domingo, 30 de noviembre de 2014

La importancia de llamarse Nicolás.-

En su obra de teatro La importancia de llamarse Ernesto, Oscar Wilde hace burla de la sociedad victoriana de su tiempo, tan  encorsetada, tan estrecha dentro de sus costuras, en la que un mozo calavera decide aprovechar las convenciones sociales para medrar en sociedad utilizando a su conveniencia esas mismas normas. Llamarse Jack no es relevante, pero hacerse pasar por Ernesto le permite cortejar a una lady de alcurnia y abrirse un hueco en la buena sociedad.

Nada más lejos que pretender una comparación entre esta España actual (Patio de Monipodio o Corte de los Milagros, a elegir) y la  seria Inglaterra victoriana (Ernest en inglés, dicen, suena parecido a Eamest “serio”). Lo cual debe entenderse dicho en favor del solar patrio, ya que no necesitamos imitar los usos de la hipócrita Albión para encontrarnos con situaciones parejas. Nos basta con recurrir a nuestra particular cosecha de pícaros y milagreros y, en un juego de birlibirloque, cambiar un Ernesto por un Nicolás o una Sor Patrocinio, según tomemos la picaresca por la vía secular o la mística. En este caso, es la primera la que nos interesa, porque en la corrala celtibérica, donde se arremolinan y hacen algarabía tanto teles privadas y públicas como prensa adicta a la mano que le da de comer, nos ha aparecido milagrosamente un pequeño aprendiz de brujo que tiene alborotado el cotarro nacional: El pequeño Nicolás.

Así lo ve Tomás Serrano. 
Este jubilata se hace cargo que no es lo mismo un Ernest wildenesco que un Nicolás manchego; no es lo mismo un dandy anglosajón que un chaval de verbo fácil y en mangas de camisa. Pero eso sí, es muy nuestro. Un producto typical spanish, como los chorizos de Cantimpalo, del que no hay por qué avergonzarse. Ellos producen tipos como el doctor Livingston que abren, con sus descubrimientos, los mercados de África a la voracidad expansionista del capitalismo inglés; nosotros, más de andar por casa, nos gloriamos de una especie autóctona universalmente conocida: el pícaro, el hambrón que medra en una sociedad donde la pasta se la llevan unos pocos y todos los demás pagamos a escote.

Nadie niega que el chaval no tenga su mérito. A medio camino entre el pícaro cervantino y el esperpento valleinclanesco, es lo más interesante que nos está ocurriendo en la vida pública de estos últimos tiempos. En esta Corte de los Milagros con parada y fonda en Génova 13, donde Mariano I (ni sí ni no, sino todo lo contrario) rige con mano firme el allá te las compongas, el pequeño Nicolás se nos ha aparecido como la Monja de las Llagas en la corte de Isabel II para amilagrarnos con su verbosidad, sus contactos – reales o supuestos – sus selfies junto a los caretos más conspicuos de la patria. Dispuesto a desfacer entuertos (como el de Cataluña), a remendarle el virgo de su buen nombre a una princesa en apuros por culpa de un juez rigorista, y otras fazañas de andante caballería a cambio de un sustancioso estipendio, es el personaje de moda, el modelo a imitar para todos los jóvenes que van por el mercado laboral hambreando un curro mal pagado.

Con toda sinceridad lo confieso, si fuese joven y no jubilata, querría ser un Petit Nicolás con jeta y palabrería, manipulador y narcisista, antes que un número en la cola del paro, un aspirante a emigrar previa patada en el culo propinada por la madre patria. Por eso, el picaruelo Nicolás tiene toda mi admiración, porque hay que tener los compañones bene pendentes para ponerse al mundo por montera y ser pícaro ingenioso entre pícaros correosos, encantador de serpientes entre tanta víbora hocicuda que puebla la casta; en fin, hay que ser Rinconete entre hampones con tarjeta black  y Sor Patrocinio de las Llagas en la corte milagrera de Trinca la Pasta. Un figura.

Quizás el improbable lector me eche en cara estos símiles literarios empleados, pero piense que la literatura es maestra de la vida. Otros ya nos contaron en términos de ficción lo que vivieron en su época, y quizás solo por eso su época merezca ser recordada. Seguro que la nuestra, que toma los interesados oráculos del dios mercado por verdades inamovibles, no merecerá ser recordada sino porque hubo en ella algún Ginés de Pasamonte que le robó el rucio a algún Sancho mientras éste dormía amachambrado con sus talegas de dinero. Y, además, lo hacía por la cara, a la vista de todos, como un juego de manos de nada por aquí-nada por allá y ¡Hale hop! comisioncita que me levanto.  

