modo, los consejos de su médico de la cabeza, que no de cabecera: “Usted, Fulano, camine mucho y piense poco”.

Y mi vecino, que aunque depresivo es muy suyo, sigue las instrucciones del loquero al cincuenta por ciento. Camina mucho parque arriba y parque abajo: entre el tornavoz ("auditorio", lo llamamos en el barrio para darnos importancia) y la comisaría. Puede pasarse toda la mañana dando vueltas, arrastrando los pies, con aire pesaroso y mirada ausente, hasta que la mujer le pone un wasap: “Fulano, que ya está la mesa puesta”, y sube a casa.

Respecto al otro cincuenta por ciento, o sea: lo de pensar poco, la verdad es que no hace mucho caso. Depresivo, pero no irreflexivo, acostumbra a decir, en un arranque de autoafirmación insospechado. Lo de deprimirse es algo sobrevenido por culpa de un Ere que le puso en la puta calle a los cincuenta y un años: demasiado viejo para competir en el mercado laboral y demasiado joven para aspirar a una jubilación de supervivencia.

Lo de la depre, tras dos años en la cola del INEM, estaba cantado. Fata obstant, acostumbra a decir. Como ya conté una vez anterior, tiene sus puntas y ribetes de latinista. Lo de reflexivo, lo es por inclinación natural.  Por mucho que lo dictamine un miembro del Ilustre Colegio de Psicólogos, mi vecino no puede ir contra su propia naturaleza: Es maníaco depresivo por inducción y caviloso a jornada completa por convicción. Su cabeza es una olla a presión con la espita obturada y es capaz de triturar una obsesión durante horas, días, noches, hasta que la mujer le prepara un coctel de pastillas y le deja aparcado en el salón de casa como un felpudo: home sweet home.

El caso es que, cuando yo iba a DIA a cumplir el mandado de la santa, me crucé en su camino. Estaba el hombre, con su habitual gesto de pesadumbre, mirando una caca de perro (“una mierda”, dijo él) que había espachurrado con la suela de su zapato izquierdo.“Al que nace pa martillo, del cielo le caen los clavos, …Y, encima, me he dejado las pastillas en casa”, me dijo, como disculpándose, nada más verme. Yo ya sabía lo que significaba, que en su cabeza se estaban formando nubarrones y no escamparía en horas. Le di unos golpecitos amistosos en la espalda y le dije: Nada, hombre, las estadísticas dicen que un peatón tiene un 27% de probabilidades de pisar una mierda de perro al año. Tú acabas de entrar en la estadística.

Todo lo que sea posible que ocurra, ocurrirá” me respondió. Sabia reflexión, dije. No es mía, es de Leibniz, contestó. Y es que el hombre tiene esas cosas; desde que le agarró la depresión, le dio por leerse, por orden alfabético, todos los filósofos que hay en la biblioteca municipal del distrito. Lo cual es otra forma de retroalimentar su depre, ya que no puede charlar con los jubilatas que echan la partida en el Asturleonés. 

A ver, si le hablan del último gol del Messi, él trata de razonarlo desde el sistema de causalidad aristotélico y los contertulios del bar se hacen un lío. Así que prefiere dar vueltas por el parque. Eso sí, sorteando heces de perro (menos ese día, que hizo bingo), latas  vacías de cerveza, bolsas de plástico, papeles y otros desechos cuya abundancia por los suelos es un indicador del grado de felicidad de nuestra sociedad de consumo.

¿Sabías que un opinólogo – me dijo mientras restregaba el zapato pringoso de heces contra el bordillo – ha hablado en el último número de L´Express del triángulo de poderes? Yo miré el reloj. Obsesivo y monotemático como es, me iban a dar las mil: como me cierren DIA la parienta me va a chorrear. Pues sí, -continuó, ignorando mi gesto de impaciencia – hay tres modelos utópicos de sociedad: el tecnológico, el populista y el empático. Según el primero, la tecnología y el mercado impondrán un control progresivo de la vida y la política, aumentando las diferencias entre una minoría que controlará el poder, la economía y la riqueza, y una mayoría sumida en la precariedad. Según el modelo populista, que rechaza las consecuencias de la mundialización, fomentando secesionismos, nacionalismos, totalitarismos identitarios o religiosos…

