martes, 31 de julio de 2018

Cartas estivales desde el museo; III.- Canícula, más bichos y lecturas.-



Querido aunque improbable lector:

El verano avanza con ese aire cansino de persona fatigada por el calor, como arrastrando las zapatillas puestas en chancleta. La canícula se va instalando en las largas y tediosas tardes que parecen no tener fin. Un gorrión pía, aburrido, en una rama próxima, y su monótono piar es como esa gota de sudor que te corre por la frente, sin encontrar una mano perezosa que la limpie. Desde nuestra casa sobre el museo se ve, a través del balcón, entreabierto por si entrara una brizna de frescor, el nogal, con sus hojas sesteando, meciéndose perezosas, bajo el peso de esos calores que nos golean con la insistencia y la regularidad de las campanadas del reloj municipal: tam, tam, tam, tam…

Al sobresalto, sobrevenido por la rotura del silencio, a causa de esa urgencia en marcar unas horas que, no obstante, se deslizan cansinas, el libro se te desliza de las manos, los párpados se te abren con la sorpresa de lo imprevisto y caes en la cuenta de que don Marcel Proust te estaba contando, despacito, muy despacito, con minuciosa añoranza de viejo que desgrana sus recuerdos de juventud, sus besos y caricias a Albertina: “Je veux prende un bon baiser, Albertine.- Tant que vous voudrez” me dit-elle avec toute sa bonté… “Encore un? – Mais vous  savez que ça me fait un grand, grand plaisir. – Et à moi encore mille fois plus, me répondit-elle.

Sin lugar a dudas, este hedonismo de esteta, desgranándose en pequeños placeres sensuales, tanto más placenteros cuanto más morosa es su satisfacción, leído en horas en que todo cristiano viejo está digiriendo el cocido, no es lo más apropiado ni para disfrutar el placer de una lectura intrascendente, ni para arrancarnos de la vulgaridad de nuestra existencia de veraneantes soñolientos y sudorosos.

Pero, de verdad, querido, paciente y siempre improbable lector, si las horas caniculares pasan lentas, perezosas, torpes, las primeras horas de la mañana son rientes, fresquitas, y hasta yo diría que pizpiretas y gozosas. Nosotros, la santa y yo, a las ocho de la mañana ya estamos dando un paseo por el camino de El Paular, respirando ese sabor a humedad que sube de los prados y se desprende de la arboleda de junto a la carretera.  

En el pequeño jardín de nuestra casa y museo, a veces, cuando vamos a salir, el petirrojo que se ha instalado allí desde hace semanas, viene a darnos los buenos días y se contonea ante nosotros, confianzudo. Da saltitos a nuestros pies, nos muestra su pechera rojiza, juega a esconderse entre los rosales; luego, con menudo aleteo, se posa sobre la verja y comienza a exhibirse - un saltito aquí, otro allá - como diciendo ¿Habéis visto nada más bonito que yo? Es, nos parece a nosotros, como un  niño presumido y un tanto irresponsable, ya que por allí suelen merodear un par de gatos cimarrones, cuyo sustento depende de su habilidad predadora y no de la comida envasada de supermercado.

También hay, entre la vegetación que cubre el paredón que cierra el jardín en su parte posterior, un mirlo con el que yo tengo algunas cuestiones pendientes por derechos de usufructo no bien deslindados. 

Sepas, improbable lector, que dentro del recinto hay unas matas de frambuesas que, estos días pasados, han dado sus frutos como pequeñas moras de gránulos rojizos, y nos las hemos estado disputando en dura competencia. Yo espero a que vayan madurando, día tras día, para irlas picoteando en la mata (aplazado placer proustiano, como los lentos besitos a Albertina, podríamos decir), mientras que él, sin respetar el lento proceso de maduración que marca la madre naturaleza, se comporta como un tragaldabas y come sin discriminación táctil, olfativa o gustativa. 