Dicen que la Monja de las Llagas, sor Patrocinio, en tiempos de la Reina Cachonda, fue responsable de la caída del gobierno Narváez. A lo mejor, aquí y ahora, el Pequeño Nicolás, con sus fantasías y manipulaciones, le da una patada al palo del sombrajo y se viene abajo el chiringuito, dejando con las vergüenzas al aire a más de un personaje. Está por verse.

Por si acaso, no está de más recordar lo que decía Valle-Inclán:
“Tiene sobre Isabel mucho dominio
La milagrosa monja Patrocinio.
Quien el motivo averiguar anhele,
Cambie la P de Patrocinio a L.”

miércoles, 26 de noviembre de 2014

Música y silencio.-


La santa y un servidor ya estábamos echando de menos la asistencia a los conciertos del Auditorio Nacional algunos domingos por la mañana, cuando el tarifazo que nos ha impuesto el ministro de la cosa de la cultura nos lo permite. A la inauguración de la temporada no pudimos acudir porque estábamos de viaje, pero, por fin, este domingo pasado hemos hecho nuestra particular rentrée de la temporada  de conciertos de la OCNE.

No sé si alguna vez se ha dicho en esta bitácora, pero se dice ahora: este jubilata es bastante tradicional en cuestión de música clásica. No tanto porque (aparte su particular tríada capitolina: Bach, Brahms, Beethoven) piense que esta triple divinidad representa la quintaesencia de la armonía del universo, cuanto por la falta de una formación musical sólida. Un servidor, sabedor de esas carencias, no está dispuesto a levantarse en armas por la Suite nº 5 para chelo del Divino Bach, frente al Après un rêve de Monsieur Fauré, ni a odiar a Luis de Pablo por su incomprensible Sueños (creo recordar), que un día, para desesperación, tropezó en las orejas de quien esto escribe, allá en el Teatro Real hace unos decenios.

Consciente de tantas lagunas como un servidor tiene en su educación musical, hace ya mucho tiempo que decidí dejar de cogérmela con papel de fumar – no se me malinterprete: la afición melómana – y abrir la mente a las nuevas expresiones musicales que nacieron en el siglo XX, como la dodecafonía, el cromatismo o la hipertonalidad. Por cierto, ese concepto de hipertonalidad no había llegado a mis entendederas hasta este último concierto en el Auditorio, Treno a las víctimas de Hiroshima, del polaco Penderecki: 52 instrumentos de cuerda transmitiéndonos el horror, la angustia y el lamento de los habitantes de aquella ciudad, masacrados en aras de la eficacia bélica.

Esta obra Treno (Lamento), por lo leído después en casa, originalmente se tituló 8´37”. Lo cual, por complicarle la vida a este melómano en zapatillas, me ha hecho recordar esa otra titulada 4´33”, con su triple Tacet, de John Cage. Interpretar una obra triplemente silenciosa en una sala de concierto sin que el respetable se lo tome a mal, tiene su riesgo. A menos que aquél esté advertido de que la mudez del piano le pone en la obligación de ser el intérprete coral del silencio musical. Silencio lleno de sonidos que nacen del rebullir inquieto del espectador en las sillas, de las toses a medio sofocar, del leve crepitar de las hojas del programa en busca de una explicación coherente al silencio del intérprete… 

Los sonidos involuntarios de la masa de asistentes sustituyen a la creatividad del compositor porque, nos viene a decir mister Cage, el silencio puro no existe. Él ya hizo la prueba en la cámara anecoica de la Universidad de Harvard y descubrió, en medio del silencio atronador, los graves y los agudos de su propia circulación sanguínea y su sistema nervioso. 

Lo cual, puestos a divagar un poco más, desmontó a posteriori una experiencia estética que este jubilata vivió en su visita al desierto de Wadi Rum, en Jordania, junto a la formación rocosa que llaman Los Siete Pilares de la Sabiduría. El beduino que guiaba dijo que si éramos capaces de permanecer callados unos minutos, oiríamos el silencio en estado puro. Un servidor lo oyó; oyó que no había ningún sonido y experimentó, al cerrar los ojos, que estaba en el instante 0´-01” antes del nacimiento del Universo.

