viernes, 26 de agosto de 2011

Esas pequeñas manías.-




No digo nada nuevo si digo que los jubilatas estamos instalados en nuestras pequeñas manías. Las manías, a lo que se ve, son posicionamientos mentales que se toman ante cualquier hecho o situación y que, por repetidos a lo largo de los años sin variar el criterio establecido, terminan por enquistarse. O sea, una manía es un quiste mental.

Quistes mentales son algo que nos sobra a los que estamos transitando desde la tercera juventud hacia la edad provecta. Uno de esos quistes mentales, comunmente llamados manías -éste va a título de ejemplo- es el empeño en ser jóvenes indefinidamente, pese a que el paso del tiempo, y el espejo burlón, nos ponen ante los ojos las flaccideces (de entrepierna y otras flojeras de pellejo, y de intelecto, que es peor) que se van instalando en nuestras personas.

Pero no quería hablar de esa absurda manía de ser jóvenes eternamente. Detrás hay toda una serie de intereses de la sociedad de consumo, lo que diluye, en cierta forma, nuestra responsabilidad. Un servidor quería hablar de una manía que tiene muy arraigada y que se manifiesta a cada paso que da por esta ciudad a medio camino entre la desidia municipal y el incivismo de sus habitantes: la manía de la limpieza.

Y va la cosa por un pequeño detalle. Puntualmente, a las ocho de la mañana, mi santa y yo hacemos nuestra particular ruta del colesterol. Desde hace casi dos semanas, al pasar por uno de esos postes que, en algunas calles, marcan la parada de Metro más próxima, hemos observado que algún espécimen bípedo, de la variedad "cafre contumaz", debió darle una coz -quizás, con zapatillas de marca- al poste de marras y rompió el envoltorio de plástico donde se ven esquemáticamente las distintas estaciones y el número de la Línea que las recorre.

Los cristalitos allí siguen, al pie, al cabo de tantos días.

Lo que nos llama la atención no es el incivismo que campa por sus respetos; eso es consustancial a esta ciudad y uno, aunque no se resigna, se aguanta. Lo que nos sorprende es que ningún empleado municipal, del servicio de limpiezas, haya pasado por allí y lo barra.

Se ve que la administración municipal es tan compleja que funciona en compartimentos estanco. Un barredero, por precepto, debe barrer las basuras de la calle pero, a lo que se ve, los cristales del poste de señales es competencia del Consorcio de Transporte, con lo que día tras día vemos el desperfecto, la cachiza de cristales en el suelo y la desidia edílica.

Y no será por falta de medios, oiga. En estos días pasados han retirado ciento veintisiete mil kilogramos de basuras, producidas por el gregario y ferviente entusiasmo de las dóciles multitudes vaticanistas, y a los ediles les ha parecido bien. Tenemos un poste de señales roto por un vándalo en la calle Virgen del Val, y no hay un triste escobón con el que recoger los cachitos.

Claro que, en el Barrio de la Concepción, no acogemos a ilustres y venerables huéspedes, pero no por culpa nuestra, sino de pura escasez de medios. Un barrio de clases medias (y encima, lleno de jubilatas de parca pensión) no es como para mostrárselo al Papa de Roma ni a San Pedro bendito que del cielo baje. Estamos en la periferia de los altos intereses de quienes nos gobiernan.

Pero, al menos, y teniendo en cuenta que aquí la jubilatería es muy de derechas y vota siempre PP, los munícipes PePe que nos gobiernan deberían tener el detalle de compensarles siquiera con un carrito de la basura y una escoba que se pasen por aquí y limpien los desperfectos en un ratito. Yo creo que razón no nos falta, ya que no pretendemos ser visitados por Papas u otros Próceres Excelsos, ni siquiera por el concejal del distrito, sino que nos conformamos con una pasadita de escoba.

No es tanta exigencia...