Si alguna vez le he sorprendido en plena tragadera, emprende el vuelo, lanzando unos graznidos de alarma que no se compadecen con la musicalidad habitual de estas aves, y se pierde por los vericuetos de la maleza. Yo creo que lo hace como diciendo: ¡Que te den!, estúpido bípedo humano y torpe, que como más deprisa que tú y no me pillas.

Me gustaría contarte, amigo lector improbable pero siempre presente en la intención de estas cartas, alguna más de las menudencias veraniegas de este jubilata, pero por hoy basta. Me temo que, si éstas mías te llegasen escritas sobre un folio, éste se te caería de las manos. No sabemos si por el tedio causado por las nonadas que en él puedas leer, o porque los calores veraniegos piden más bien cervecita y piscina, y déjeme usted de rollos…

Como quiera que sea, quedo tuyo afmo.,

viernes, 20 de julio de 2018

Cartas estivales desde el museo, II. Bichos.-



Querido aunque improbable lector:

Esta vez me gustaría hablarte de insectos, cánidos y otras divagaciones. Aunque no estoy seguro de que por ese orden.

Subía la otra mañana, con la fresca, por el camino del robledal que lleva desde las Arreturas hacia la pista que cruza la subida al puerto del Reventón. Apenas eran las ocho de la mañana, el bosque olía a silencio y a los restos del frescor de la noche pasada, cuando sentí espeluznárseme el vello de los brazos y ponérseme carne de gallina. Y no era por el frío, sino por una sensación como de alerta que me sobrevino de forma, digamos, tan imprevista como irracional. 

Antes de ser consciente de ningún peligro, percibí el ruido de un animal deslizándose sigilosamente por entre el matorral del sotobosque por sobre el talud del camino y que me cerraba el paso a mis espaldas, en caso de yo querer retroceder. Pensé: algún perro asilvestrado que me sale al camino, y saqué el artilugio espanta-perros que llevo para las ocasiones. Es un mecanismo que emite ultrasonidos. Los perros son tan sensibles a ellos que se alejan con el rabo entre las patas y no tienes que defenderte de ellos a bastonazos.

El animal, agazapado a mis espaldas, entre las matas, se mantuvo a distancia prudencial. Pero mi sensación de peligro permanecía; la respiración entrecortada, los músculos en tensión, los ojos asustadizos, intentaba localizar de dónde vendría el posible riesgo… ¡Joder!, me dije con la sorpresa previa al pánico: Ante mí, un lobo adulto, el jefe de la manada por su aspecto, me miraba a varios metros de distancia, camino arriba. A un lado, un poco por detrás suyo una loba y dos lobeznos. Una familia lobuna que acababa de tropezarse con el desayuno, se me ocurrió pensar con un resto de humor negro, previo al terror incontrolable que empezó a apoderarse de mí.

Pero, vaya usted a saber por qué me dominé, me acordé del Pobrecito de Asís y su diálogo con el hermano lobo, así que controlé mis ansias de salir corriendo monte abajo, forma segura de convertirme en despensa ambulante de la troupe lobuna. Decidí hablarle, siempre con el artilugio espanta-perros a mano. Con voz pausada, controlando los trémolos de miedo que querían escapárseme de la garganta, le dije: Tengamos la fiesta en paz, amigo lobo. Sepas que, si me coméis, mi carne tendrá sabor a plomo; al plomo que os van a meter en el cuerpo en cuanto mis congéneres descubran vuestra fechoría. Harán batidas con escopetas y fusiles de mira telescópica hasta daros caza y os dejarán la piel como un colador. En el mejor de los casos, apresarán a los lobeznos, que terminarán  en una reserva, convertidos en espectáculo para turistas y en eunucos sobrealimentados. Los adultos habréis perdido la vida y ellos, los pequeñuelos, la libertad y, lo que es peor, la dignidad de animales salvajes. Así que, amigo lobo, cada cual por su camino y este encuentro como que no ha tenido lugar.