“Ya, pero es que como me cierren la tienda, mi mujer me chilla” – le insistí, para que abreviara. “Esa es una contingencia menor que en nada afecta al devenir social – me replicó. El hombre estaba metido en harina y mis problemas conyugales le traían al pairo –, donde se vislumbra el tercer modelo utópico, el empático…” “Vale, tío – le corté, ya nervioso –, pero yo ya tengo bastantes problemas con llegar a fin de mes con la jodida pensión. Y, además - y aquí me pasé tres pueblos – tienes mierda en el calcetín”. 

Mi vecino el depre me miró con ojos de carnero a punto de degüello, luego miró su calcetín pringoso, empezó a ponerse triste, triste, y hasta juraría que se le escapó una lágrima. Arrastrando los pies, se fue camino de casa, a chutarse un pastillazo, según prescripción, dada su poca resiliencia ante la adversidad.

Tuve cargo de conciencia toda la tarde, con la putada que le había hecho, y hasta llegué a deprimirme un poco. A lo mejor era contagioso, pensé. Por si acaso, me prometí que, la próxima vez que lo viera por el parque, le pediría la dirección de su médico.

Al DIA llegué a tiempo, menos mal. 

lunes, 20 de noviembre de 2017

La inteligencia y otros asuntos de poco interés.-

Sepa el lector, aunque improbable no por eso menos estimado, que un anaquel (lo de anaquel se dice aquí por no perder el uso) lleno de libros dentro de una habitación, una ventana a la calle y un concierto para piano de Schumann pueden ser lo más próximo al paraíso que se puede permitir un simple mortal. La habitación vale tanto como el claustro materno para un nonato: te acoge y protege; la ventana, la necesaria comunicación con el mundo exterior: te aísla a la vez que te comunica con él. Y la música, en este caso un concierto de Clara Schumann, es el líquido amniótico en el que flota la imaginación del voluntario enclaustrado. Con tan poco, un mundo a la medida.

¡Vaya! Esta vez el jubilata se ha puesto intimista - pensará el improbable lector -. Intimista y exquisito, para llamar la atención. Pero, no. Es que está un tantico harto del mundo exterior y, de vez en cuando, decide replegarse para sus adentros, a ver si se olvida por un rato de esas afueras tan ingratas que le toca vivir. No es que lo consiga del todo, pero al menos el intento da pábulo (pábulo, otro término que muere de inanición) a la redacción de esta entrada a la bitácora.

Pues viene al caso el título por una entrevista que hicieron a una filósofa, doña Catherine Malabou (que no tengo el gusto de conocer, no se vaya Vd. a creer) en L´Express. – Y aquí se impone un inciso para que el lector no se haga una idea equivocada: el autor de la bitácora no pretende aparentar que sabe, sólo habla de leídas, con el agravante de que, siendo su memoria inmediata débil, lee y olvida. Por eso, para no olvidar – el olvido es la aniquilación –, escribe y pretende que los demás lo lean, como si buscase refugio en intelectos ajenos.

Pretende ser, a lo mejor influido por las pelis de ciencia-ficción, como un alien alimentándose de la masa encefálica de los lectores. Pero en buen plan. O sea: se lanza una idea; ésta, al ser leída, se aloja en el sistema neuronal del lector y allí vive tan ricamente, sin molestar. Y al jubilata, que se reconoce flaco de memoria, olvidadizo – y, por lo tanto, aniquilable – le ilusiona saberse huésped de mentes más despiertas.

Volviendo al asunto, habla doña Catherine de la gran plasticidad del cerebro, incluso a edades avanzadas. Nuestras conexiones neuronales son capaces de cambiar de forma, de tamaño y de volumen bajo el efecto de la experiencia y la educación. Y, aunque los circuitos neuronales estén ya formados, pueden remodelarse y crear otros nuevos. Lo cual quiere decir que, incluso a estas edades que nos vemos obligados a tener algunos, somos capaces de comprensión, aprendizaje y adaptación. Porque resulta que la inteligencia humana es un intercambio continuo entre el exterior y nuestro cerebro, que se adapta, asimila e integra los resultados de su adaptación. La inteligencia tiene mucho que ver con la educación, la realización personal y el afecto; aunque aquí no se habla de inteligencia emocional.

