jueves, 25 de abril de 2013

Libro y libre.-



“Cuenta Cide Hamete Benengeli en la segunda parte de esta historia y tercera salida de Don Quijote…” que siendo Sancho Panza gobernador de la ínsula Barataria salió de vigilancia con la ronda nocturna, y un par de alguaciles atraparon y le trajeron a un mozo un tanto deslenguado y poco respetuoso con la autoridad del flamante gobernador. Éste le amenazó con cargarle de cadenas y hacerle dormir en la cárcel. El otro porfiaba con que en la cárcel no había de dormir, por mucho gobernador que él fuera.

Entre tantos dimes y dirétes, al final, el mozo se explicó: “Presuponga vuestra merced que me manda llevar a la cárcel y que en ella me echan grilletes y cadenas, y que me meten en un calabozo… Con todo esto, si yo no quiero dormir y estarme despierto toda la noche sin pegar pestaña, ¿será vuestra merced bastante con todo su poder para hacerme dormir, si yo no quiero?”

Perdonará el improbable lector este adobo y revoltijo del texto cervantino y el de mi propia cosecha, pero se me ha ocurrido por aquello de que estos días celebramos la fiesta del libro y de alguna forma hay que homenajearlo.

Cuando este jubilata ha releído últimamente esta aventura sanchesca le ha dado por trasladar el asunto a la actualidad, porque, mutatis mutandis,  parecemos encontrarnos en situación similar. Que las musas del Parnaso me perdonen el agravio al comparar a la actual autoridad competente con Sancho Panza. Más sensatez había en éste que demuestra tener aquélla.

Conocidos los recortes sistemáticos en la educación pública en estos últimos años; sabida la política deliberada de des-culturización y des-conocimiento a la que están sometiendo a las capas sociales con mayores problemas de acceso a la educación, la impresión que se saca es la de que pretenden cargar a los ciudadanos de este país con las cadenas de la ignorancia y hacerles dormir en el calabozo de la incultura por largos años. Solo que no parece el personal muy dispuesto a pegar la pestaña y dormirse en esa prisión de la ignorancia provocada a sabiendas, por muchos grilletes y cadenas de recortes educativos que le echen encima. El  libro es una buena llave para abrir las celdas de esa prisión.

Porque el libro siempre ha sido un vehículo de conocimiento que está al alcance de cualquiera, y el conocimiento es una forma de libertad para la que no hay que hacer grandes revoluciones. Basta tener el empeño en no dormirse en el trullo al que la política antisocial nos está condenando. Basta tener los ojos abiertos, la mente despierta y un libro en la mano. Porque el libro es mucho más que un negocio de editoriales o de autores afamados, es una herramienta que apenas necesita instrucciones de uso y es de fácil adquisición. 

El libro, piensa este jubilata, hace libre a quien lo lee. Y aunque la política carcelaria – en lo cultural, aparte otras – de quienes mandan en nombre del amo neoliberal, convierta este país  en un yermo de ignorancia, bastará el empeño en mantenerse despierto para que no haya cadenas bastantes en este chiringuito - que han dado en llamar “la Marca España” - para adormecernos con el rún-rún de su neolenguaje que todo lo supedita a la macroeconomía.

Recordará el improbable lector la novela de Ray Bradbury Fahrenheit 451 y aquella sociedad donde quien tenía un libro era un elemento peligroso. Ahora, que los métodos represivos pasan por el control de mentes y voluntades a través de la omnipresente ideología dominante, les resulta más útil desactivar culturalmente a las masas que quemarles la casa donde guardan los libros. Ahora, un tal ministro Wert – sonriente y tertuliano  profesional – hace esa labor sin estridencias. Dice ser ministro de la cosa de la educación y la cultura, pero si bien se mira, está más cerca de ser aquel pícaro bachiller Trapaza. Un político llevando con dignidad el cargo de la educación nacional  es otra cosa. Cargo, por otra parte, para el que no parece valer ni tener mayores merecimientos.

Nosotros tampoco nos lo merecemos. Ni a él ni a quienes  mandan a los pájaros gaviotos que nos analfabeticen en su propio provecho. Somos ciudadanos, no burros de ramal.

Como dice la sentencia latina: Tolle, lege.

jueves, 18 de abril de 2013

El viaje de Turquía (II)

Cuando éramos críos en aquellos tiempos de “por el Imperio hacia Dios”, bastante brutos y sin más horizonte que el pueblo donde vivíamos, cuando alguien nos amenazaba sin pasar a los hechos, solíamos gritarle a coro” “El que amaga y no da, tiene la mano cagá”.

Pues, aunque sea solo por eso, por no aguantar la rechifla del improbable lector quien, en la entrada anterior, fue amenazado con hablarle nuevamente del viaje a Turquía y ve que la cosa queda en humo de pajas, este jubilata quiere tirar de su cuaderno de notas y recordar un par de cosas.