Según le hablaba, su mirada, de feroz y calculadora – no olvidemos que yo era su presa y él quería cobrarla sin riesgos – fue adquiriendo una expresión así como reflexiva. Sus colmillos, que hasta el momento asomaban amenazantes, en gesto previo al ataque, se fueron ocultando tras los belfos. Puede notar que el animal se distendía. Avanzó hacia mí con gesto de amo de la situación, me olisqueó la media ortopédica que llevo en la pierna izquierda, y, para no perder la dignidad ante los suyos, al pasar, me golpeó con su flanco en mi pierna, de modo que me hizo perder ligeramente el equilibrio.

A un gesto suyo, se agrupó la pequeña manada: él delante, la hembra con los dos cachorros después, y el lobo joven cerrando la comitiva. La loba, me fijé entonces, tenía las mamas colganderas, como de haber criado a sus retoños, y se le marcaba el costillar bajo la piel. Los lobeznos, por lo que parecía, debían haberle exprimido las ubres sin consideración hasta dejar a la madre en los huesos. Ella volvió la cabeza hacia mí, me miró con ojos golosos y hambres atrasadas. Se le notaba que, gustosa, hubiese arriesgado la vida con tal de llevarse a las fauces unas chuletas de jubilata, aunque la carne estuviese acecinada por la edad y con sabor a plomo futuro de escopetas al acecho.

En nada se parecía a la mirada del chucho abandonado con el que me tropecé el otro día cerca de las piscinas municipales. A las ocho y media de la mañana estaba saliendo de casa para iniciar una marcha desde las Arreturas hacia la presa colmatada del Artiñuelo, por su margen derecho, cuando vi aquel perro abandonado cerca de la piscina municipal. El tercero que veo en los días que llevamos aquí. Era un dálmata, tumbado sobre el asfalto, al calor de los primeros rayos de sol, que se levantó nada más verme – tenía un aspecto bastante perjudicado, el pobrete –, y, con esa mirada de pena perruna que se les pone a los animales de compañía que han perdido al amo, se echó a un lado para que el rey de la creación pasara sin ser molestado, y me miró como si esperara un poco de compasión por mi parte.

Tengo yo una relación ambivalente con los perros. Por un lado, de fobia, consecuencia de cuando me he tropezado con alguno de sus congéneres en medio de algún camino. Animales agresivos que te enseñan los dientes, gruñen, y defienden un territorio que, si fuesen seres racionales, sabrían que es público y de libre tránsito. De otro lado, en cuanto que animales de compañía, les tengo una cierta simpatía. Siempre sin olvidar que no dejan de ser una especie invasora del espacio doméstico, pues casi no hay casa en la ciudad que no tenga alguno; se cagan por las calles y sus sucios dueños (con las excepciones que haya lugar) no recogen las heces. Si en vez de un perro, o a la vez, hubiese un par de niños en cada casa, la pirámide poblacional ensancharía por la base y los viejos seríamos una especie en extinción y no en expansión, como en estos últimos decenios.

Quienes sí me caen simpáticas, son las luciérnagas. Suelen encender sus luces fosforescentes, como minúsculos semáforos entre la hierba y por las tapias, a la caída de la noche. En el jardín de nuestra casa sobre el museo, siempre vemos alguna. Las hembras lucen sus galas luminiscentes a la espera de los machos que sobrevuelan buscando acoplamiento, y nuestro pequeño jardín se ilumina de puntitos de fosforescencia, como una verbena en miniatura. Lástima que la contaminación lumínica del alumbrado público les hace dura competencia y distrae a los machos de su función reproductora. Aunque aún está por saberse si hay algún luciérnago enamorado contra natura de una farola municipal.

¡Ah! No se me olvide decírtelo, improbable aunque imprescindible lector: el encuentro con los lobos de la otra mañana, fue cosa de la imaginación fabuladora, a la que dejé que se desbocara mientras chuzaba camino arriba y así me distrajera de los sudores y afanes camineros. La loca de la casa, la llamaba Teresa de Ávila, y no debía de faltarle razón, ya que sigue sus propios vericuetos mentales sin lógica aparente. En este caso, inventó, porque le vino en gana, la historia que te acabo de contar. Así que, de lo dicho, menos lobos, Caperucita.