La inteligencia se define en términos de equilibrio: todos envejecemos físicamente, pero mucho más despacio en el plano mental. La edad nos va desmanguillando – Mme. Malabou no usa esta expresión popular; yo, sí – este cuerpo que se ha de comer la tierra, o quemar la incineradora, pero nuestra mente se mantiene activa. Se produce un desfase entre nuestro deterioro físico y nuestra actividad mental, dando como resultado un desdoblamiento asimétrico. Y, precisamente, la inteligencia consiste en equilibrar estos dos aspectos: en acomodar nuestro envejecimiento corporal a la juventud de nuestro espíritu. 

Cosa, por otro lado (lo del desfase entre cuerpo y mente) que un servidor ya se lo había oído decir a un traumatólogo cuando me mandaron hacer un estudio de la pisada, porque la artrosis de mi cadera me hacía renquear. Decía el galeno del problema que se estaban encontrando los de su profesión ante el desfase entre el deterioro físico y la agilidad mental de cada vez más especímenes humanos de nuestra edad. Lo que podría solucionarse – esto ya es de mi cosecha – integrando nuestra capacidad cognoscitiva en un sistema de inteligencia artificial que nos librase de las taras físicas a la vez que mantenía la actividad cerebral. Cosa de ciencia-ficción que ya se contempla en algunas teorías sobre IA (inteligencia artificial) leídas en algún papel serio.

El caso es que también le preguntaban a Mme. Malabou sobre avances cibernéticos y la superación de los humanos por parte de los cada vez más perfectos cerebros electrónicos. Sostiene que, aunque las máquinas nos han sobrepasado cuantitativamente (son capaces de cálculo a una velocidad que no está a nuestro alcance), aún no lo han hecho cualitativamente: todavía no son capaces de crear como lo haría un artista o un pensador. Porque se trataría de crear, no de imitar.

La inteligencia artificial, dice, llegaría a equipararse a la humana el día que fuese capaz de equivocarse y reparar sus errores. Cosa que, hasta ahora, un servidor nunca a nadie se lo había oído decir: humanizar las máquinas a través de la capacidad de error y rectificación. Mira por donde, una de nuestras flaquezas, el cometer errores, es algo que no está al alcance del chisme cibernético más perfecto que pueda darse y, por extraño que parezca, nos hace superior a él. Nuestra debilidad nos hace superiores a los dioses del monoteismo – el error es una cualidad que no se da en su naturaleza – y la inteligencia artificial más puntera.

Pues, sí, lector paciente. En tales andurriales andaban las elucubraciones del jubilata estos días en que, según informes económicos publicados por algún medio, cada español debe 24.455 €, si repartimos la deuda pública entre los ciudadanos de esto que se sigue llamando España. No extraña que algunos quieran levantar fronteras en el Ebro para que los impagos queden de este lado. 

Por lo que a un servidor y demás pensionistas respecta, con nuestros ingresos no llegaríamos a cubrir la apuesta ni aun acudiendo a un comedor social de aquí al final de nuestros días. No hace falta ser muy inteligente para adivinarlo. 

miércoles, 8 de noviembre de 2017

Un chino en El Prado.-


Estaba leyendo estos días los problemas que supone en Francia el empleo del lenguaje políticamente correcto, ya que se ven obligados al empleo de términos como racisé o cisgenre para no caer en un lenguaje sexista, racista o excluyente contra los individuos “distintos” al común social.  Racisé es tanto como “no blanco”, persona de otra cultura o color de piel a quien está mal visto llamar “negro”, “indio”, “chino” … Y si has de referirte a alguien cuyo sexo se corresponde con su género, si le llamas cisgenre te ahorras la expresión sexista de “señor” o “señora”, aparte que la cosa queda clara por oposición al transgenre, esa variopinta amalgama de  sexualidades con todas sus inextricables anfibologías sexuales, cuya comprensión se escapa a la gente de mi edad por causa de una pérdida de neuroplasticidad irremediable. Al lenguaje correctamente político (langue de coton, lo llaman los franceses) he llegado tarde, y me aburre. Lo dicho, problemas de neuroplasticidad que trae la edad.

