sábado, 2 de noviembre de 2013

Lampedusa.-

A veces, este jubilata se cansa de buscarle tres pies surrealistas al gato encerrado de los políticos en plantilla y opta por cosas de más enjundia. Viene al caso porque en estos días un servidor se ha cruzado con dos lecturas de distinta procedencia, pero coincidentes en el mismo asunto: el artículo "Alimañas", en el blog El Periscopio, de Rosa Artal, y "Lampedusa", en Le Monde diplomatique de noviembre. Ambos tienen en común el trato que damos, desde esta vieja y egoísta Europa, a los miles de desplazados que huyen de las guerras y las hambres de sus países. 

El improbable lector perdonará - o agradecerá - que esta vez copie el artículo de Serge Halami, aparecido en el número 716 de Le Monde diplomatique. La traducción es de un servidor, así que este jubilata espera le disculpen si no es todo lo correcta que debiera serlo: 


"Hace treinta años, huir de los sistemas políticos opresivos de su país valía a los candidatos al exilio las alabanzas de los países ricos y de la prensa. Se pensaba entonces que los refugiados habían “elegido la libertad”, es decir: Occidente.  Así, un museo honra en Berlín la memoria de los ciento treinta y seis fugitivos que perecieron entre 1961 y 1989 intentando saltar el muro que partía la ciudad en dos.

Los centenares de miles de sirios, somalíes, eritreos que, en este momento, “eligen la libertad” no son recibidos con el mismo fervor. En Lampedusa, el 12 de octubre pasado, fue requisada una grúa para cargar sobre un navío de guerra los despojos de más de trescientos de ellos. El muro de Berlín de estos barcos de refugiados ha sido el mar, Sicilia, su cementerio. Se les ha concedido la nacionalidad italiana a título póstumo.
Su muerte parece haber inspirado las responsabilidades políticas europeas. El 15 de octubre pasado,  el señor Brice Hortefeux, antiguo ministro del interior francés, por ejemplo, estimó que los náufragos de Lampedusa obligaban a responder “a una primera urgencia: hacer de forma que las políticas sociales de nuestros países sean menos atractivas”.  Y echó las culpas a la prodigalidad que atrae, según él, a los refugiados hacia las costas del viejo continente: “La ayuda médica del Estado permite a personas que vienen a nuestro territorio sin respetar nuestras reglas (ser curados gratuitamente), mientras que a los franceses puede costarles hasta 50 euros de franquicia”.  

Solo le faltaba concluir: “La perspectiva de beneficiarse de una política social atractiva produce el efecto llamada. Ya no tenemos los medios para hacerlo” No se sabe si el señor Hortefeux imagina también que, atraídos por las ayudas sociales pakistaníes, un millón seiscientos mil afganos están refugiados en aquel país. O que, para aprovecharse de la largueza de un reino en el que la riqueza por habitante es siete veces inferior a la de Francia, más de medio millón de refugiados sirios han obtenido ya asilo en Jordania.

Occidente se servía hace treinta años de su prosperidad, de sus libertades, como de un ariete ideológico contra los sistemas que combatía. Algunos de sus dirigentes utilizan, actualmente, el desamparo de los emigrantes para precipitar el desmantelamiento de todos los sistemas de protección social. Poco les importa a tales manipuladores del sufrimiento que la aplastante mayoría de refugiados del planeta sean, casi siempre, acogidos por países apenas menos miserables que ellos.

Cuando la Unión Europea no obliga a estos Estados, ya próximos al punto de saturación, a “hacer que cese el negocio indigno de las embarcaciones de fortuna”, les empuja a convertirse en su baluarte, a protegerla de los indeseables, atrapándolos o deteniénlos en campos de refugiados. Lo más sórdido es que todo esto durará un tiempo. Pues, un día, el viejo continente llamará de nuevo a jóvenes inmigrantes para frenar su caída demográfica. Entonces, los discursos se invertirán, los muros caerán, los mares se abrirán…"

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