domingo, 8 de diciembre de 2013

Leer y escuchar.-

Habitualmente, los que somos lectores corrientes, cuando nos enfrentamos a una novela, lo hacemos de forma unidimensional. Me explico, el libro nos cuenta una historia, o un entramado de ellas, que nosotros encaramos desde nuestro punto de vista limitado de lectores. De la lectura del texto sacamos conclusiones que tienen que ver con nuestra propia forma de entenderlo, al margen las razones por las que fue escrito o de la intención que el autor tenía cuando se puso a elaborarlo.

Este jubilata, que es lector un tanto compulsivo y anárquico, ha tenido que encontrarse frente a un autor para darse cuenta de que leer, lee, pero su nivel de comprensión (o, mejor, de reelaboración de lo leído) no se corresponde apenas con lo que autor pretendía. Como lector, uno espera que la historia entretenga, esté bien trabada y sea original. De ahí, casi, no pasa. A lo más, busca que el lenguaje tenga riqueza léxica y conceptual, explique con claridad las ideas que se quieren transmitir y, encima, que no sea tedioso. Un lector de novelas, en general, tiene suficiente con eso; y, si bien se mira, no es poco.

Encontrarse frente a un autor te descubre, antes que nada, que no se trata de un señor al que se le ha ocurrido escribir una historia porque sí, porque un día le llovió la inspiración del cielo, como un maná literario, conocía el oficio y se pudo a ello, a ver qué le salía. Resulta que un autor de novelas es alguien que se piensa su historia, busca los correlatos con la realidad para darle verosimilitud, y elabora unos personajes que tengan sustancia interior. Imagina una situación, reúne los materiales necesarios y teje su cesto poniendo cada elemento en su sitio: las relaciones espaciotemporales, la sicología de los personajes, sus actos, las relaciones de éstos entre sí y con el medio en que se desenvuelve el relato, y envolviendo todo ello, lo que llamamos inspiración. Como un servidor no se sabe cómo definirla, se atreve a decir que inspiración es esa forma de organizar un mundo mental imaginario, de manera que los materiales literarios con los que se trabaja den una percepción de la realidad fingida como si fuese la realidad vivida, y encima, seduzca.

A estas elucubraciones se entregaba este jubilata el otro día, de vuelta a casa, tras asistir a una tertulia literaria en los cursos Senior que organiza la UNED. Había estado leyendo Ha dejado de llover, de Andrés Barba, porque el autor iba a hablarnos de ella, de cómo la escribió, por qué, qué pretendía originalmente y qué resultó de la idea original. Y lo primero que conviene confesar es la propia ignorancia: hace unas pocas semanas, ni sabía que existía tal novelista. Lo que a este jubilata le lleva a darse cuenta de lo enorme que es el campo de su ignorancia, en esta materia y en todas las que uno pueda imaginar. Pero ese es asunto que, aunque no se diga, se presupone.
Una historia en cuatro relatos que tienen como marco la ciudad de Madrid. Según nos dijo Barba, la idea le surgió con Dublineses, de James Joyce ¿Por qué no escribir varias historias tomando como referencia los barrios madrileños? Cada uno de sus personajes según su ambiente sociocultural, tendría distintos comportamientos éticos frente a situaciones de relación familiar que suelen darse en todas las clases sociales: la paternidad no bien asumida, el cuidado de un familiar enfermo y absorbente, la percepción que tiene una adolescente de la infidelidad paterna, la inseguridad frente a un ser próximo y egoísta. Lo que iba a ser la historia de diez barrios madrileños se quedó en cuatro historias que, con más o menos proximidad, las vivimos casi a diario, en nosotros mismos o en quienes nos rodean. Son relatos tan verosímiles que el lector puede verse retratado en alguna de las situaciones que allí se describen.

Bastante más información sobre la génesis de su novela nos dio el autor, pero esto es una bitácora de pasar de largo y no es cuestión de entretener demasiado al improbable lector. Solo añadiré algo sobre el tamaño del desconocimiento que un servidor tiene de la literatura, en particular: Con esta edad provecta a la que uno está llegando, nunca en la vida me había atrevido a hincarle el diente a Proust, menos después de haber leído la opinión que le merecía a Baroja. 

Por vergüenza torera, este pasado verano me decidí a leer alguna de las obras de En busca del tiempo perdido, y leí, como quien toma su cucharada diaria de aceite de ricino, Por el camino de Swann- Un amor de Swann y A la sombra de las muchachas en flor, a razón de una dosis de un par de horas diarias. La morosidad sicológica y el tempo lentissimo de sus descripciones me dejaron para el arrastre. En venganza, escribí un cuento al que puse el poco original título de La magdalena de Proust y di el nombre de Odette de Crézy a una profesora con sarpullidos de erotismo literario. 

Fue la venganza del enano que escupe sobre la huella del gigante que ha pasado sin dignarse mirarle. Pero a un servidor le alivió mucho.

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