En esas rumias andaba este jubilata cuando le puse a esta entrada el título de “un chino en El Prado”. No está bien – me decía para mis adentros – comenzar una entrada en el blog “racizando” (si se me permite el voquible) a un artista, discriminándolo por razón de su raza. Escribir “un chino” era tanto como marcar la diferencia, como decir “uno no de los nuestros”, un extraño a nuestra cultura y forma de vida. Pero resulta que las cosas suelen ser más complejas. Cai Guo-Qiang es nacido en Quanzou, República Popular China, pero vive en Nueva York y, rompiendo esquemas, expone en el museo del Prado: El espíritu de la pintura. Cai Guo-Qiang en el Prado. Encima, para partirte los prejuicios por el eje, pretende conectar con el espíritu del Greco, Goya, Velázquez y otros grandes maestros cuyas obras se exhiben en este museo.

Lo primero que sorprende al espectador es que tal artista contemporáneo, al margen consideraciones sobre razas o culturas, tenga cabida en las salas del Prado y no en las del Reina Sofía. Imagínese el improbable lector que el señor Cai emplea una técnica de expresión pictórica cuando menos sorprendente: explosiones de pólvora negra mezclada con pigmentos de colores. 

Sobre un panel tendido en el suelo, utilizando plantillas de cartón u otros materiales para insinuar formas, se distribuye la pólvora pigmentada, se cubre con otro panel y se sujeta el conjunto con piedras. El efecto conseguido se mueve entre lo figurativo y la abstracción, logrando obras matéricas con abundancia de colores vivos, grises y negros; obras lentamente efímeras debido a la disgregación de la pólvora quemada y los restos de pintura que se van desprendiendo del lienzo y depositando, día a día, al pie del cuadro.

Lo cual, a este jubilata, que se cree a pie juntillas lo de la sociedad líquida e inestable que definió el señor Bauman, le parece de perlas. Que una obra pictórica nazca de un Big-Bang (controlado, eso sí) y se diluya en polvo cósmico (por seguir con el símil) depositado al pie del acto creativo, y que éste sea barrido por las aspiradoras del servicio de limpieza del museo, son cosas que a uno le sulibellan y le estimulan su decadentismo estético. Pasado de revoluciones andaba un servidor cuando se enteró de la disgregación de la materia pictórica, sometida a la fuerza de la gravedad.

No recordaba una experiencia estética tan fuera de lo común desde que en el Reina tuve ocasión de ver la exposición Una retrospectiva, del belga Marcel Broodtheaers, donde la materia empleada son cáscaras de huevo o de mejillón. Lo lábil, lo efímero, la pérdida de referentes sólidos y la adaptación provisional al medio son valores que todo artista comprometido con la volatilidad del arte actual debe reflejar. Mejor todavía si lo hace con fogonazos de pólvora: el arte es la expresión de una fugacidad.  

¿Y por qué busca el señor Cai Guo-Quiang el espíritu de la pintura mediante deflagraciones controladas? Pues porque, a través de ellas, quiere llegar a expresar el espíritu de las pinturas del Greco. Por lo visto, se considera a sí mismo como alquimista y trata de captar el espíritu del cretense a través de una materia tan inestable e imprevisible en sus efectos expresivos.

Para ello, para expresar la gama cromática del pintor manierista, recurre a una técnica pictórica atrevida que expande y mezcla los colores puros e insinúa formas gracias al empleo de plantillas, telas o retoques con pinceladas posteriores. El resultado lo verá el espectador si se para a contemplar Día y noche en Toledo, una visión onírica de la ciudad bajo un cielo de añiles, grises, rojos como de incendio en lontananza; todo ello sobrevolado por palomas y angelotes como una profusión de espíritus santos, una especie de sueño de la razón pasado por la ortodoxia tridentina.

