miércoles, 26 de noviembre de 2014

Música y silencio.-


La santa y un servidor ya estábamos echando de menos la asistencia a los conciertos del Auditorio Nacional algunos domingos por la mañana, cuando el tarifazo que nos ha impuesto el ministro de la cosa de la cultura nos lo permite. A la inauguración de la temporada no pudimos acudir porque estábamos de viaje, pero, por fin, este domingo pasado hemos hecho nuestra particular rentrée de la temporada  de conciertos de la OCNE.

No sé si alguna vez se ha dicho en esta bitácora, pero se dice ahora: este jubilata es bastante tradicional en cuestión de música clásica. No tanto porque (aparte su particular tríada capitolina: Bach, Brahms, Beethoven) piense que esta triple divinidad representa la quintaesencia de la armonía del universo, cuanto por la falta de una formación musical sólida. Un servidor, sabedor de esas carencias, no está dispuesto a levantarse en armas por la Suite nº 5 para chelo del Divino Bach, frente al Après un rêve de Monsieur Fauré, ni a odiar a Luis de Pablo por su incomprensible Sueños (creo recordar), que un día, para desesperación, tropezó en las orejas de quien esto escribe, allá en el Teatro Real hace unos decenios.

Consciente de tantas lagunas como un servidor tiene en su educación musical, hace ya mucho tiempo que decidí dejar de cogérmela con papel de fumar – no se me malinterprete: la afición melómana – y abrir la mente a las nuevas expresiones musicales que nacieron en el siglo XX, como la dodecafonía, el cromatismo o la hipertonalidad. Por cierto, ese concepto de hipertonalidad no había llegado a mis entendederas hasta este último concierto en el Auditorio, Treno a las víctimas de Hiroshima, del polaco Penderecki: 52 instrumentos de cuerda transmitiéndonos el horror, la angustia y el lamento de los habitantes de aquella ciudad, masacrados en aras de la eficacia bélica.

Esta obra Treno (Lamento), por lo leído después en casa, originalmente se tituló 8´37”. Lo cual, por complicarle la vida a este melómano en zapatillas, me ha hecho recordar esa otra titulada 4´33”, con su triple Tacet, de John Cage. Interpretar una obra triplemente silenciosa en una sala de concierto sin que el respetable se lo tome a mal, tiene su riesgo. A menos que aquél esté advertido de que la mudez del piano le pone en la obligación de ser el intérprete coral del silencio musical. Silencio lleno de sonidos que nacen del rebullir inquieto del espectador en las sillas, de las toses a medio sofocar, del leve crepitar de las hojas del programa en busca de una explicación coherente al silencio del intérprete… 

Los sonidos involuntarios de la masa de asistentes sustituyen a la creatividad del compositor porque, nos viene a decir mister Cage, el silencio puro no existe. Él ya hizo la prueba en la cámara anecoica de la Universidad de Harvard y descubrió, en medio del silencio atronador, los graves y los agudos de su propia circulación sanguínea y su sistema nervioso. 

Lo cual, puestos a divagar un poco más, desmontó a posteriori una experiencia estética que este jubilata vivió en su visita al desierto de Wadi Rum, en Jordania, junto a la formación rocosa que llaman Los Siete Pilares de la Sabiduría. El beduino que guiaba dijo que si éramos capaces de permanecer callados unos minutos, oiríamos el silencio en estado puro. Un servidor lo oyó; oyó que no había ningún sonido y experimentó, al cerrar los ojos, que estaba en el instante 0´-01” antes del nacimiento del Universo.

Bien es verdad que en aquellos años (exactamente, era la semana santa de 1996) un servidor no había oído hablar de la cámara anecoica de Harvard ni del experimento de John Cage. De entonces acá ha llovido bastante y ha habido tiempo de escuchar obras de Arnoldo Schoenberg y enterarse de qué es eso de la atonalidad y descubrir que ya no es capaz de avanzar un par de notas antes de terminar la frase, como en las composiciones clásicas, porque no existe un núcleo tónico en torno al que organizar la composición.

En fin, que uno ya no puede escuchar con oídos  inocentes la Ofrenda musical del Padre Eterno J. S. Bach sin oír los engranajes de la cámara anecoica de su propio cerebro, donde rebullen conceptos de difícil comprensión como los dichos de “atonalidad”, “hipertonalidad”, “cromatismo”. Uno ya no puede oír, con la sensación de placidez que da la ignorancia, el Capricho para piano, coro y orquesta del Sordo Divino, sin que por entre sus conexiones neuronales le corra  esa advertencia del dicho Arnoldo: “la incapacidad del acorde tonal para imponerse sobre los demás”.

Un servidor tampoco pide tanto, sólo escuchar un poco de música “clásica-clásica”. Menos mal que a Treno siguió el Concierto para piano y orquesta nº 2, de Liszt.  Las manos de la pianista Katia Buniatishvili corrían sobre el teclado con la precisión de quien domina el mundo sonoro y desvela todos los secretos que el melenudo Franz ocultó entre el marfil de las teclas. Además, Katia se nos apareció escultural con un vestido ceñido y escotado, de lamé rojo, que era una gloria verla. La verdad, no solo hizo vibrar al respetable con su interpretación, es que, encima,  la tía estaba como un queso.

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