En fin, maníaco de la policía de las calles, uno se reconoce como tal. Entiéndaseme, lo de "policía" es en sentido clásico de "limpieza y aseo". Término que, cuando un servidor era un sorche que hacía la mili por imperativo patriótico, se empleaba en el ejército para designar una tarea de mantenimiento: Policía y servicios. O sea, escoba, fregona y disciplina.

domingo, 21 de agosto de 2011

Paseando Pamplona.-

Me pregunta Tomás, de coña, si "voy a hacerme eco" -frase muy utilizada por un periodista de su ciudad, me dice- de mi estancia en Pamplona. Pues creo que sí, que "voy a hacerme eco" un rato en esta bitácora. Sobre todo porque Pamplona es, con mucho, la ciudad que más me gusta. Si dijera que es la ciudad más bonita del norte de España, seguro que habría quien protestase, pero méritos no le faltan para ser considerada una de las ciudades mejores para vivir en ella.


Uno, que es un tanto simplista en sus apreciaciones, no puede evitar compararla con Madrid, ciudad donde uno sobrevive. Y lo primero que le salta a la vista es la limpieza y policía de sus calles. Aquí, en la capital, hay una papelera cada 20 metros y bastante mierda entre una y otra. Allí hay pocas papeleras, pero el suelo suele estar limpio y las praderas de césped y parques, cuidados. Conclusión: no es una cuestión de medios, sino de civismo. Y de aglomeración de gentes. No en vano Pamplona tiene unos 200.000 habitantes, lo que hace de ella una ciudad confortable, mientras que la capital del reino es un poblado de aluvión y desarraigados.

Tiene Pamplona ese aire de ciudad burguesa, apacible y un tanto provinciana, donde la gente camina sin prisas, se encuentra por la calle con los conocidos y se detiene a charlar sin miradas al reloj. Allí, la gente pamplonesa de toda la vida, lee el Diario de Navarra y lo primero que mira, al abrir el periódico, son las esquelas funerarias. Miembros de mi familia siguen manteniendo el ritual de leer los obituarios como si fueran las noticias más jugosas del día.

Las visitas a los enfermos hospitalizados ("perder la noche", llaman a acompañarlos en su vela nocturna), al tanatorio y la asistencia a los funerales religiosos, son una forma de relación social muy arraigada. Para un servidor, contaminado por la indiferencia de la gran ciudad, ir al tanatorio a dar el pésame a los deudos del finado es un trámite molesto. Para los castizos pamploneses, una ocasión de afianzar lazos de amistad o familiares; una forma de intercambiar noticias sobre la familia y allegados; un ponerse al día de la historia personal de gente conocida, pero que hacía tiempo no se tenía contacto con ella.

En fin, los lazos sociales se afianzan ante la caja del muerto, tanto en el impersonal tanatorio como en el ritual religioso. No es para dicho los corrillos animados en la puerta de la iglesia o en la sala aséptica, con el difunto embaulado entre encajes y coronas.

Cuando he tenido ocasión -digamos que obligación familiar- de asistir a estos rituales fúnebres, he acabado conociendo primos y familia de ramas alejadas del tronco común, de los que ni sospechaba su existencia. La tribu, así, ata lazos y un servidor se ha sentido miembro de una familia extensa, descubriendo que tenía amplias raíces.

Pero Pamplona es, también, una ciudad hedonista ¿Quién no ha oído hablar del Casco Viejo? Allí hay tantos o más bares y restaurantes por metro cuadrado que en el barrio húmedo ("El Húmedo", que dicen los autóctonos, y que ahora se empeñan los necios exquisitos en llamarlo el "barrio gótico") de León, ciudad por la que también siento debilidad. Uno pasea a media mañana por las calles de Calderería, Chapinería, Mayor, San Nicolás, la inevitable Estafeta... y las ve llenas de pamploneses, turistas, peregrinos, deambulando y tomando vinicos con sus correspondientes pinchos.
Aquí, en esta ciudad, los pinchos son pequeñas obras de arte culinaria con el refinamiento de la cocina más vanguardista. La barra de los bares está llena de bandejas donde se exhiben esos bocados suculentos y uno se encuentra ante la difícil elección de saber cuál será el más sabroso.