De verdad se lo digo al improbable lector. Tratar de comprender el sentido último de una obra contemporánea te lleva a descreer en las reglas del arte que viejos profesores te imbuyeron en el intelecto, en aquellos tiempos de la Facultad, cuando creías que desde la cátedra se impartía la verdad universal y sólo tenías que decir “creo” y caer en éxtasis, como la beata Ludovica Albertoni de Bernini. Pero no, es más jodido, si se permite la vulgaridad. Estos contemporáneos son efímeros y exhibicionistas, rompedores y expresionistas, usando de técnicas y materiales que a un Rubens o a un Velázquez les hubiese parecido la pura degradación del noble arte de la pintura.

Según puede leer por ahí quien esté interesado en el asunto, el señor Cai ha estado pensionado en El Prado y ha preparado algunos de sus cuadros en el Salón de Reinos del Buen Retiro, palacio donde hasta hace pocos años estuvo el museo del Ejército. Con lo que el uso de la pólvora viene a ser un guiño.


Pero sus obras no han surgido en la intimidad del taller, sino ante cámaras y periodistas que dejaron constancia de su proceso creativo. Algo así como los minutos de publicidad que nos ponen en la tele entre trozo y trozo de película. Una obra a fogonazos, televisada y publicitada, y encima lentamente deleznable en un polvillo que la señora de la limpieza se lleva en las hilachas del mocho de la fregona. ¿Obsolescencia programada o casualidad? Como quiera que sea, ¿Cabe forma más posmoderna de escribir tu nombre en el Libro de los Elegidos?

Parecerá mentira, pero esta  vez no hemos hablado del señor Puigdemont y su exilio mediático. Vamos progresando.


domingo, 29 de octubre de 2017

Aunque no sea normal, que lo parezca.-

Tras las banderas, los negocios.

Mientras asistimos al gran guiñol de la proclamación de la República Catalana Lliure, Grande e Indivisible (a la espera de lo de la Vall d´Arán), por ahí, y bien a su pesar, van las preocupaciones que embargan a este jubilata.

No está un servidor en edad de dejarse arrastrar por los grandes gestos de gente pequeña que busca un hueco en los libros de historia, y por eso decidió husmear en su propia intrahistoria a ver si encontraba sentido a la cosa. Para eso, nada mejor que pasear por el parque del Calero esquivando perros, ahuyentando cotorras y palomas, cediendo el paso a viejos en proceso de caducidad manifiesta, y otras faunas habituales de este barrio. La reflexión peripatética, aunque no sirva para poner en orden las ideas, sirve para controlar el nivel de colesterol con tanto ir y venir por el parque.

Una idea me rondaba por la cabeza, o más bien una frase leída esto días atrás: Tú estás sano porque aún no hemos puesto nombre a lo tuyo. ¿Era una amenaza de las grandes corporaciones farmacéuticas? ¿Un aviso para los atrapados en la rutina de la normalidad? Más bien una muestra de humor negro que esconde una verdad: vivimos una apariencia de normalidad.

Porque, vamos a ver: ¿Es normal mercadear con una independencia a cambio de retirar un 155 king size? ¿Es normal que el partido más corrupto sea el paladín de los valores constitucionales? ¿Es normal eso de tú me amenazas con el 155 y yo me declaro independiente hasta que la muerte nos separe? Pues si en el cambalache político estas cosas pasan por normales, ¿por qué las personas corrientes dejamos de serlo en cuanto alguien nos cuelga una patología recién acuñada para la ocasión?

Como esta normalidad, de la que aquí se habla, viene referida a comportamientos sociales, asumimos como normal – bien que forzados por las circunstancias – la realidad que nos toca vivir, aunque nos supere. Y la normalidad que nos toca vivir en esta sociedad es una inquietud colectiva a la que el humorismo político le ha puesto el nombre de República Catalana; para más inri, ahora en el exilio bruselense. 

