lunes, 6 de abril de 2009

Pasión.-

Hacía al menos cinco años que no escuchaba “en vivo” la Pasión según San Mateo, de Juan Sebastián Bach. Este domingo pasado he tenido esa fortuna en el Auditorio Nacional. El director de orquesta Paul Goodwin nos ha ofrecido su versión de este monumento de la religiosidad luterana, ejerciendo -para los que nos conformamos con ser practicantes de ninguna religión en especial, pero sí aspiramos a disfrutar de su belleza y emoción- de celebrante de un rito estético que nos ha embargado de religiosidad musical.
Recuerdo mi primera audición de la Pasión. Fue en el Teatro Real, allá por el año 1976 (según Teresa, que es la memoria viva de esta casa). Fue imposible encontrar localidades y conseguimos entrar gracias a que nos coló uno de los porteros del Real. Estuvimos en el extremo de un pasillo adosado a lo más alto del muro y próximo al cielorraso. Digamos que era el gallinero sobre el gallinero, donde había un banco corrido, apto sólo para estudiantes con más afición que posibilidades y melómanos populares y desmonetizados. Sillas no había, así que asistimos a toda la representación de rodillas, asomando la cabeza por entre las barras a las que iban sujetos los focos que alumbraban el escenario. No recuerdo quién fue el director en aquella ocasión, posiblemente Frühbeck, o quizás Celibidache, a los que luego vi dirigir muchas veces a lo largo de muchos años.
Allí, arrodillados y transidos de devoción a Nuestro Señor Johann Sebastián Bach, asistimos con fe estética y emoción de melómanos principiantes, al desarrollo de la Pasión según San Mateo. En aquellas casi tres horas, genuflexo y con la cabeza asomada por el hueco de los focos, viví mi mayor experiencia religioso-musical, donde me fue revelada la gran verdad de la música como camino de perfección –ya que no como vía de religiosidad– y mis rodillas mortificadas casi no sintieron la dureza de las baldosas del suelo.
Fui como un aprendiz, un doctrino de místico-esteta, levitando suavemente al compás de la melodía del oboe de amore, mientras que el continuo de las cuerdas trenzaba su tema musical transitando todo a lo largo de la obra. Yo, en lo algo del gallinero y entre el calor de los focos, como en un séptimo cielo, me dejaba mecer por el vaivén del arco que se deslizaba sobre las cuerdas dobles de la viola de gamba. Los textos cantados eran como la revelación de un misterio dicho en lenguaje musical, tanto más fascinantes cuanto que eran expresados en una lengua ignorada por mí. Ya se sabe que las divinas palabras, que corresponden al mundo de lo revelado, han de ser expresadas en un lenguaje críptico para que el pueblo fervoroso, cuyo destino es creer pero que no comprender, sienta el temor reverencial con que uno ha de aproximarse al mundo de las cosas divinas. La divinidad debe manifestarse con bellas palabras oscuras; éste es el principio de toda religión, sea ésta estética o teísta.
Para acabar diré que fue aquella mi primera experiencia estética y mística, donde se despertó mi fe en Nuestro Señor Don Johann Sebastian Bach. A partir de entonces, siempre he creído en él como profeta de una de las supremas religiones al alcance de los simples mortales: la Música.

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