No sé si el improbable lector sabe que las tierras de Capadocia son un conglomerado de cenizas y barros volcánicos, formando un enorme páramo desértico de color grisáceo con una altitud media de 1200 m sobre el nivel del mar. Da un paisaje de altiplano, bastante desolado y desarbolado y con un clima extremo. Sus materiales, fáciles de labrar por efectos de la erosión, dejan agrupaciones de cerros testigos formando las características “chimeneas de las Hadas”. Quien haya estado allí y ha visto sus ciudades subterráneas, sus iglesias y sus casas rupestres, sabe de qué hablo.  Dicho sea para entrar en materia.

Lo que un servidor trata de explicar es la sorpresa que se llevó cuando se asomó al valle de Ihlara. Desde la llanura miraba al fondo del valle (son paredes de 150 metros de profundidad a plomo y 500 escalones para llegar abajo) y veía al fondo los meandros que forma el río Melendiz, las paredes rocosas verticales y, junto al cauce, el bosque de ribera. La similitud con las hoces del río Duratón son tan evidentes que el viajero cree estar en la estepa castellana.  Pero no, está en mitad de la península de Anatolia.

Pero no acaba aquí la similitud. El valle de Ihlara sirvió como refugio, durante las invasión otomana, a comunidades cristianas. Como testimonio quedan varias iglesias rupestres excavadas en la roca, cuyas bóvedas y paredes se cubren con pinturas bizantinas realizadas al fresco o directamente sobre la roca.

Según parece, esta roca es fácil de trabajar y endurece al contacto con el aire, lo que permitió labrar estos recintos religiosos, reproduciendo la estructura de los templos de superficie. Esto es, con planta en cruz, bóvedas, arcos, columnas, hornacinas… todo ello adornado profusamente con pinturas (entre los Ss. IX y XII). Un servidor recuerda especialmente la iglesia que, en turco, se llama “Bajo los árboles”. Sus pinturas tienen unos tonos amarillos y azules con una luminosidad especial. El programa iconográfico, como en la generalidad de estas iglesias orientales, se basa en escenas de los evangelios y de la Biblia: La dormición de la Virgen, la natividad… De la iglesia llamada “De la serpiente” me viene a la memoria una virgen theotocos (madre de dios) con apóstoles a ambos lados y en el nartex, los padres de la Iglesia.

También el valle labrado por el Duratón sirvió de refugio para comunidades religiosas durante la invasión sarracena. No hay que olvidar la ermita de San Frutos o el monasterio de Ntra. Sra. de los Ángeles de la Hoz. Y si camina por el fondo del valle, encontrará varias cuervas que sirvieron de eremitorios y una pequeña iglesia rupestre llamada de los Siete Altares.

El viajero, siempre dispuesto a dejarse sorprender, no puede por menos de hacerlo en esta ocasión. Encuentra paralelismos no sólo geográficos, sino humanos: antiguos habitantes sorprendidos por la invasión de pueblos extraños, que buscan refugio en lugares recónditos para mantener sus tradicionales formas de vida y creencias.

También le gustaría al viajero recordar que fue una noche a un antiguo karavansar a ver una danza ritual de derviches giróvagos. La orden de los derviches se caracteriza por la búsqueda de la espiritualidad, usando la danza a modo de viaje místico hacia la perfección. Los derviches, con su ropaje talar blanco que vuela a cada giro y su gorro cónico sobre la cabeza, inician su danza con los brazos cruzados sobre el pecho. Lentamente, los van bajando hasta la cintura para subirlos de nuevo a lo alto hasta extenderlos como dos alas. El cuerpo, casi ingrávido, gira sobre sí mismo, mientras el danzante se desplaza en círculos, la mano derecha abierta al cielo, la cabeza ligeramente inclinada sobre el hombro derecho y la mano izquierda hacia el suelo, simbolizando los dones que toma del cielo y esparce sobre la tierra.

Es una sensación de gran equilibrio y armonía la que envuelve al observador, muy a pesar de que enfrente tiene a una turista que bosteza sin mayores miramientos. A través de aquella bocaza abierta en bostezos se podía percibir la vulgaridad del turista que convierte un acto, tan delicado como la danza de los monjes, en puro gesto de consumo que ni comprende, ni respeta. 

En fin, el viajero recorrió lo suyo y tuvo ocasión de rendir visita a antiguos templos dedicados a otras divinidades que aquí vivieron durante siglos. Así, en Aphrodisias, visitó el templo de la hermosa Afrodita y tuvo un recuerdo para las alegrías de los placeres amoroso; también se acercó con reverencia a visitar el antiguo templo de Asclepios, en Pérgamo, donde los devotos acudían a curar sus enfermedades, tal como lo hacen hoy a Lourdes o Fátima.