Estábamos sanos hasta que alguien puso nombre a lo nuestro y la salud se nos está yendo en manifas, ondeo de banderas, odios sarracenos, patriotismos decimonónicos, adhesiones inquebrantables a la madre Catalunya o a la madre España, boicots patrióticos y un montón de sarpullidos en las tripas donde residen las emociones. Ya tenemos la enfermedad, solo falta la medicina, y no parece que el jarabe del 155 arregle más que los síntomas, dejando el mal soterrado hasta un nuevo brote de sarampión separatista.

Hasta ahí, el jubilata había conseguido poner cierto orden en sus pensamientos. Pero en sus idas y venidas por el parque se fue a tropezar con su vecino el depresivo, al que el médico le ha recomendado que camine mucho y piense poco. Y el vecino depresivo, que rumia sus pensamientos a pesar de la prescripción facultativa, me aseguraba que estamos sometidos al fatum por más tecnología que gobierne nuestro mundo. Vino a decirme que cada generación vive, muy a su pesar, algún fracaso colectivo que la marca a hierro. La generación de nuestros padres vivió con entusiasmo fratricida la guerra civil; la nuestra está viviendo a flor de piel una fractura política que ha roto la convivencia.

Le preguntaba yo si no podríamos oponernos a esa fatalidad y buscar un destino en el que pudiéramos llegar a un acuerdo de convivencia, intercambiar banderas (como los futbolistas intercambian camisetas después del partido). Pero él no es partidario. Piensa que contra el destino generacional nada se puede; se acepta y se aguanta. Como es hombre leído, me trajo en apoyo de su opinión la frase del poeta Horacio: Ducunt uolentem fata, nolentem trahunt. Si te opones a los hados, éstos te arrastran, si te sometes a ellos, te guían.

No estaba yo tan seguro de que lo mejor es dejarnos arrastrar y que se cumpla nuestro destino fatalmente. Pero resultaba bastante difícil explicárselo a un depresivo que lee a los clásicos y sabe que la depre, como las torpezas políticas, son señales de su disgusto que mandan los dioses a los hombres, y no queda otra más que aguantar hasta que escampe. Paciencia y barajar, dijo Durandarte al conde de Montesinos.

Como no había llegado a nada en claro sobre independencias, me despedí del vecino depre, pasé por DIA a comprar unas cajas de leche y subí a casa. Me prometí no encender la tele. Quizás porque, por pura higiene mental, un servidor había iniciado el procés de desconexión sin consulta previa en las urnas, sin debates parlamentarios y sin movilizaciones populares patrióticas y abanderadas. Y sin declaraciones solemnes, solo para mi capote.


miércoles, 11 de octubre de 2017

Catalonya, ni contigo ni sin tí.-


Cuando este jubilata se sienta ante el ordenador, dispuesto a escribir una entrada en su bitácora, siempre tiene un recuerdo para sus lectores improbables, ocasionales o habituales. Es una cuestión de empatía y de estrategia. Un servidor quiere sintonizar con sus lectores y está dispuesto a vender su alma al diablo por conseguirlo, siguiendo la doctrina marxista (facción Groucho) de que se deben cambiar los más sólidos principios en función de los gustos de la clientela. Y, según soplan los aires patrios de encontrado signo, los gustos del personal van por la profusión de banderas que tremolan al viento por las calles de nuestras ciudades y por las tripas de sus ciudadanos.

Mal que nos pese, vivimos tiempos revueltos en los que las aguas políticas y los sentimientos nacionalistas bajan turbios en el reino de Celtiberia Profunda y en la república del Catalanistán Exterior. No así, afortunadamente, en el shangri-la de Equidistán, donde sus felices moradores pasamos el día tocando el arpa y entonando cánticos de alabanza a nuestros dioses tutelares. Aburrido – dirá el improbable lector – lo de tanta loa y arpegio pacifista. Sí, pero al menos evitamos que nos arreen un banderazo si no opinamos a gusto de todos.

