martes, 29 de abril de 2014

Celtiberia en su jugo.-

Quizás el improbable lector recuerde que Luis Carandell, en 1970, publicó su Celtiberia Show y que, dos años más tarde, hizo un Bis, visto el éxito de la primera entrega. Allí, de forma anecdótica y con humor que resultaba hasta entrañable, ponía en evidencia lo más costroso de aquella España desarrollista, donde se conjugaba una industrialización a marchas forzadas con una mentalidad cateta.El celtibérico de aquellos años era un pueblo que abandonaba el arado, guardaba la boina en su maleta de cartón y se venía a la ciudad a levantar la patria a golpe de pluriempleo y letras del pisito en Moratalaz.

En estos días de estafas que llaman rescates bancarios, de Bankias preferentes, de realidades manipulables.com y jueces en el banquillo por revolver ciénagas que hieden en cuanto las agitas, el espíritu celtibérico vuelve con pujanza y recupera las esencias patrias. Nos habíamos creído europeos (Somos europe”d”os, decía un viejo chiste de Forges), éramos la octava potencia mundial y nos habíamos sacudido, de una vez para siempre, el pelo de la dehesa.

Eso creíamos. Pero resulta que el show celtibérico vuelve con más pujanza. Eso sí, con un barniz neocon y pos moderno que aparenta ser cosa distinta, pero que en sus entretelas mantiene vivo el viejo espíritu de cutrez intelectual y desplante de “usted no sabe con quién se juega los cuartos”; de patriotismo de peineta y coso taurino y desdenes embroncados en cuanto disientes de la línea oficial del no pensamiento en boga.
No me diga el improbable lector que no es un chou celtibérico hasta las cachas lo de la Lideresa Espe en la Maestranza sevillana, metiéndonos en la talega antiespañola a todos los que nos tiene sin cuidado la cosa de la tauromaquia nacional.

Con su pañoleta y su clavel al pelo, ejerciendo de chulapa en las fiestas sanisidriles (como la hemos visto alguna vez, y esperamos verla este San Isidro) nos retrotrae a la España cañí de cuando los baile de candil a los que asistía de tapadillo Isabel II disfrazada de manola, la reina cachonda, según nos cuenta Valle-Inclán en su Farsa y licencia de la reina castiza


O ese inefable señor Marhuenda, siempre tan cargado de razón, tertuliando por todos los foros del coso ibérico, convenciéndonos de que vivimos en el mejor de los mundos posibles y que nos quejamos de puro vicio. A un servidor, cada vez que lo ve en La Sexta, le recuerda a los serviles de los tiempos de cuando Fernando VII usaba paletó. Pura casta, como el jamón ibérico de bellota.

Pero el último teatrillo donde se representa el despropósito celtibérico es el juicio de inhabilitación que le han montado al juez Elpidio Silva por ofender la honorabilidad del banquero Blesa. Y todo porque se excedió mandándolo unos días al trullo, como si lo de Bankia fuese cosa de alguna trascendencia. Es cosa de chiste oír al presidente del tribunal decirle al imputado que no puede hablar, y a éste replicando que hablar sí puede, otra cosa es que le prohíban hacerlo, y enzarzarse en semejante discusión.

Se ve que el señor presidente del tribunal ha olvidado que algo así le pasó a Sancho Panza siendo gobernador de la ínsula Barataria: amenazó a aquel mozo con mandarle a dormir a la cárcel y éste le replicó que allí no dormiría, por más que se empeñase el señor gobernador. Por fin, Sancho, que era hombre de discernimiento, entendió que uno puede pasarse la noche en la cárcel, pero sin dormir si no le da la gana. A Elpidio, por mucho que le digan que no puede hablar, hablar puede, a menos que le corten la lengua. Y, desde luego, la tiene expedita y, por lo que se ve, a estos mandados que le juzgan les va a hacer sudar la sentencia. 