Los vinos, de Navarra o Rioja, habitualmente. Este jubilata, desde hace ya muchos lustros, está abonado al rosado, aunque los puristas tuerzan el morro. Preferencia por un local determinado, ya no lo tengo. La tuve, en tiempos, cuando mi primera visita al casco viejo, nada más soltar las maletas, era para tomar un vino y unas sardinas de San Sebastián en El Cosechero, popularmente conocido como Casa el Marrano en toda la comarca. El mote era justo título. En cierta ocasión comprobé cómo, el camarero, que era tuerto y espeso, limpiaba con un migote de pan un platillo con restos de aceite y alguna raspa, y echaba en él una nueva ración de jugosas sardinas fritas. Se ve que era un ecologísta avant la lettre, ahorrador de agua y detergente.

El ambiente de la ciudad es el propio de una sociedad bien vividora que disfruta de sus placeres con total olvido de la crisis económica que nos está devorando. Viendo la forma como esta gente disfruta de sus pequeños placeres, parecen olvidarse los graves problemas de nuestra sociedad. Nadie diría que, en Inglaterra, bandas de adolescentes sometían (durante los recientes días pasados) a saqueo los barrios de sus ciudades, o que la especulación bursátil está mermando los recursos sociales y económicos de toda Europa, o que en Somalia se mueren de hambre por millares, mientras que aquí, acodados en la barra, charlábamos distraídamente con la copa en la mano.

Habría más cosas de las que "hacerse eco" en esta croniquilla, pero ya vale.

Regresamos ayer sábado a Madrid y nos encontramos con un horror de calorina. Encima, esta capital lleva tres días empapada por las multitudes de la grey vaticanista, a cuyo prócer rinden pleitesía el rey, el presidente del gobierno (quien va y besa la mano del Papa, signo de sumisión de la nación toda a lo que simboliza el anciano de blanco, con su perpetua sonrisa de lobo bondadoso y envuelto en albas vestiduras de cordero místico), y toda la prensa adicta, y hasta la policía, que cubre carrera con tanquetas y todo por donde circula el papamovil, mientras aporrea, con la convicción que solo la fe puede dar, a la turbamulta laica que protesta.

Por cierto, y a propósito del besamanos, alguno de sus caros (por costosos al erario) asesores debería haberle explicado al ZP la diferencia entre proskinesis y eleutheria. No un servidor, que está jubilado y no ejerce.
Menos mal que mañana escampa.

miércoles, 10 de agosto de 2011

Pacontrarias: un viejo manifiesto que sigue en vigor.-



Tras incontables consultas a los más conspicuos astrólogos del mercado mundial del ramo, y previa reunión tumultuosa de los santones poseedores de las verdades universales, enzarzados en discusiones bizantinas sobre la posesión de la Verdad Cósmica, reclamada en exclusiva por todos y cada uno de ellos, se ha llegado a una conclusión obvia que, modestamente, quien esto escribe ya sospechaba. A saber: que la humanidad se divide en dos grupos irreconciliables. Uno, nosotros - los amigos de Paco -, y el resto.


A despecho de los envidiosos, la minoría selecta la formamos Lorenzo y yo, que gozamos -inmerecidamente, claro está- del privilegio de la desinteresada, y no por eso, menos grandiosa amistad de Paco, en cuanto que nos hace partícipes de su cosmovisión acerba y lúcida. Lucidez sazonada con una reconcentrada mala leche que no es sino consecuencia de la apasionada observación del entorno social y, por ende, la fortísima convicción de que los humanos son un hato de cabrones sin remedio conocido ni previsible.