Este jubilata y viajero no molestó a los viejos y nuevos dioses con súplicas de favores que no espera alcanzar, se limitó a disfrutar de tanta vida como estas tierras conservan desde hace milenios. 

miércoles, 10 de abril de 2013

El viaje de Turquía.-

No querría este jubilata dar la sensación de que tiene abandonada su bitácora, tras dos semanas sin asomar por ella. Pero es que ha estado de viaje por tierras turquescas y ha regresado a casa con un resfriado que lo ha puesto fuera de circulación por unos días. Ya perdonará el lector este aparente abandono. Han sido causas de fuerza mayor.

Recorrer media Turquía en diez días es labor ardua y que le deja a uno con las entendederas saturadas y con el cuerpo quebrantado, de forma que no ha podido atender a ese puñado de lectores que suelen darse un garbeo por este blog, que también es su casa.

Para ver si el país que encuentro al regreso es el mismo que dejé a la salida, he ido corriendo a ver las noticias de eso que la neoderecha carpetovetónica  llama “la marca España” y que antes llamaba “Patria”; que ahora quiere vender como rufián que rifa puta joven sin desvirgar (aunque esté bien trotada) y que antes defendía con la sangre de quienes ahora mantiene en el paro. O sea, a ver si este país disparatado sigue con lo suyo. Y sí, no me lo han cambiado.

Para convencerme de ello, me ha bastado una noticia leída al azar: los maderos le dicen a una monja que se quite el velo a ver si coincide su cara con la de la foto del DNI. El ayatolá-arzobispo de Madrid se entera y le pega un telefonazo al ministro del Interior para darle una colleja. El ministro se achanta. Pura sabrosura hispánica. Las cosas siguen como estaban antes de salir. Uno, así reconfortado, recupera sus rutinas, y con ellas, su bitácora.

No sé si el improbable lector conoce El viaje de Turquía, un libro que podríamos clasificar dentro del apartado de literatura de viajes. Solo que se escribió en el S. XVI y su autoría no está muy clara. Para unos (la edición que tengo, de la colección Austral) su autor es Cristobal de Villalón. Para un profesor que tuve en la Complu, y según el hispanista Marcel Bataillon, su autor es el médico de Carlos  V, Andrés Laguna.

Describe este libro las aventuras de Pedro de Urde Malas, quien cayó preso de los turcos mientras navegaba en una galera de Andrea Doria y dio con sus huesos cautivos en Constantinopla. Allí, como era un buen urdidor de patrañas, se hizo pasar por galeno e incluso llegó a ser el médico de su amo Zinán Bajá y de la hermana del sultán. Con todo ello, nos va relatando cómo eran los turcos de entonces, cuáles sus costumbres y cómo su sociedad.

Es libro que este jubilata recomienda vivamente aunque advierte, de paso, que el castellano empleado es el propio de aquel siglo, lo que dificulta un poco su comprensión, pero no lo bastante como para quitar el gusto por su lectura. Y ya que Urde Malas huyó de Constantinopla porque su amo no quería darle su carta de libertad, este jubilata y su santa se toman la libertad de ir a aquellas tierras a ver cómo les va a nuestros vecinos del otro extremo del Mediterráneo.

Pero no se vaya a creer el improbable lector que es la primera vez que recorremos aquellas tierras; ésta es ya la cuarta. Es cierto que la anterior fue hace unos veinte años y que las dos primeras – si no recuerdo mal – fueron en 1977 y 79. De aquellas lejanas fechas recuerdo dos cosas aún con viveza: el paseo por la ciudad helenística de Éfeso, a orillas del Egeo, y las tanquetas del ejército por la calle, en Estambul. Hacía un par de telediarios que los militares habían dado un golpe de estado y aquello tenía un aspecto raro, con los sorches, armados de fusiles, haciendo plantón en la calle y los turistas a lo suyo. Eran días de penuria, pues ni siquiera los turistas teníamos qué comer, aparte el arroz con pollo que ponían en los restaurantes. Un día comimos huevos y fue una fiesta gastronómica.

Lo que va de aquella Turquía a la que acabamos de conocer es como comparar la España de los años 50 con la de los 90, solo que ellos están en periodo de crecimiento y nosotros andamos arrastrados como pantuflas desbarbadas. Dicho sin componendas: ellos están empezando a surfear en la cresta de la ola y nosotros andamos como puta por rastrojo.

Creo que merece la pena dedicar una nueva entrada a hablar de este viaje último. En cuanto me libre de otras obligaciones que tengo, me pondré a ello. 

El improbable lector queda debidamente amenazado.