Como es hombre que debe conocer al dedillo las triquiñuelas procesales, estoy seguro que va a marear la perdiz del proceso - de momento, ha recusado a dos miembros del tribunal - hasta convertir éste en un sainete donde el respetable público va a alucinar en colorines. Un Celtiberia show bis que nos va a resarcir de tanto necio importancioso como maneja los destinos de este finiquito diferido que aún seguimos llamando España.

Eso  mientras el señor Arturo Mas no nos monte una Expaña con sus arranques patrióticos periféricos, envuelto en la senyera sobre la que ha bordeado  el lema "Viva mi dueño". A lo mejor, por no contaminarse de la ordinariez celtibérica, nos planta alambradas con concertinas en la frontera del Ebro para que su Catalunya Lliure no se le llene de españoles indocumentados y hambrientos. 

Pero un servidor se piensa quedar de este lado de la alambrada porque el espectáculo está garantizado. Ya digo, lo del juez juzgado, tan quevedesco como el alguacil alguacilado, tiene mucho tomate. De verdad, vivir en un país serio y laborioso resultaría aburrido, así que vamos a dejarnos de mamandurrias y disfrutar de la farsa que se está representando en el Ruedo Ibérico.

miércoles, 23 de abril de 2014

Dos autores dispares para el Día del Libro.-

En estas semanas últimas de convalecencia mis horas transcurren entre lecturas, con dos autores que dedicaron el final de sus respectivas vidas a redactar sus memorias. Uno de ellos, Chateaubriand, con sus Mémoires d´outre-tombe, y el otro, Casanova, con sus Mémoires écrits par lui même. La verdad es que sólo un lector indisciplinado, merecedor de todos los reproches por su incongruente selección de lecturas, hubiese elegido a dos autores tan dispares para leerlos en paralelo; pero es una cuestión  - ésta de la indisciplina lectora - que este jubilata ya ni se la plantea. Un servidor piensa cultivar sus manías hasta la tumba y más allá.

De Giacomo Casanova (1725-1798), quien más, quien menos, sabe que era un seductor que fascinaba a las mujeres con su atractivo y su labia. Según relata a lo largo de sus larguísimas memorias, tuvo relaciones sexuales con más de ciento cuarenta mujeres, de impúberes a maduras, porque sentía auténtica debilidad por el sexo débil. 

Lo que, quizás, sea menos conocido es que se trataba de un hombre culto. Hizo estudios de química y matemáticas, derecho y filosofía, doctorándose en Derecho Civil y Canónico por la universidad de Padua. Teniendo solamente 14 años, recibió las órdenes menores sacerdotales y empezó a seguir la carrera eclesiástica en Venecia, que continuó en Nápoles y Roma, donde fue protegido del cardenal Acquaviva. Su vida disipada y aventurera le llevó a abandonar el estamento eclesiástico y a ganarse la vida ejerciendo distintos oficios, viajando por gran parte de Europa: Venecia, Nápoles, Roma, París, Madrid, para terminar como bibliotecario en Dux, en Bohemia. Allí terminó redactando sus memorias, siendo septuagenario, porque, desdentado como estaba, no podía participar en las reuniones sociales y en la vida galante.

Al leer sus memorias, uno se da cuenta que en aquel siglo XVIII, ser eclesiástico y activista sexual no eran incompatibles. Por lo menos, en ciertas capas sociales, donde la seducción era de buen tono y un cardenal podía tener a su amante en su palacio sin que nadie se escandalizase por algo que entraba dentro de los usos galantes de la época. De Casanova, lo que salta a la vista es su necesidad de presumir de sus conquistas, de lo que hacía gala en las reuniones de la buena sociedad, y de su aceptación sin críticas de la sociedad estamental de la época.