Pero, si algún día, lector carísimo, te tropiezas con algún lobo en algún andurrial perdido, recuerda a Francisco de Asís y el lobo de Gobbio, según nos cuenta Rubén Darío:

…Francisco, con su dulce voz, 
alzando la mano al lobo furioso,
dijo: ¡Paz,  hermano lobo! El animal  
contempló al varón de tosco  sayal;
dejó su aire arisco, 
cerró las abiertas fauces 
agresivas, y dijo: 
Está bien, hermano Francisco.

Y si las suaves palabras franciscanas no funcionan con el lobo, tú, por si acaso, invoca al poverello d’Asís para que interceda, porque la cosa es peliaguda. Y si tampoco, date por jodido, hermano.

Por hoy no tengo más qué contarte, lector amigo. En nuestra casa, cada tarde, se instala el calor y, mientras tecleo esta carta, de las axilas, aunque bien lavadas, sale un leve tufo a sobaquina. Perdona la vulgaridad que antecede y el abuso de confianza al sincerarme contigo sobre materia tan poco apta para una confidencia, fruto, sin duda agraz, de la amistad que te profeso. 

Piensa que hubiera sido peor - lo digo en mi descargo - si hubiese hecho una descripción morosa del dicho fenómeno de sudoración al estilo de Marcel Proust, quien invirtió unas 30 páginas para describir, con minuciosidad de entomólogo, el beso en las mejillas sonrosadas que le dio a su amiguita Albertina. Lo digo porque estoy leyendo Du côté de Guermantes, lectura muy veraniega, apta para tiempos de lento discurrir de las horas caniculares.

Quedo tuyo afmo.,

lunes, 9 de julio de 2018

Cartas estivales desde el museo. (I)


Querido aunque improbable lector:

El verano, en el valle, es tiempo de vida pausada, largos paseos por los caminos del robledal y los pinares, y cavilaciones sin objeto definido, sólo para que la mente no esté ociosa. Al menos así transcurre para los septuagenarios andariegos, como este jubilata que suscribe.

Posiblemente, amigo lector (improbable o no) de las cosas de esta bitácora, a ti no te importen demasiado la vida pausada, que puede parecerte tediosa; las caminatas por el monte, tan molesto con sus moscas pegajosas, sus caminos irregulares y sus zarzas traicioneras; y menos todavía, las cavilaciones sin fundamento de un provecto improductivo. Aún y así pienso  dedicarte estas cartas. Aunque tú pienses que soy por un coñazo insoportable, yo, escribirte, pienso hacerlo. Tú podrás leerme o no, según te pete. No me ofenderé si no lo haces.

Si Alphonse Daudet escribió sus Lletres de mon Moulin y ahora es una de las glorias de las letras francesas, a ver por qué puñetas este jubilata no va a poder iniciar correspondencia escrita con sus lectores. Lo de llegar a gloria de las letras es harina de otro costal. No se trata – esa es la pura verdad – de hacerme un hueco en ningún Parnaso literario; un servidor tiene ya ganadas todas las medallas que le correspondían, y bastantes batallas perdidas. Se trata, simplemente, de encontrar una justificación para dar rienda suelta a toda esa molienda de pensamientos difusos, observaciones al paso de las botas camineras y reflexiones sin objeto que vienen a la cabeza mientras el caminante sigue las sendas un poco al azar.

Todo lo cual no dispensa de explicar el porqué de las cartas desde el museo. Es que la santa y yo vivimos en un bonito apartamento, luminoso, soleado, que está sobre el pequeño museo etnográfico de las Hermanas Miñambres. Ellas, nuestras caseras, con tesón, paciencia y mucho esfuerzo, han logrado reunir una colección de trajes, prendas y objetos de uso habitual en generaciones anteriores, y los exhiben en la pequeña sala que sirve de exposición.