De ese aserto irrefutable se desprende el siguiente corolario, de prístina evidencia para cualquier mente lúcida; esto es: que la humanidad, tanto en la versión bíblica de una primera pareja deshauciada por un dios celoso de sus privilegios, como en la científica que supone el origen humano en un mono primigenio, es una raza de seres biológicamente complejos pero con un intelecto de una simplicidad similar al de las amebas.


Y no fuera eso lo malo, ya que entonces nuestro sufrido planeta sería una apacible charca de infusorios ignorantes, pero felices, sino que, en esa hipertrofiada cavidad ósea que exhiben los humanos en el extremo superior de su espina dorsal, se aloja una deficiente conexión neuronal que les predispone a la comisión de todas las aberraciones conocidas y por inventar, y que les hace merecedores de todas las desgracias que a sí mísmos se causan, con gran regocijo, no exento de justificado menosprecio, de quienes formamos parte de la minoría selecta arriba expresada.


Tiempos hubo, ya felizmente sumidos en el negro pozo del olvido, en que nosotros, los elegidos -Lorenzo y yo- éramos prisioneros de la ignorancia, hasta que abandonamos la mísera condición de humanos gregarios e irraciones por obra y gracia del que fuera nuestro mentor y ahora es nuestro oráculo: Paco, conocido entre nosotros -los iniciados- como Pacontrarias, quien, en suprema muestra de desdén por la sociedad y sus vanidades, se oculta bajo la discreta apariencia de un funcionario de la Justicia española, que es bajeza difícilmente superable, pero prueba inequívoca de su actitud despectiva por las pompas mundanas.


El Boñar, modesto restaurante donde tiene su comedero una heterogénea fauna de albañiles, sudacas, moros de patera, parados sin amo ni morada estable y otros individuos en lento proceso de desintegración social, es el privilegiado lugar donde, ante descomunales pucheros de garbanzos con callos, nuestro Pacontrarias imparte sus conocimientos y reparte sus aceradas opiniones sobre la purulenta y pestífiera sociedad en la que nos toca vivir.


Blandiendo en la mano diestra -a modo de espada justiciera- un tenedor en cuyos dientes se ensarta un trozo de callos rezumando pringue, con voz tronitosa y adusto además, aniquila con su verbo certero todo argumento que suponga una tímida defensa del orden establecido. Su calva potente y su frente vigorosa, cual arietes temibles, lanzan terribles y demoledores mazazos argumentales que desmoronan las mejor elaboradas defensas intelectuales del Sistema.


Aquellas cejas hirsutas que se encaraman sobre sus arcos supraciliares a modo de pilosas excrecencias, imponen tan incontenible temor a su oponente, que éste pierde su hilo argumental y tiembla cual judío tornadizo ante el inquisidor de plantilla. Sus ojos, cual carbunclos igníferos, desde la profunda espelunca de sus cuencas, escudriñan, sopesan al contrario y descubren las fisuras intelectuales de sus argumentos que debarata de un zarpazo encabronado y desdeñoso, mientras se echa al coleto un trago de vino peleón.


En él vemos sus incondicionales la imagen viva del dios bíblico, justiciero implacable y terrible al que nosotros admiramos con reverencioso temor, a la vez que nos embarga la feliz satisfacción de sabernos sus amigos y, por ello, venturosos miembros de la parte privilegiada de la humanidad.


Y, aunque él sostiene que no hay paraíso conocido, nosotros tenemos la íntima convicción de que llegaremos, por lo menos, a disfrutar de un Edén sucedáneo -a falta de mejor premio- el día que veamos en la Puerta del Sol instalada la guillotina, cuya benefactora cuchilla irá cercenando los cuellos de políticos, jueces, capitalistas, burgueses satisfechos, clerigalla, ejecutivos agresivos, especuladores bolsistas, periodistas falaces... y toda la turbamulta de peones, lacayos y paniaguados que, con la sumisión propia de seres inferiores, coadyuvan al mantenimiento de esta sociedad infecta a la que nosotros -roncos de gritar anatemas y próximos al coma etílico- con todo entusiasmo mandamos a la mierda. Amén.

viernes, 5 de agosto de 2011

El coreano (Gente del barrio,4)



En este barrio de jubilatas, nacido en los años cincuenta del pasado siglo, la caída demográfica de la población autóctona ha dado paso a una sociedad un tanto varipinta y multicultural que ha ido llenando los huecos que nuestra baja natalidad ha dejado en los últimos lustros.