Bien es verdad que en aquellos años (exactamente, era la semana santa de 1996) un servidor no había oído hablar de la cámara anecoica de Harvard ni del experimento de John Cage. De entonces acá ha llovido bastante y ha habido tiempo de escuchar obras de Arnoldo Schoenberg y enterarse de qué es eso de la atonalidad y descubrir que ya no es capaz de avanzar un par de notas antes de terminar la frase, como en las composiciones clásicas, porque no existe un núcleo tónico en torno al que organizar la composición.

En fin, que uno ya no puede escuchar con oídos  inocentes la Ofrenda musical del Padre Eterno J. S. Bach sin oír los engranajes de la cámara anecoica de su propio cerebro, donde rebullen conceptos de difícil comprensión como los dichos de “atonalidad”, “hipertonalidad”, “cromatismo”. Uno ya no puede oír, con la sensación de placidez que da la ignorancia, el Capricho para piano, coro y orquesta del Sordo Divino, sin que por entre sus conexiones neuronales le corra  esa advertencia del dicho Arnoldo: “la incapacidad del acorde tonal para imponerse sobre los demás”.

Un servidor tampoco pide tanto, sólo escuchar un poco de música “clásica-clásica”. Menos mal que a Treno siguió el Concierto para piano y orquesta nº 2, de Liszt.  Las manos de la pianista Katia Buniatishvili corrían sobre el teclado con la precisión de quien domina el mundo sonoro y desvela todos los secretos que el melenudo Franz ocultó entre el marfil de las teclas. Además, Katia se nos apareció escultural con un vestido ceñido y escotado, de lamé rojo, que era una gloria verla. La verdad, no solo hizo vibrar al respetable con su interpretación, es que, encima,  la tía estaba como un queso.

domingo, 16 de noviembre de 2014

Nosotros / Los Otros.-


El problema de estos tiempos confusos que vivimos es que uno nunca está seguro de si conceptos como “democracia”, “derecho a decidir”, “reivindicación” valen lo mismo o no en función de quienes los esgriman como argumentos. Este jubilata lleva tiempo nadando en esa perplejidad y apenas consigue mantenerse a flote entre los escollos y aristas que les han salido a estos grandes conceptos, antes puertos de seguro refugio y hoy garrotes con que abrir la crisma al vecino si difiere en su interpretación.

Si democracia es el gobierno del “demos”, del pueblo, uno entiende, ante todo, que se trata de una cuestión de solidaridad: entre todos nos damos las leyes que rigen la sociedad, y los recursos sociales son comunes en función de necesidades y capacidades, con independencia de la extracción social de cada cual o de su lugar de residencia o procedencia.

Un servidor, que es un tanto jacobino – vaya por delante tan vergonzosa confesión – siempre ha creído en la necesidad del Estado en cuanto garante del principio de solidaridad interclasista. Pero, desde que el muro de Berlín se fue al garete y el neoliberalismo se quedó sin competidor que le hiciera sombra, el Estado-nación, dicen los ideólogos del sistema, se ha convertido en una maquinaria pesada y devoradora de recursos que entorpece el libre ejercicio del mercado y el capital.

Todos sabemos cómo se empezó a vaciar de contenidos al estado. Entre nosotros, la U.E. asumió competencias que antes eran regalías de sus estados miembros; y lo hizo, en contra de nuestras esperanzas, para preocuparse más de la libre circulación de bienes y servicios que de los derechos, supuestamente ya consolidados, de sus ciudadanos. Derechos que va esquilmando a fin de que la libre empresa no tenga cortapisas. Ahora estamos en un proceso a largo plazo por el cual la Europa de los Estados-nación está dando paso a una Europa de las Regiones, a una fragmentación basada en razones identitarias. Lo que llaman naciones sin estado, pero con identidad propia. Cada ciudadano en su tribu.

Ventajas para la ideología neoliberal: que así se rompe la solidaridad entre los pueblos de un Estado-nación y se priva a éste de parte de sus recursos fiscales. Eso significa, por una parte, – ya digo que son elucubraciones de un jubilata descorazonado – que el Estado ya no puede atender a las necesidades comunes (educación y sanidad gratuitas, transportes públicos, etc.) y por otra, que cada Región se desinteresa de la suerte de otros pueblos con los que convivía y consume, por lo tanto, menos recursos fiscales para mantener la solidaridad. Lo que significa menos gravámenes a las empresas; lo que significa más desregulación, más capitales para la inversión, menos trabas para la especulación financiera.