Así que ya lo sabes, lector que, a lo mejor, resulta que sí lees estas letras. Si pasas por Rascafría, no sólo visites El Paular o te bañes en las Presillas, o deglutas sabrosos chuletones serranos, acércate hasta el museo (abre sábados por la tarde y domingos por la mañana) que sirve de sustento de nuestro apartamento. Sustento, quiero decir, porque sus paredes sustentan nuestra vivienda, no porque se cobre entrada que nos facilite la manduca, y dedica media hora a visitarlo. Luego, si te apetece, deja una nota en su libro de visitas. Lo del libro se dice, y perdona la vanidad, porque es donación que un servidor hizo cuando se inauguró la sala. Con más afición que habilidad lo encuaderné en el taller de encuadernación al que asisto.

Si lo haces, lo de escribir en el libro de visitas, será como cabalgar sobre ese bucle de lecturas/escrituras en el que tú escribirás porque me has leído lo que antecede, y yo bajaré a leer lo que tú hayas dejado escrito. Así, yo seré tu lector, el mismo que te ha incitado a la lectura/escritura, escribiendo para que me leas y repliques con tu texto manuscrito en el libro de visitas. No sé si me explico. Si te parece demasiado complicado, olvida este capricho, nacido del ocio veraniego de este jubilata, quien va dándole vueltas a las cosas que le cruzan por su bosque neuronal como esos corzos fugaces que, cuando menos lo piensas, se ven cruzar por entre la arboleda.

Como esta primera carta veraniega no parece tener otro objeto que justificar su existencia, me gustaría darle un poco de sustancia; así parecerá que hay alguna razón para enviártela. Pero difícilmente podré hacerlo a menos que muestres algún interés por la naturaleza, porque de ella y de sus aledaños se va a hablar en las próximas. Supongo, a pesar de tu condición de asfaltícola, que eres perfectamente capaz de distinguir entre un roble y un pino. Si es así, vamos por buen camino. Tampoco pienso ser muy exigente contigo, como tú no lo serás con mis textos. Eso espero.

Me hago cargo que, si te pregunto por un mostajo o por un serval, un acebo o un enebro, y no tienes pajolera idea, el mundo seguirá rodando tal cual. Yo tampoco sé distinguir entre el sabor de una cerveza Alambra y una Mahou, y mi ciencia en degustación de bebidas no va más allá de esa marca de aguas del grifo, tan conocida, del CYII. Tampoco te voy a exigir que quedes prendado de los guiños de un semáforo, como yo quedo fascinado ante el rumor de un arroyo. Ni punto de comparación.

Porque sabrás que hace unos días  bajé bordeando el arroyo Aguilón y oía cantar sus aguas saltarinas por entre las piedras. Pensaba: si hubiese tenido un oído sutil para la música, en lugar de esta alpargata que tengo por el órgano auditivo, hubiese compuesto, como Liszt hizo de las fuentes de la Villa d´Este, una obra que recogiese los murmullos y las sutiles vibraciones del agua de un arroyo de montaña con su canción de espuma y frescor montaña abajo.

Pero cada cual tiene sus limitaciones. Además, no conviene olvidar que tú llevas una vida muy ajetreada en la ciudad y no estás para estas sutilezas, mientras que a mí, aunque mi oído no sea fino, me sobra tiempo para observar el aleteo de un abejorro que va libando de una flor de gamón a otra de digital. ¿Que no sabes qué es un gamón, un digital, una cañaheja, un gordolobo? Ni te preocupes. Son plantas bien modestas que estos días estén en plena floración. Y, sépaslo, si te hablo de ellas es por puro postureo, por irme labrando fama de connaiseur de las cosas campestres, que a mí también me llevó su tiempo aprenderlas.

Amigo lector, no quiero robarte más tiempo. Disfruta del verano. Léeme si te apetece, y recuerda que, en mis caminatas, te tengo presente. Lo cual no sé si es bueno para ti.

Quedo tuyo afmo.,

domingo, 1 de julio de 2018

A falta de algún hervor.-



Caminaba la otra mañana, tempranito, hacia el banco para sacar algo de pasta para la supervivencia doméstica, cuando en mi propia calle, en el número 12, vi a un espécimen de apariencia humana con un espray pintarrajeando la fachada. 