Algunos suponíamos que, tras la declaración de independencia (que al final ha sido sí, pero ya veremos; sin prisa pero sin pausa…), las banderas, banderías, banderizos y abanderados volverían a sus cuarteles de invierno y esto sería un mar en calma. Pero, a lo que se ve, al montañas nevadas, banderas al viento, que cantábamos en la escuela pública, todavía le queda un largo recorrido. Algunos creíamos que, por fin, podríamos sacar el pasaporte y el preceptivo visado para conocer Palafrugell, pongamos por caso, y nos sentimos decepcionados. Sobre todo, porque el Sr. Puigdemont ha roto el encanto de convertir su república del lejano Catalanistán en un destino exótico, tipo Turquía, Irán, Georgia o Armenia, países que he visitado estos últimos años.

Viñeta en L´Express de esta semana. Así nos ven.
De verdad, algunos con espíritu viajero y admiradores del folclore local tipo bou de foc, nos quedaremos con las ganas de visitar esa jovencísima república con la muchachada de la CUP controlando el tráfico aéreo catalán desde la torre de control del Prat, o montando corralitos con las cartillas de ahorros de los pensionistas. O, según genial anticipación de nuestro Tomás Serrano, imprimiendo el dinero en la impresora que Rufián llevó al Congreso de los Diputados en cierta ocasión. Pero no, según ve la cosa un servidor, todavía tendremos para rato con el marcial Mambrú se fue a la guerra de días pasados o el Santiago y cierra España que sonaban a ambos lados de la trinchera, mientras que algunos seguiremos viviendo en la aburrida Equidistán donde nunca pasa nada. Y sin poder usar el pasaporte en la divisoria del Ebro.

Menos mal que el folclore patrio sigue dándonos momentos de gran espectáculo, como cuando el Sr. Vergas Llosa, en plan agitprop, blanca melena al viento, lanzaba soflamas centrípetas y apocalípticas advertencias contra el centrifuguismo que nos corroe. Aunque siempre habrá desconfiados ciudadanos con el morro torcido por culpa de estos excesos de fervor patriótico que se les pone a los privilegiados cuando se dan baños de multitudes. Y eso - hay que reconocérselo - sin hacerle ascos a ese olor a sobaquina de manada que tiene el gentío.

Porque, cuando los ricos se ponen patrióticos y abandonan su palacete en la Moraleja, o vienen desde París en su deportivo, como Álvaro de Marichalar; cuando, en fin, los privilegiados del sistema sacan su patriotismo a pasear, es que el reparto de beneficios ha dejado de ser asimétrico a su favor, el chiringuito corre cierto peligro de redistribución con nuevos comensales pidiendo parte del pastel, y hay que apuntalarlo con el esfuerzo de todos. Incluidas, especialmente, las masas fervorosas a las que, previamente, se les han ordeñado las rentas sociales y derechos ciudadanos para sanear bancos putrefactos, se les ha metido doblada con lo del rescate de autopistas ruinosas, aparte algunas gürteles de propina y otras menudencias que resultan ya imposibles de recordar.

Ven a Equidistán, hermano. No necesitarás pasaporte, ni bandera, ni unidad de destino en lo universal, ni nadie te esquilmará las rentas del trabajo o te arengará desde su localismo patriótico, ni tendrás que defender las sedes (aquí o allá) de los bancos o del IBEX 35. Podrás ser feliz y desocupado, y no tendrás que tragarte anuncios en la tele entre interminables debate y logomaquias.

Parafraseando a aquel personaje de Marquina: Equidistán y yo somos así, señora.

miércoles, 27 de septiembre de 2017

A resguardo de la bronca política (Si puede ser)


Haga lo que yo: no se meta en política”, me recomienda un comunicante, y por lo que se ve, lector frecuente de mi bitácora. Consejo que, por otra parte, ya le dio el Invicto Bahamonde a uno de sus ministros. Debería haberle hecho caso. A mi comunicante, digo. 

Sepa el improbable lector que se me ocurrió – aparte las anteriores entradas sobre este asunto en mi bitácora – colgar una nota en el Facebook ese preguntando que si los que no estábamos llamados al autoproclamado referéndum catalán éramos ciudadanos de segunda. Respuesta inmediata de un quídam: los fachas sois ciudadanos de tercera. Mi comunicante y el dictador tenían razón: quién coños me mandaba meterme en esos tiberios y turbamultas donde todo se resuelve a pura bronca y navajazo ideológico.