Siendo de origen modesto – sus padres eran empresarios cómicos – toda su vida se codeó con la aristocracia y burguesía acomodada y jamás puso en cuestión la organización social. Sus aventuras sexuales se integran dentro del libertinaje dieciochesco y vienen a confirmar su conformidad con la sociedad tal como la conoce; ni siquiera se permitía las desviaciones sexuales, tipo homosexualidad, socialmente reprochables en su época. Es, simplemente, un aventurero adaptado a las convenciones sociales, que transgrede a su conveniencia, un follador compulsivo y courreur de jupons. Lo que sí resulta muy interesante en sus memorias, aparte esa polvareda de la que hace exhibición, es que retrata los hábitos sociales y da noticias de personajes de la época.

Bien contrario en sus costumbres y moralidad resulta François-René, vizconde de  Chateaubriand (1768-1848). Miembro de la pequeña nobleza bretona, fue un realista convencido y luchó contra el sistema republicano, tras el derrocamiento de Luis XVI. Vivió el exilio en Inglaterra, donde más tarde ejerció de embajador bajo el gobierno de Napoleón Bonaparte. Antes lo fue en Berlín, y más tarde ministro de Asuntos Exteriores. Fue uno de los responsables de que los Cien Mil Hijos de San Luis invadieran España para colocar en el trono, en 1823, al nefasto Fernando VII.

En 1848 se publicaron sus memorias en 42 volúmenes. Éstas no son solo unas confesiones personales, sino que  describe en ellas sucesos políticos y sociales en los que participó. Conoció todos los avatares de la  tormentosa vida política francesa, pues vivió de primera mano la Revolución, la República, el Imperio y la Restauración. Por huir de los desmanes de los sans-coulot al estallar la Revolución francesa, se fue a Norteamérica. Allí viajó por Virginia y Baltimore y conoció a Washington en Filadelfia. Entró en contacto con las tribus indias de los grandes bosques, de las que deja una descripción idealizada, muy en la línea del buen salvaje de Rousseau.

El problema para el lector es que, tango Chateaubriand como Casanova son escritores torrenciales, tan abundantes en sus memorias, que uno necesitaría meses para leer toda su obra. Un servidor se conformará con leer los libros I a XII del primero, y el primer volumen de memorias del segundo, yendo del burgués véneto con su ego descomunal y sus tropelías bien-humoradas al aristócrata bretón, intimista a veces, literato otras, político y siempre cronista de su tiempo.

La capacidad lectora de un jubilata no da para tanta vida como estos dos autores le ponen entre las manos a través de los libros. Aun así, recomienda al improbable lector de esta bitácora que se acerque a ellos y lea algo suyo, aprovechando que celebramos el Día Internacional del Libro. Que uno no pueda conocer tanta literatura como ha producido esta vieja Europa no debe desanimarnos. Ya nos lo decía el aforismo de Hipócrates, pero pasado por el latín: Ars longa, vita brevis.

miércoles, 16 de abril de 2014

Bancos y bancos.-

¿Qué nos viene a la mente cuando oímos la palabra “banco”? Fácil: los desahucios, las preferentes, los casi 108.000 millones que nos ha costado el rescate (según la fiscalización del Tribunal de Cuentas), la sonrisa triunfal de aquella vez de cuando el Rato tocando la campanita de Bankia, el Blesa diciendo al juez que los preferentistas, aunque algunos fuesen analfabetos funcionales, sabían lo que firmaban, y mil otras imágenes y otros tantos despropósitos a los que nos vamos acostumbrado como el perro callejero a la sarna. Por mucho que te rasques, vives con ello. Los bancos son nuestra sarna, la casta política profesional son nuestras pulgas y la ciudadanía el perro flaco. Todo eso, o cosas parecidas, asociamos a la palabra “banco”.

Pero, si el improbable lector se para a pensarlo, caerá en la cuenta de que la palabra “banco” no es un término unívoco y no solo se refiere al fraude múltiple que llaman recesión; también es un asiento, parte del mobiliario urbano que puede verse en los parques públicos. Es instrumento muy útil cuando uno se mueve con muletas, como un servidor ha podido experimentarlo en estos últimos tiempos.