No pude por menos de decirle que aquello que estaba haciendo era una guarrería. Resulta que el fulano estaba pintando, aparte lo que parecían unas cifras, unos símbolos nazis. Se lo reproché de buenas maneras, y el quidam aquel me soltó las consignas habituales en los de su especie: que esto era una democracia, que él hacía lo que le daba la gana, y que nadie le decía lo que tenía que hacer. Parece que con estos elaborados razonamientos se acababa su argumentario de manual porque, a mis reproches, no supo contestarme más que con consignas de patriotismo manido.

La verdad sea dicha, lo del pintarrajeo de la fachada se lo reprochaba yo en plan jubilata cívico, no por lo que simbolizaba – que también, una vez que me di cuenta – sino por el incivismo que suponía ensuciar la pared sin más razón que el impulso nacido de su gonadario ideológico. 

Discutimos, controlando no se le disparase la agresividad, porque uno es provecto y no está en edad de enfrentarse a las hordas de la barbarie totalitaria. Más, teniendo en cuenta, como resultó evidente, que me encontraba ante un espécimen de la escala evolutiva al que le faltaban varios hervores, y estaba, por lo tanto, poco dotado para el raciocinio. 

Le pregunté que qué iban a opinar los vecinos del inmueble cuando viesen sus pintadas y tuvieran que limpiar la fachada con el dinero de la comunidad,  a lo que el bípedo me contestó que él vivía allí. Su respuesta me convenció de que, si a un débil mental le fanatizas convenientemente, en caso de llegar a mayores, tienes en tu poder una maquina de cometer estropicios sin sentido de culpa.

La cosa acabó en un soltarme: “Vaya usted a sus cosas” y “arriba España”. Yo repliqué que sí, que iba a mis asuntos pero que aquellas pintadas seguían siendo una guarrería. Aquel espécimen humano se metió en el portal y yo me fui a sacar los euritos para hacer la compra del día.

Se lo contaba yo a mi vecino el depresivo, al cual encontré por el parque del Calero cumpliendo la saludable consigna de “Camina deprisa y piensa poco”. El hombre, que últimamente me rehuye porque soy una mala influencia, según su psicóloga de plantilla, sin aflojar el paso, me contestó: “Hay gente que caga donde tiene el puchero”, en referencia al individuo que había pintarrajeado su propia casa. 

A mi insistencia sobre la conveniencia de educar a estos radicales escasos de entendederas, él, moviendo la cabeza con desánimo, me dijo: furioso cedendum. La cosa me sonó a latines (mi vecino el depre es depre, pero un rato culto), así que le puse cara de “Mí no comprender”. ¡Al loco, puerta!, tradujo con la soltura de quien conoce al dedillo los aforismos erasmistas.

La verdad, después del tropiezo mañanero con el patriota algo falto de hervores, me alegró la firmeza con que mi vecino el depre me contestó. Se ve que estaba en vías de mejora. Vista la buena predisposición, aproveché para preguntarle si su depresión nacía de factores endógenos o exógenos, curiosidad que me corroe desde hace años. 

Creo que metí la pata, ya que se paró en seco, me miró con mirada de cordero que espera la cuchilla del matarife, y dos lagrimones comenzaron a correrle por las mejillas. Se echó mano al bolsillo, sacó un puñado de pastillas que llevó a la boca, metió la cabeza en el vaso de la fuente ornamental del parque y empezó a tragar agua. Trabajo me costó sacarle la cabeza de la fuente, que por poco se ahoga.

Este barrio de la Concepción, donde vivo, tiene gente francamente rara. Lo mismo te tropiezas con un patriota de meninges a medio hervor pintarrajeando la fachada de su propia casa, como que das con un depresivo al que no puedes preguntarle ni por su propia enfermedad sin que parezca que le estás mentando la bicha. Yo creo que las personas normales que vivimos aquí no somos tantas. Y encima, nos estamos haciendo viejos.