Por eso, como un servidor tiene ya una edad y no está para perder su tiempo intentando razonar con cafres centrífugas o centrípetas, he decidido cerrar las fronteras de la república independiente de mi casa y ver desde la ventana lo que se cuece en el ruedo ibérico. Porque, de lo que sí podemos estar seguros es de que, suceda lo que suceda estos días, saldrá un largo memorial de agravios y un martirologio patriótico a ambos lados del Ebro, de los que podríamos hablar cualquier otro día, si al improbable lector no le aburre darle vueltas a esta noria sin caudal.

Cuando uno no quiere, dos no conviven, así que estamos asistiendo a las broncas previas al divorcio a cara de perro, o al matrimonio sacramentado hasta que la muerte nos separe. Lo que resulta un sinvivir con sus odios soterrados. La segunda opción, la verdad, da repelús; y si la primera se consuma, haga usted el favor de apagar la luz, cerrar la puerta y devolvernos la llave antes de irse, y tanta paz lleve como descanso deja. 

Y no se hable más del asunto, y si se habla, hagamos lo que el inquilino de la Moncloa cuando le preguntan sobre asuntos incómodos: Esa persona de la que usted me habla. Así que no lloraremos ausencias. Pero si alguno se pone sentimental, recuerde la canción de Joan Manuel Serrat: Qué va a ser de ti lejos de casa. Nena, qué va a ser de ti. Lo que sea el futuro, ya lo veremos cuando esté presente. Lo que ha sido el pasado, con no ser actual, pesa y enturbia el presente. Uno y otro son un lastre para vivir el ahora.

Leía el otro día en L´Express una entrevista a Luc Ferry, antiguo ministro de Educación con Jacques Chirac, en la que decía que pesan dos males sobre el ser humano: el pasado y el futuro; la nostalgia y la esperanza, que nos impiden habitar el presente. Un servidor está en el presente abismado en “horas abismáticas”, como decía Unamuno. Esas horas en que uno se separa del trato con sus semejantes, del ruido de las ideologías, y cae en la realidad de sí mismo. A lo mejor no nos vendrían mal a todos disfrutar de algunas “horas abismáticas” para aislarnos del ruido de patrias enfrentadas y de la bronca que se encrespa a cada día y así conocer la realidad de cada cual por dentro. Que cada quisque se palpe la ropa.

Metafísico estás, le dijo Babieca a Rocinante en aquel soneto bastante mediocre de Cervantes. Es que no como, respondió, movido por la gazuza, Rocinante a Babieca: por lo que se ve, no era más que metafísica de pesebre. La necesidad hace de un rocín un filósofo y del pesebre metafísica... o patriotismo. Y de un bloguero provecto, un desengañado que se abisma.

Con permiso del improbable lector, no hablaré más de este asunto, al menos por esta vez, que tengo lecturas pendientes. A lo mejor le parece cosa de ociosos y despreocupados de la urgente realidad que nos agobia, pero este jubilata está muy interesado en Urbs Roma, vida y costumbres de los romanos; La vida privada. 

El lector descubre que no eran tan diferentes a nosotros. Que también seguían las modas de los peinados, los perfumes, las ropas; que también las mujeres se ponían tufos y extensiones en el pelo, y se lo teñían. Y que los niñatos de buena familia se cuidaban mucho de los rizos en la cabeza o los cortes de pelo a la moda. Y que había moralistas que criticaban las costumbres relajadas y la pérdida de las tradiciones. “También los hombres saben hacer sus embustes, saben atusarse la barba, entresacarla, ordenar el cabello, componerlo y dar color a las canas….” Eso decía Tertuliano, un padre de la Iglesia a caballo entre los siglos II y III.

En fin, he titulado esta entrada “A resguardo de la bronca política” porque quería quedarme al margen, pero no estoy tan seguro de que se me consienta, después de haberlo sacado otra vez a colación. Pero no importa. Siempre habrá un roto identitario para un zurcido nacionalista y una palabra desabrida para una opinión no compartida. Como dijo José Antonio Labordeta - con perdón -, en memorable ocasión en el Congreso de los Diputados: ¡A la mierda!