Imagínese el improbable lector qué cara pondría si le dijese que este sábado
pasado me he acercado al Museo Arqueológico, a las salas de Prehistoria, con
la peregrina intención de ver la industria lítica del Paleolítico Medio. Raro,
¿no? Más que raro, ganas de llamar la atención; o aún peor, una desconexión total
con el mundo exterior, una manifiesta incapacidad de adaptación al medio.
Pero
los que ejercemos en clases pasivas disponemos de todas las horas del reloj
para ir tapando los huecos que va produciendo la vida a su paso. Una vez cumplidas
las funciones elementales de la supervivencia, como son la comida y el sueño, el
resto son casilleros vacíos que deben rellenarse de gestos en apariencia inútiles - inútiles porque de ellos no
se deriva ninguna consecuencia práctica, como el ganar dinero o trabajar para
que otros lo ganen –, sin mayor objeto que la justificación de nuestro estar en el mundo.
Puesto que los jubilatas ya no
somos Homo oeconomicus ni Homo
faver, sino una subespecie de Homo
sapiens, variedad otiosus, aunque solo sea por justificar
lo de “sapiens”, nos damos una vuelta de vez en cuando por museos y
exposiciones de la capital del reino. Y sí, es verdad que este sábado pasado
estuve deambulando por entre las vitrinas dedicadas a la Prehistoria. Y todo
porque este verano, en el mercadillo de los miércoles en Rascafría, le compré
al marroquí que suele montar su tenderete de pulseras, pendientes y otros
aderezos low cost, un par de puntas
líticas prehistóricas.
Se trata de dos puntas labradas
sobre lascas obtenidas mediante la técnica que los arqueólogos llaman Levallois:
un núcleo de piedra del que se obtienen lascas arrancadas mediante percutores
rudimentarios al golpear sobre él con el ángulo de incidencia apropiado. A euro
me costó cada pieza; el marroquí me dijo que se las traían de la zona del
Atlas, y me mostró una caja llena de raederas, raspadores y otros utensilios
prehistóricos por el estilo.
Yo me acordé del individuo neandertal que las
fabricó y del escaso margen comercial –
no se olvide, a euro la pieza - que debió quedarle al pobre a pesar de su
habilidad en la talla. Ciertamente, la obsolescencia programada no entraba
entre sus planes, ya que de entonces acá han pasado más de cuarenta mil años (tirando por lo bajo) y las dos
puntas siguen tan ternes. Eso sí, la funcionalidad la han perdido desde el
Calcolítico o, por lo menos, desde la Edad del Bronce.
Ahora bien, estas piezas, si hay
suerte y nadie desbarata el yacimiento, terminan en un museo; y si no la hay,
en un mercadillo y en manos de un jubilata ocioso que hace de ello una buena
excusa para pasar una mañana en el Museo Arqueológico y recordar viejas
nociones de cuando era universitario y le mareaban con la periodización del
Paleolítico y tenía que aprenderse las láminas de industria lítica desde los
bifaces hasta las hachas pulimentadas. Y total para qué, ni al neandertal de
mis puntas de flecha le aprovechó gran cosa su habilidad, ni a este jubilata,
en la vida práctica, le fue de utilidad distinguir entre una herramienta lítica
musteriense y otra magdaleniense o solutrense.
Quizás el improbable lector se
pregunte qué necesidad había de titular esta entrada “La literatura o la vida”,
cuando se ha dado la tabarra con las piedras prehistóricas. Como todo lector se
merece una explicación, confesaré que el título de marras se me ocurrió a raíz de
una conversación que tuve con un amigo.
Éste aseguraba que él jamás lee
literatura de los años 50 (que es cuando él nació) en adelante. Afirmaba que la literatura producida a
partir de esas fechas nunca será tan rica en vivencias como las que ha vivido a
lo largo de su vida; que aquélla es un falseamiento de una realidad que él
conoce por experiencia, estudio y observación, infinitamente más interesante en cuanto
que la realidad social, conocida a través de las ciencias sociales, da una
visión más acabada y cierta del mundo que conocemos. No hubo posibilidad de
entendimiento, menos cuando los que vemos en la literatura un escape a la
mediocridad ambiente, debemos reconocer nuestra incapacidad para aceptar una
realidad que se nos hace cada vez más compleja e inabarcable.
Feliz aquel neandertal que tallaba
sus herramientas líticas a la boca de la cueva, ignorando que, unos pocos miles
de años después, el Neolítico iba a sentar las bases de la sociedad compleja
que ahora conocemos. Más le hubiera valido no evolucionar y seguir cazando mamuts. Nosotros
ahora andaríamos con un taparrabos, pero dichosos en nuestra dulce inocencia roussoniana.
Calla, calla, JJ, que con este frío que viene, andar en taparrabos debe de ser horrible. Además de que ,para lo que hay que tapar...Lo de tu amigo de la literatura de después de los 50's no se entiende, excepto que crea que su vida comprende el mundo todo entero. Exageradito, digo.
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