Los pequeños comercios han sido ocupados por chinos que abrieron negocios de alimentación y bagatelas de Todo a Euro; también suramericanos y paquistaníes abrieron fruterías que compiten duramente por la supervivencia de sus negocios. Incluso una señora peruana abrió, a pocos portales de mi casa, un taller de arreglo de ropa bajo el pomposo nombre de Retoucherie, como si el nombre afrancesado diese cierta categoría social a la necesidad de dar la vuelta al cuello de la camisa para que parezca nueva.

Pero pocos tienen la oportunidad de tener como vecino a un coreano, como nos ocurre a nosotros. Se trata de un matrimonio de Corea del Sur que alquiló el bar de debajo de casa y se especializó en comidas de su país. Gente laboriosa y cortés para quienes no parece que la crisis económica haya supuesto un problema excesivo a la hora de sacar adelante su negocio.

Entramos en relación con ellos una vez que tuvieron problemas con el suministro de gas natural y subieron a casa para que les ayudásemos a comunicarse con la empresa a través del teléfono. Imposibilitados de entendernos en un idioma que ambos hablásemos, la cosa se resolvió por gestos: ellos gesticulaban en español y nos hacían grandes reverencias al modo oriental, y nosotros hablábamos el coreano por señas, con sonrisas de cumplido a falta de mejores cortesías. A pesar de proceder de culturas tan dispares, fuimos capaces de entendernos y resolver el asunto de la mejor forma posible.

Desde entonces mantenemos una relación educadamente distante -el idioma sigue siendo una frontera que no logramos sobrepasar- con intercambios de reverencias y sonrisas. Lenguaje universal que allana cualquier barrera idiomática.

El restaurante de nuestros vecinos coreanos tiene el exótico nombre de Gayagum y sus clientes son tan exóticos como el nombre que ostenta. Casi todos los días aparece algún autobús lleno de turistas orientales que siguen disciplinadamente a su guía y ocupan el comedor. Cenan a media tarde y desaparecen con la misma discreción con que han llegado. Pero no solo vienen turistas de su país, sino que, de vez en cuando, aparecen personajes de muchas campanillas. Llegan en grandes coches negros del cuerpo diplomático, con guardaespaldas trajeados y discretos. En estas ocasiones, el dueño del local se trajea, sale a la calle a recibir a sus ilustres huéspedes y le da a la bisagra de las reverencias con mucha ceremonia.

En un barrio tan modesto como el nuestro, ver aparecer a tan conspicuos personajes es un espectáculo que observamos desde la distancia de nuestras ventanas, a fin que nuestras mediocres vidas no interfieran en la existencia de gente de tanto tronío. Porque hay formas sutiles, con esa sutileza del oriental que insinúa sin señalarte con el dedo, de marcar las distancias sin ofender a quienes somos clase media de medios pelos. Como nos ocurrió a nosotros.

Un día que teníamos el coche -bastante marrano, como es habitual- aparcado delante del restaurante, apareció con el parabrisas y el capó brillantes. El encargado coreano, con amabilidades y en un español a medio zurcir, nos explicó que lo había limpiado la dueña del restaurante porque la suciedad desmerecía de la cortesía que se debía a los clientes que allí entran.

Ahora no es que me moleste en limpar el coche más que antes, pero caí en la sutileza del asunto y lo aparco donde no perturbe con su marranez las buenas maneras de la cortesía oriental. Que lo cortés no quita lo valiente, oiga.