El banco, el de sentarse, cumple su función social de forma discreta, casi sin que nos demos cuenta. Suele pasar desapercibido para quienes tienen andares ágiles, pero son un refugio para aquellos de caminar renqueante, paso tuerto, inseguridad motora, o cualquier otra forma de cojera permanente o temporalmente sobrevenida. Este jubilata, sin ir más lejos, ha experimentado su utilidad a lo largo de las últimas semanas y puede asegurar que los parques públicos, sin bancos, serían como un mar sin puertos donde atracar tras dura travesía.

Por eso, por lo modesto de este mobiliario, un servidor no había caído en la relación que pudiera haber entre ellos y las elecciones al Parlamento europeo el próximo mes de mayo. Seguro que el improbable lector, así al pronto, tampoco le encuentra afinidades, pero haberlas haylas; parecerá mentira, pero en el ayuntamiento se han dado cuenta. Lo que da idea de lo privilegiadas que son las mentes de los asesores que los políticos tienen en nómina. 

A ninguna de las personas que utilizamos los bancos del parque del Calero se nos podría haber ocurrido la relación que pudiera haber entre el sillón al que aspira el señor Arias Cañete en Bruselas, a partir de las elecciones de mayo, y el modesto banco de patas de hierro y travesaños de madera en que nos sentamos.

La verdad, es difícil imaginar que haya una relación entre el sillón en el Parlamento europeo, con su buen sueldo, tan cómodo, con su aire acondicionado en la sala, su conexión a internet  y sus botoncitos para votar sí o no, según lo mande el jefe de filas de la bancada, y el banco de madera expuesto a todas las intemperies: trabajado por los resoles veraniegos, los hielos invernales, las lluvias; con sus cagadas resecas de palomas, sus pintadas, sus tablas a veces rotas, sus cáscaras de pipas o sus colillas regando el entorno. Pero sí, sí la hay – relación, digo – y los asesores de campaña del PP madrileño han caído en la cuenta.

No se sabe bien cómo han llegado a la conclusión de que un culo descansando en un banco público tiene muchas posibilidades de votar al señor Arias Cañete en las próximas europeas si, de un día para otro, el ayuntamiento retira los bancos viejos del parque y pone otros nuevecitos. Y eso es lo que acaba de ocurrir en el parque del Calero, nos han cambiado los bancos viejos por otros recién salidos de fábrica. Precisamente en época de elecciones.

Según la lógica de los diseñadores de campaña del PP - por lo que me malicio -, en un banco público recién estrenado, se sientan muchos culos cuyos propietarios agradecerán el detalle dándoles su voto. Es una forma de suponer que muchos ciudadanos votan según la comodidad de sus postrimerías anatómicas y conviene aprovecharse de tan escaso discernimiento.

Este jubilata, cuyo viejo nalgatorio le sirve para sentarse y no para tomar decisiones, convencido de que no debe confundirse el culo con las témporas, hará lo posible con su modesto voto para que el ministro Cañete no culmine su carrera política con una jubilación cómoda en un cementerio de elefantes con traducción simultánea como es el Parlamento europeo. 

Aunque no se lo crean los organizadores de la campaña, un culo no siempre es un voto.

miércoles, 9 de abril de 2014

Tocando de oído.-


El tiempo es una apisonadora que avanza lentamente. Cuando alguien ha sufrido una avería física que tiene fecha de caducidad, sabe que con paciencia y alguna dosis de optimismo las cosas vuelven a su ser. Lo de la paciencia es inevitable, lo del optimismo es opcional, pero conveniente; una y otro no curan las averías del cuerpo, pero ayudan a sobrellevarlas, mientras el transcurso del tiempo va haciendo el resto.