Pero este es asunto que, para ser aceptado por el ciudadano común, necesita apoyarse en algo tan visceral como la cuestión identitaria, la comunidad de destino, la noción de territorio, tradición y lengua. Todo ello debidamente agitado en las cocteleras nacional-regionalistas, se convierte en el bálsamo de Fierabrás que curará de todas las supuestas ofensas ocasionadas por quienes, hasta el telediario de ayer, eran conciudadanos y hoy son "los otros" frente a "nosotros"; son sospechosos de mala fe, opresores, aprovechados que se han llevado por la cara las riquezas fruto de nuestros esfuerzos. Y si no, échese un vistazo al mapa de Europa: los padanos frente a los indolentes sureños de Italia; los flamencos industriosos frente a los walones ineptos, en Bélgica; los ucranianos rusófonos contra crimeanos, o viceversa; catalanes irredentos frente a murcianos, manchegos, andaluces…, eso que llamamos, de momento, España. Y, sobre todos ellos, el ojo vigilante de J. P. Morgan.

A modo de ilustración
Claro que, por encima de todo, quién lo duda, está el “derecho a decidir”, la libre expresión democrática de un pueblo frente al estado devorador de recurso y opresor; nosotros nos ocupamos de lo nuestro. Lo que a nadie le explican, porque no conviene, es que el sacrosanto derecho a decidir su propio destino es una cáscara vacía. Los políticos que se elijan a un lado u otro del Ebro, los que se elijan en Escocia o Inglaterra, serán distinta casta sacerdotal, pero aquí y allá profesan en la misma creencia neoliberal y obedecen al mismo dios Mercado.   

En 9 de noviembre de 1989 cayó el muro de Berlín; en 9 de noviembre de 2014 se empieza a levantar otro muro en el Ebro. Otros muros identitarios irán surgiendo en Europa; si no, al tiempo. Este jubilata ya no sabe si se abre o se cierra un paréntesis histórico, pero aborrece de las fronteras.

lunes, 10 de noviembre de 2014

Caminata asfalteña.-

Este sábado pasado tenía pensado hacer una marcha con el club de montaña por el Alto Tajo, pero la excursión no cuajó. Un tanto frustrado por quedarme sin disfrutar de aquellos parajes naturales, decido sustituirla por una paseata por los asfaltos madrileños, auxiliado por la cámara fotográfica y un pequeño bloc de notas para tratar de ver con ojos curiosos de paisajista la monótona sucesión de calles, edificios y grandes vías con las que me cruzaré al paso de mis zapatillas deportivas. Como el recorrido lo conozco, no llevo mapas ni brújula, aunque sí – deformación de caminante avezado – tomo nota de las calles por las que camino y los horarios, así como observo construcciones en ladrillo, cemento o similares, sin olvidar una referencia a la fauna asfaltícola que puede observarse a lo largo del recorrido.

La cosa es como sigue: 09:50 a.m. Salida de casa y subida por Virgen del Val. El viejo mercado de San Pascual lo están remodelando y pasará a ser explotado por una cadena de distribución alimentaria muy conocida en el barrio. Al final de la calle, el bar Los Peques con su pizarra a la entrada, donde cada mañana se escribe un texto curioso. El de hoy:-  “Cariño, después de tantos años, ¿todavía te gusto? – No, todavía no”. 10:06 a.m. Juan Pérez Zúñiga con su parquecillo y la fuente que llamamos “de Manzanillo”; una especie de pecera de cristal horrorosa, iniciativa del antiguo alcalde Álvarez del Manzano. 10:15 a.m. Esquina con Arturo Soria. Sigue en pie, como patrimonio protegido, el antiguo chalet  ALMA (en el frontispicio). Uno de los escasos vestigios de la Ciudad Lineal diseñada por aquel célebre arquitecto. Desmantelado su pequeño parque, el edificio es un esqueleto triste y sin alma donde seguro que los huesos de don Arturo no encontrarían reposo. 

