domingo, 6 de julio de 2025

Placeres veraniegos.-

 


Confío en que el improbable lector de esta bitácora no haga lo que este jubilata hace con cierta frecuencia: volver sobre lo que un día escribió, a ver cuánto ingenio había en lo escrito antaño. Y, lo que es peor, congratularse de su habilidad como plumífero internauta. Son vanidades que, para quien va para ochentón, están fuera de lugar y evidencian una necedad autocomplaciente más propia de individuo con aforamiento y cargo público.

Lo digo porque en la entrada anterior de esta bitácora, por pura autocomplacencia, dejé una serie de textículos (o breves textos – lo aclaro por los equívocos sicalípticos a los que pudiera dar lugar –) donde hacía exhibición de cierto ingenio para escribir micro relatos. Exhibición que, ya se habrá dado cuenta el improbable lector que los haya leído, no era más que una artimaña para ocultar la falta de facundia imaginativa y salir del paso dando una larga cambiada. Esto es, que no lograba encontrar asunto sobre el que escribir y quise dar gato por liebre al paciente lector colándole textos (textículos, puesto que son micro relatos) de antaño en la bitácora de ogaño.

Dicho lo anterior para descargar mi conciencia de plumífero de medios pelos, ahora sí me gustaría hablarle al lector improbable, paciente y sufrido, pero más majo que las pesetas (locución en desuso), de los pequeños placeres veraniegos desde Rascafría, donde nos refugiamos de los calores madrileños.

Este jubilata, siendo niño escolar de internado, oyó en cierta ocasión contar a un profesor lo siguiente: Que Salvador Dalí, amigo de experiencias oníricas, como buen surrealista aparte de estrafalario personaje, tenía por costumbre dormir la siesta sentado a una mesa de mármol. Sujetaba entre los dedos índice y pulgar de su mano derecha una cucharilla de café y, cuando el sueño le vencía y perdía la consciencia, la cucharilla caía sobre la superficie de mármol y producía un ¡Cling! cantarín que lo despertaba. Era una fracción de tiempo entre el sueño y la vela que le proporcionaba un sutil placer al sentirse en ese mundo indefinido entre la ensoñación y la realidad, entre la inconsciencia y el brusco despertar, sin saber por qué mundos vagaba su mente.

Un servidor no llega a tanta sutileza sensorial, pero también a veces y contra su voluntad, dormita con un libro en las manos, lo que le produce una sensación placentera porque parece que su mente oscila entre Orfeo y Atenea. Es ese momento imperceptible en que se caen los párpados, y las letras del texto empiezan a emborronarse y parecen corretear sobre la página del libro como hormiguitas atareadas. 

Los ojos se añublan y se cargan de un sueño que se ha colado de rondón entre la pupila y el texto, y sientes cómo el libro se te desliza de entre las manos. Éstas van descendiendo hasta apoyarse sobre tus piernas y un último girón de consciencia hace que aferres el libro para que éste no resbale y caiga al suelo. Si lo consigues. Esto es, que el libro no se deslice de entre las manos y caiga al suelo con estrépito y te sobresalte el ruido, caes en un sopor próximo al trance místico.

Esto es, de forma imperceptible has pasado del mundo real en el que te percibías leyendo, del mundo paralelo que fluía de la lectura y captaba toda tu atención hasta el punto de casi olvidar la realidad de saberte lector leyendo, a un mundo sin constancia física de tu cuerpo, adormecido sobre el sillón de lectura. Estos momentos, que a veces se dan, son lo más próximo que un mortal, instalado en la sociedad de ocio y consumo, alcanza del trance en que caían los místicos.

Y cuando uno despierta y se da cuenta de que no es más que un lector somnoliento, lamenta, y hasta se avergüenza un poquito, de esa falta de atención de la lectura y lo achaca, no a la falta de interés de lo leído, sino a las debilidades propias de la edad provecta. O sea, al puñetero hecho de ser un viejo lector incapaz de prestar una atención continuada a su lectura. Claro que, en el fondo, al salir de ese estado de semi inconsciencia, uno recuerda con agrado esos minutos de ensueño y hasta le viene a las mientes - vaya usted a saber por qué – aquello de San Juan de la Cruz cuando nos dice:

Entréme donde no supe

y quedéme no sabiendo,

toda ciencia transcendiendo.

Yo no supe dónde entraba,

pero cuando allí me vi,

grandes cosas entendí…

En fin… Los pequeños placeres del verano y sus lecturas…

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