Tras dos meses y medio ejerciendo de perniquebrado a tiempo completo, tras gastar tres juegos de tacos para las muletas, la invalidez es un huésped molesto que empieza a hacer las maletas y a poner cara de querer irse sin que, quien lo lleva sufriendo durante tantas semanas, lamente su ausencia. Porque, la verdad sea dicha, ser un inválido es un coñazo. En este caso, el paso del tiempo es un aliado y el calendario un amigo plasta que camina despacito pero inexorablemente; mientras,  los osteoblastos van soldando el hueso y el paciente (paciente y optimista por conveniencia) se entera de algunos entresijos de su anatomía.

Este jubilata, la verdad, hasta que no se ha visto en esta situación, ni sabía que tenía osteoblastos, ni que estos se generasen en el periostio y la médula ósea. De la geografía anatómica, sus mecanismos y sus funciones, por lo que se ve, tenemos conocimientos más bien escasos. Se nos tiene que romper algo para que nos enteremos. Así que, como quien dice, tocamos de oído. Nuestro cuerpo es un instrumento complejo que usamos con el mismo desconocimiento que un sordo melódico puede tener para discriminar entre el sonido de una tuba y el de un fagot. 

Lo del símil musical me ha venido a las mientes leyendo un articulito según el cual, una experiencia hecha con varios violinistas afamados, demuestra que éstos son incapaces de distinguir –tocando a ciegas – entre un Stradivarius y un violín de factura actual. Imagínese el improbable lector cómo los simples mortales vamos a ser capaces de conocer todas las teclas que conforman esta especie de orquesta que es nuestra anatomía. A ver quién coños es capaz de pararse a pensar que, cuando nos tomamos el pinchito de tortilla, estamos empleando músculos masticadores con nombres tan raros como masetero, temporal, pterogoideo inferior y superior. Masticamos, tragamos, y lo que ocurra en el interior de nuestras tripas es cosa de mecánica digestiva que no nos compete.

De la misma manera, el inválido provisional cojea por la vida ignorante de que osteoblastos y periostio están remendando su peroné. No tiene otra obligación que llenar las horas mientras la rueda del tiempo avanza lenta pero tenaz, los osteoblastos hacen su trabajo y el calendario se va llenando de crucecitas hasta formar un cementerio de tumbas bien alineadas, cada día con su cruz encima.

El día que el jubilata convaleciente pueda caminar sobre sus dos pies va a tener un serio problema,  porque a ver de qué va a hablar en su bitácora. Chascarse un hueso es un enorme fastidio, pero le da materia de entretenimiento y, con un poco de habilidad, puede sacar materia para hablar de ello durante dos meses y medio. O más, depende de su habilidad narrativa y de la paciencia del sufrido lector. Hoy, sin ir más lejos, los osteoblastos esos, con su labor discreta, han sido excusa perfecta. Mañana, quizás, las sorprendentes aventuras de la rehabilitación  le den materia para dos o tres semanas más.


Y cuando no, ahí están los políticos con sus genialidades diarias para ser materia de inspiración. Sin ir más lejos, podría haber hablado de la lideresa Espe y su aventura del carril bus (acabo de leer "La rebelión de los pinjos"), pero ya ha corrido mucha tinta con eso. Hablar de los osteoblastos, sin duda, es mucho más original.

miércoles, 2 de abril de 2014

Cosas de ficción.-


Estas últimas semanas de cojo provisional se van llenando de lecturas. Ya se ha dicho en una entrada anterior que las muletas proporcionan una movilidad muy limitada, con lo que un jubilata en la flor de la vida se encuentra con problemas para desarrollar actividades que, hasta que se quebró el hueso de la pierna, eran habituales, tales como salir al monte, subir o bajar las escaleras del metro, ir con el carrito de la compra al mercado o asistir a los conciertos del Auditorio Nacional o a los Cursos para Mayores de la UNED.