La calle Arturo Soria es, hoy día, una vía saturada de tráfico, en la que las antiguas casas individuales han sido sustituidas por bloques de lujo y chalés adosados. Apenas quedan restos de los viejos pinares, aunque conserva bulevares arbolados todo a lo largo de su recorrido. En el cruce con Hernández Tejada, un muchacho negro vende bolsas de pañuelos en el semáforo a los conductores. Es el primer espécimen de este tipo que veré a lo largo del recorrido. El resto de la fauna bípeda local son paseantes madrugadores, con abundancia de jubilados y monjas. Sorprende la cantidad de instituciones religiosas que hay en esa calle, en un alarde de interpretación interesada que, del mandato sobre la pobreza evangélica, predicaba su fundador hace veintiún siglos. Se ve que la fuerza del mensaje se ha diluido un tanto con el paso del tiempo.

10:50 a.m. Cuesta del Sagrado Corazón. Cruce sobre la M 30. Desde el puente, una panorámica del primer gran proyecto de ingeniería viaria que tuvo Madrid. Kilómetros de asfalto de sur a norte, como una enorme arteria por la que circula el torrente de vehículos que, cada mañana, forma trombos y atascos.Hoy no, que es fiesta.

La Cuesta emboca en Caídos de la División Azul, donde las casas elegantes viven discretamente tras sus ventanas. El caminante está de paso y allí solo es un extraño, indiferente a las heroicidades a que alude la calle y a la burguesía que allí habita. 11:15 a.m. Pza. Duque de Pastrana, que cruzo de cuatro zancadas para entrar en la calle Dolores Sánchez Carrascosa. A la espalda de la plaza, un curioso edificio con bóvedas bulbosas al que nunca me he acercado.

En seguida, Mateo Inurria, que me lleva hasta la plaza de Castilla, 11:19 a.m. Allí, el gran depósito del Canal YII, el pirulí dorado e inútil de Calatrava en medio de la plaza, y las dos torres inclinadas que llaman Puerta de Europa. 

La Castellana, 11:22 a.m., con pocos viandantes y menos tráfico. En la esquina con Alberto Alcocer, un pobre renquea sobre su muleta mientras pide en el semáforo. Los conductores cierran la ventanilla. El negocio de la mendicidad no es precisamente el de las pasadas Torres Kio, donde los Albertos dieron el pelotazo. 11:37 a.m. Estadio Bernabeu, varios desangelados Homer y Bart Simpson  de goma espuma y otros industriosos de la supervivencia intentan sacar unas perras a los devotos que visitan la catedral del futbol. Estos modestos emprendedores autónomos tienen poco que hacer frente a la máquina financiera de Florentino Pérez y sobreviven de las migajas.

11:56 a.m. Joaquín Costa. Como quien dice, acabo de doblar el cabo y mi camino toma la orientación de mi barrio. Pero antes hay que pasar por la plaza República Argentina, con la fuente y sus delfines saltarines. Cuando aquel asunto Matesa del franquismo, se dijo que era igual que esta fuente: todos los peces gordos estaban fuera. Igualito que ahora. Parece como si no hubiera pasado el tiempo. 

En la esquina de Serrano, una mujeruca con abrigo talar y pañuelo a la cabeza se empeña en el oficio de reunir algunas monedas en el semáforo, mientras los conductores ponen cara de estar en otros asuntos. En el 48 de Joaquín Costa, un monasterio cisterciense de RR. MM. Bernardas. El lugar más sorprendente y a despropósito, por lo céntrico y ruidoso, para un monasterio de clausura.
A las 12:11 a.m. en Avenida de América. De aquí, de cabeza al metro.

Temperatura durante el circuito: en torno a los 9 grados. Cielo despejado y viento suave y fresco. Paisaje ciudadano: sucesión interminable de asfalto, edificios dispares estética y funcionalmente. Fauna: bípedos aislados o en grupos dispersos, algunos sobreviviendo en condiciones adversas. Paisaje sonoro: ruido de vehículos de tracción mecánica y fragmentos de conversación al paso; ocasionalmente, un zureo de paloma. Paisaje olfativo: ligeramente acre; a veces, bocanadas de aire fresco. Impresión general: sábado por la mañana y nada que hacer. 

lunes, 3 de noviembre de 2014

La literatura o la vida.-

Imagínese el improbable lector  qué cara pondría si le dijese que este sábado pasado me he acercado al Museo Arqueológico, a las salas de Prehistoria, con la peregrina intención de ver la industria lítica del Paleolítico Medio. Raro, ¿no? Más que raro, ganas de llamar la atención; o aún peor, una desconexión total con el mundo exterior, una manifiesta incapacidad de adaptación al medio. 

