domingo, 17 de mayo de 2015

Serendipia, o sea.-

De verdad, ha sido casual el tropiezo con ese voquible estrambótico de “serendipia”, término que el improbable lector no encontrará en el diccionario de la Real Academia. Un servidor se ha dado de bruces con esa palabreja por pura chiripa (eso es lo que viene a significar) mientras buscaba un libro perdido en este barullo que es nuestra biblioteca doméstica.

Andaba buscando como un frenético – el ocio excesivo le obliga a uno a dar en manías obsesivo-compulsivas irrefrenables – la biografía que sobre sí mismo escribió el doctor Diego Torres de Villarroel, quien fue catedrático de Matemáticas en la Universidad de Salamanca, disciplina que enseñó durante cinco años, allá por los años treinta de mil setecientos, en tiempos de Felipe V. Claro que él era más aficionado a la astrología que a la matemática (de la cual confiesa que sabía poco) y se ganaba muy bien la vida haciendo almanaques anuales donde hacía predicciones. Es célebre su predicción de la muerte de Luis I, en 1724, quien reinó poco más de doscientos días. Serendipia, feliz coincidencia, que le dio fama de adivino en su época: feliz coincidencia, entiéndase, para él, que vendía sus almanaques como churros en día de feria.

Y serendipia sobre serendipia, también dicen que adivinó la fecha de la Revolución Francesa: “Cuando los mil contarás / con los trescientos doblados / y cincuenta duplicados / con los nueve dieces más…” Eche la cuenta el improbable lector y verá que la cifra da 1790.  Con su fama de mago vino a dar en la casa de la condesa de Arcos a propósito de un fenómeno sobrenatural, un poltergeist , como aquella célebre película de terror, que le valió vivir pensionado durante dos años al amparo de la dicha condesa.

Pero lo cierto es que el libro no se ha dejado ver ni vivo ni muerto. Hurgando en las estanterías altas, feliz casualidad, aparecieron las sentencias y donaires de Juan de Mairena, de don Antonio Machado. De pie sobre la banqueta – equilibrio poco recomendable para un jubilata que hace un año y pico se perniquebró – abierto el libro al azar, la vista tropezó con  la “dialéctica de Martínez”. El maestro Mairena proponía a su discípulo Martínez que hiciese unas diserciones dialécticas sobre la desnudez del cuerpo humano y la libertad de los pájaros. Que el vestido presupone una desnudez previa, o que la jaula pajarera implique un ansia de vuelo libre son nociones que el improbable lector no puede negar ¿Cómo va a saber el pájaro lo que es volar libremente si no ha sufrido un encierro previo? ¿Cómo puede el individuo ser consciente de su desnudez previa si no fuera por el posterior invento del vestido que lo cubre?

De la desnudez humana y la jaula como prisión de vuelos libres a la campaña de elecciones municipales y autonómicas de estas semanas no hay más que deslizarse por una serendipia para darse cuenta de que algo tienen en común, aunque sea por pura casualidad o simple coincidencia. La campaña política viene a ser como los ropajes que cubren la desnudez de las promesas que los políticos hacen a sus posibles votantes. Es de conocimiento del común de ciudadanos que las promesas de campaña, habitualmente, no se cumplen, como es de todos conocidos que, bajo estos ropajes de la promesa fácil, está la desnudez del pronto olvido.

Tiene los políticos en campaña la ventaja de que todos necesitamos verlos vestidos de bellas promesas para ser conscientes de su desnudez de posteriores cumplimientos, aunque sea a toro pasado y con reincidencia manifiesta. Cosa verdaderamente no achacable a los tales (lo de las promisiones y sus incumplimientos), sino a sus votantes, que olvidan, promesa incumplida tras promesa prometida, que el rey se pasea ufano, en pelota picada y con el bolo colgando, por más que sus asesores de imagen quieran convencernos que viste de armiños.

En cuanto a la libertad del vuelo y la jaula que lo limita, dice el alumno Martínez en su disertación que “hay un vuelo coetáneo de las jaulas, un vuelo enjaulado, digámoslo así, pero libre, no obstante, para volar dentro de su jaula, a los cuatro puntos cardinales”. En estos días previos a las votaciones, los ciudadanos, con las alas que les (nos) da la papeleta de voto, vuelan dentro de la jaula a los cuatro vientos, ilusos de libertad, inconscientes de que los alambres que los enjaulan están bien urdidos (urdir: “maquinar y disponer algo con cuidado”, en sentido figurado) por quienes perpetúan el sistema.

Y los perpetuadores del sistema – teorías de la conspiración a un lado – no son solo banqueros, especuladores financieros, corporaciones transnacionales, políticos a sueldo del amo, ideólogos bien untados, estómagos agradecidos, voceros y paniaguados del mejor de los mundos posibles, sino los propios enjaulados. Con su (nuestro) voto dan consistencia a esta jaula a la que damos el bonito nombre de democracia representativa, sin que a nadie se le ocurra abrir la puerta, a ver qué hay del otro lado. Que a lo mejor, el vuelo libre nos marea por falta de límites, o a lo peor es que nuestras alas no dan más que para un vuelo gallináceo. Sea como fuere, dentro de la jaula nos sentimos jodidos, pero seguros.

Como quiera que sea, estas reflexiones fuera de lugar son fruto de una serendipia, un encuentro casual entre la búsqueda de un libro extraviado en las estanterías y el natural pesimismo que sobreviene con el paso del tiempo y eso que llamamos experiencia: o sea, ese peine que la vida nos da para peinarnos cuando ya estamos calvos.  O sea.

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