Esas actividades y otras muchas, que de tan elementales uno olvida, quedan aparcadas a la espera de recobrar la funcionalidad motora. Pasarse el día clavado en una silla es un tormento de baja intensidad pero continuo, que resultaría insoportable si no fuese porque hay vida más allá de donde te puedan llevar tus propios zapatos. Solo que esa vida se mueve en un mundo paralelo a la realidad y solo es alcanzable mediante el chute de ese estimulante (de momento, autorizado) que se encuentra entre las páginas de los libros. La lectura, para entendernos, es como el canuto de marihuana hecho de papel y tinta, relleno de una sustancia alucinógena que te coloca en cuanto le das una bocanada a los primeros párrafos.

De las tablillas sumerias al E-Book,  de la epopeya de Gilgamesh a Moby-Dick, de la escritura cuneiforme al sistema Braille, cuántos incapacitados han superado el tedio de una vida de horizontes limitados gracias a eso que llamamos libro, sea cual sea el soporte de escritura. Pues bien, a este incapacitado provisional, el libro le está proporcionando horas y horas de ocupación que transcurren  lejos de la realidad átona a la que le atan la escayola y las muletas.

Y lo mejor de todo es que no hay límites. Uno puede elegir el universo por el que navegar y ponerse a ello sin más trámites que abrir las páginas y leer. En estas semanas, el universo que este jubilata ha preferido ha sido un escarceo por la literatura francesa. Eso sí, con escaso rigor y un poco a ver qué tiene uno en su biblioteca doméstica. 

Como había leído algo en Internet sobre el preciosismo literario, en el que los conceptos y las palabras se emplean según su dignidad estilística, se me ocurrió leer La princesse de Clèves, de Mme. La Fayette, pura literatura de salón. El planteamiento es simple: casada en un matrimonio de conveniencia, la princesa de Clèves se enamora del duque de Nemours, quien le corresponde con una pasión rendida, pero discreta. La protagonista, en vez de montarse un bonito ménage à trois como era usual en la época, se resiste a sus inclinaciones por el de Nemours, le confiesa su pasión al marido, éste languidece de desamor y termina muriendo de tristeza. Viuda y sintiéndose culpable, en vez de ceder a las castas proposiciones matrimoniales de su amante, se retira a un convento. Lo que cuenta en la obra es la evolución psicológica de los personajes y la expresión de unos sentimientos alambicados, muy del gusto de los salones barrocos parisinos. Si uno lo lee en francés, miel sobre hojuelas.

Como un servidor no es crítico literario, sino lector desbridado, decidí que, para desengrasar, debía leer algo licencioso que hiciera olvidar tanto preciosismo empalagoso y tantos amores asexuados, así que me incliné por la obra de Donatien Alphonse François, que así se llamaba el marqués de Sade. Y en esas estamos. La tesis de Sade tampoco es complicada: para la Naturaleza el vicio y la virtud le son indiferentes. Ahora bien, como el vicio siempre triunfa y la virtud sufre injusticias, mejor ser vicioso y feliz. Entendidos “vicio” y “virtud” en sentido amplio, y traídos a estos tiempos, viene a decir: vale más ser un gürteliano genovés que un desahuciado por Bankia.


Les infortunes de la vertu, en realidad es eso. Si M. de Bressac, cada vez que la virtuosa Sophie desobedece sus maldades, la ata a una encina, la desnuda y la da de verdugazos, es para que quede claro  que el rico y bujarrón marqués de Bressac siempre sacará adelante sus malos propósitos y disfrutará de sus perversiones, mientras que la inocente muchachita irá dando tumbos hasta caer en manos de la justicia, acusada de todas las depravaciones imaginables.

Y si uno se para a pensar en ello, se da cuenta de que la historia de la Princesa de Clèves nos lleva a parecida conclusión. Su vida virtuosa de esposa casta y fiel termina por matar al angustiado marido, siempre en sospechas de cornificación, ella termina marchitando su juventud en un convento, y el apuesto amante, sin catarlo.

Que el improbable lector no se moleste por estas conclusiones tan superficiales que uno saca de sus lecturas, que también lleva en paralelo  otras más profundas, como los Ensayos, del señor de Montaigne. Pero de ello, si llega el caso, se hablará en otra ocasión.