Pero los que ejercemos en clases pasivas disponemos de todas las horas del reloj para ir tapando los huecos que va produciendo la vida a su paso. Una vez cumplidas las funciones elementales de la supervivencia, como son la comida y el sueño, el resto son casilleros vacíos que deben rellenarse de gestos en apariencia inútiles  - inútiles porque de ellos no se deriva ninguna consecuencia práctica, como el ganar dinero o trabajar para que otros lo ganen –, sin mayor objeto que la justificación de nuestro estar en el mundo.

Puesto que los jubilatas ya no somos Homo oeconomicus ni  Homo faver, sino una subespecie de Homo sapiens, variedad otiosus, aunque solo sea por justificar lo de “sapiens”, nos damos una vuelta de vez en cuando por museos y exposiciones de la capital del reino. Y sí, es verdad que este sábado pasado estuve deambulando por entre las vitrinas dedicadas a la Prehistoria. Y todo porque este verano, en el mercadillo de los miércoles en Rascafría, le compré al marroquí que suele montar su tenderete de pulseras, pendientes y otros aderezos low cost, un par de puntas líticas prehistóricas.

Se trata de dos puntas labradas sobre lascas obtenidas mediante la técnica que los arqueólogos llaman Levallois: un núcleo de piedra del que se obtienen lascas arrancadas mediante percutores rudimentarios al golpear sobre él con el ángulo de incidencia apropiado. A euro me costó cada pieza; el marroquí me dijo que se las traían de la zona del Atlas, y me mostró una caja llena de raederas, raspadores y otros utensilios prehistóricos por el estilo. 

Yo me acordé del individuo neandertal que las fabricó y del escaso margen comercial  – no se olvide, a euro la pieza - que debió quedarle al pobre a pesar de su habilidad en la talla. Ciertamente, la obsolescencia programada no entraba entre sus planes, ya que de entonces acá han pasado más de cuarenta  mil años (tirando por lo bajo) y las dos puntas siguen tan ternes. Eso sí, la funcionalidad la han perdido desde el Calcolítico o, por lo menos, desde la Edad del Bronce.

Ahora bien, estas piezas, si hay suerte y nadie desbarata el yacimiento, terminan en un museo; y si no la hay, en un mercadillo y en manos de un jubilata ocioso que hace de ello una buena excusa para pasar una mañana en el Museo Arqueológico y recordar viejas nociones de cuando era universitario y le mareaban con la periodización del Paleolítico y tenía que aprenderse las láminas de industria lítica desde los bifaces hasta las hachas pulimentadas. Y total para qué, ni al neandertal de mis puntas de flecha le aprovechó gran cosa su habilidad, ni a este jubilata, en la vida práctica, le fue de utilidad distinguir entre una herramienta lítica musteriense y otra magdaleniense o solutrense.

Quizás el improbable lector se pregunte qué necesidad había de titular esta entrada “La literatura o la vida”, cuando se ha dado la tabarra con las piedras prehistóricas. Como todo lector se merece una explicación, confesaré que el título de marras se me ocurrió a raíz de una conversación que tuve con un amigo. 

Éste aseguraba que él jamás lee literatura de los años 50 (que es cuando él nació) en adelante. Afirmaba que la literatura producida a partir de esas fechas nunca será tan rica en vivencias como las que ha vivido a lo largo de su vida; que aquélla es un falseamiento de una realidad que él conoce por experiencia, estudio y observación, infinitamente más interesante en cuanto que la realidad social, conocida a través de las ciencias sociales, da una visión más acabada y cierta del mundo que conocemos. No hubo posibilidad de entendimiento, menos cuando los que vemos en la literatura un escape a la mediocridad ambiente, debemos reconocer nuestra incapacidad para aceptar una realidad que se nos hace cada vez más compleja e inabarcable.

Feliz aquel neandertal que tallaba sus herramientas líticas a la boca de la cueva, ignorando que, unos pocos miles de años después, el Neolítico iba a sentar las bases de la sociedad compleja que ahora conocemos. Más le hubiera valido no evolucionar y seguir cazando mamuts. Nosotros ahora andaríamos con un taparrabos, pero dichosos en nuestra dulce inocencia roussoniana.