jueves, 18 de abril de 2013

El viaje de Turquía (II)

Cuando éramos críos en aquellos tiempos de “por el Imperio hacia Dios”, bastante brutos y sin más horizonte que el pueblo donde vivíamos, cuando alguien nos amenazaba sin pasar a los hechos, solíamos gritarle a coro” “El que amaga y no da, tiene la mano cagá”.

Pues, aunque sea solo por eso, por no aguantar la rechifla del improbable lector quien, en la entrada anterior, fue amenazado con hablarle nuevamente del viaje a Turquía y ve que la cosa queda en humo de pajas, este jubilata quiere tirar de su cuaderno de notas y recordar un par de cosas.

No sé si el improbable lector sabe que las tierras de Capadocia son un conglomerado de cenizas y barros volcánicos, formando un enorme páramo desértico de color grisáceo con una altitud media de 1200 m sobre el nivel del mar. Da un paisaje de altiplano, bastante desolado y desarbolado y con un clima extremo. Sus materiales, fáciles de labrar por efectos de la erosión, dejan agrupaciones de cerros testigos formando las características “chimeneas de las Hadas”. Quien haya estado allí y ha visto sus ciudades subterráneas, sus iglesias y sus casas rupestres, sabe de qué hablo.  Dicho sea para entrar en materia.

Lo que un servidor trata de explicar es la sorpresa que se llevó cuando se asomó al valle de Ihlara. Desde la llanura miraba al fondo del valle (son paredes de 150 metros de profundidad a plomo y 500 escalones para llegar abajo) y veía al fondo los meandros que forma el río Melendiz, las paredes rocosas verticales y, junto al cauce, el bosque de ribera. La similitud con las hoces del río Duratón son tan evidentes que el viajero cree estar en la estepa castellana.  Pero no, está en mitad de la península de Anatolia.

Pero no acaba aquí la similitud. El valle de Ihlara sirvió como refugio, durante las invasión otomana, a comunidades cristianas. Como testimonio quedan varias iglesias rupestres excavadas en la roca, cuyas bóvedas y paredes se cubren con pinturas bizantinas realizadas al fresco o directamente sobre la roca.

Según parece, esta roca es fácil de trabajar y endurece al contacto con el aire, lo que permitió labrar estos recintos religiosos, reproduciendo la estructura de los templos de superficie. Esto es, con planta en cruz, bóvedas, arcos, columnas, hornacinas… todo ello adornado profusamente con pinturas (entre los Ss. IX y XII). Un servidor recuerda especialmente la iglesia que, en turco, se llama “Bajo los árboles”. Sus pinturas tienen unos tonos amarillos y azules con una luminosidad especial. El programa iconográfico, como en la generalidad de estas iglesias orientales, se basa en escenas de los evangelios y de la Biblia: La dormición de la Virgen, la natividad… De la iglesia llamada “De la serpiente” me viene a la memoria una virgen theotocos (madre de dios) con apóstoles a ambos lados y en el nartex, los padres de la Iglesia.

También el valle labrado por el Duratón sirvió de refugio para comunidades religiosas durante la invasión sarracena. No hay que olvidar la ermita de San Frutos o el monasterio de Ntra. Sra. de los Ángeles de la Hoz. Y si camina por el fondo del valle, encontrará varias cuervas que sirvieron de eremitorios y una pequeña iglesia rupestre llamada de los Siete Altares.

El viajero, siempre dispuesto a dejarse sorprender, no puede por menos de hacerlo en esta ocasión. Encuentra paralelismos no sólo geográficos, sino humanos: antiguos habitantes sorprendidos por la invasión de pueblos extraños, que buscan refugio en lugares recónditos para mantener sus tradicionales formas de vida y creencias.

También le gustaría al viajero recordar que fue una noche a un antiguo karavansar a ver una danza ritual de derviches giróvagos. La orden de los derviches se caracteriza por la búsqueda de la espiritualidad, usando la danza a modo de viaje místico hacia la perfección. Los derviches, con su ropaje talar blanco que vuela a cada giro y su gorro cónico sobre la cabeza, inician su danza con los brazos cruzados sobre el pecho. Lentamente, los van bajando hasta la cintura para subirlos de nuevo a lo alto hasta extenderlos como dos alas. El cuerpo, casi ingrávido, gira sobre sí mismo, mientras el danzante se desplaza en círculos, la mano derecha abierta al cielo, la cabeza ligeramente inclinada sobre el hombro derecho y la mano izquierda hacia el suelo, simbolizando los dones que toma del cielo y esparce sobre la tierra.

Es una sensación de gran equilibrio y armonía la que envuelve al observador, muy a pesar de que enfrente tiene a una turista que bosteza sin mayores miramientos. A través de aquella bocaza abierta en bostezos se podía percibir la vulgaridad del turista que convierte un acto, tan delicado como la danza de los monjes, en puro gesto de consumo que ni comprende, ni respeta. 

En fin, el viajero recorrió lo suyo y tuvo ocasión de rendir visita a antiguos templos dedicados a otras divinidades que aquí vivieron durante siglos. Así, en Aphrodisias, visitó el templo de la hermosa Afrodita y tuvo un recuerdo para las alegrías de los placeres amoroso; también se acercó con reverencia a visitar el antiguo templo de Asclepios, en Pérgamo, donde los devotos acudían a curar sus enfermedades, tal como lo hacen hoy a Lourdes o Fátima.

Este jubilata y viajero no molestó a los viejos y nuevos dioses con súplicas de favores que no espera alcanzar, se limitó a disfrutar de tanta vida como estas tierras conservan desde hace milenios. 

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