miércoles, 16 de diciembre de 2015

20-D. Buscando votos.-

En Internet.

Luis Barrenas, por así decirlo, era comprador de votos. Bien trajeado, con cartera negra de ejecutivo, iba de puerta en puerta pidiendo el voto. Cuando se quedó sin trabajo no había nada mejor en el mercado laboral. Un reajuste de plantilla le había puesto en la cola del INEM y, por eso, se especializó en  el duro oficio de comprador de votos.

Bien es verdad que se trataba de un trabajo fijo discontinuo, sólo cuando se convocaban elecciones, pero le iba sacando del apuro. Que las elecciones fuesen autonómicas, locales, legislativas o europeas, era una cuestión  marginal. Lo importante en esos casos es que había que solicitar votos, y ese era su cometido. En su nuevo oficio el tipo de elecciones convocadas no era relevante, tampoco lo era la adscripción ideológica del votante. No dejaban de ser matices que no alteraban lo sustancial: hacerse con un buen puñado de votos.

Llamaba al timbre, saludaba con educación y pedía el voto. Había gente comodona que se lo daba enseguida y, encima, le estaba agradecida porque le ahorraba desplazarse al colegio electoral el día de las elecciones. Otros, sin embargo, se resistían y querían saber qué iba a hacer con su voto. En estos casos, Luis les preguntaba por sus preferencias políticas y, de acuerdo con éstas, les prometía lo que querían oír. A unos, que iba a bajar el paro, la gasolina y los impuestos; a otros, que iban a erradicar la delincuencia y controlar la inmigración; a otros, despido libre, recorte salarial y paraísos fiscales. No era lo mismo pedir votos en el barrio de la Elipa que en de Salamanca. Luis Barrenas disponía de una carta muy surtida de promesas electorales y no había más que saber dónde le apretaba el zapato ideológico a cada cual.

– Mire, señora – decía Barrenas – dígame usted sus preferencias ideológicas y yo le improviso un programa político que se chupa los dedos.

Los más duros de convencer eran los que nunca votaban. Esos se guardaban su voto sin usar y se les pasaba la fecha de caducidad. Eran clientes de lo más variopinto. Los había escépticos, indiferentes o – lo que era peor para el negocio de Luis – convencidos de su inutilidad. En tales casos, el surtido de promesas electorales que llevaba en la cartera no solía hacer el efecto previsto, así que recurría a argucias que no se enseñan en los masters de marketing: se lo jugaba a los chinos o improvisaba un juego con tres cubiletes.

– Voto por aquí, voto por allá –, decía. A toda velocidad movía el cubilete de derecha a izquierda, o al revés, y mareaba a los votantes con palabrería de tránsfuga. – Hagan su juego, señores –, y escamoteaba el voto con la habilidad de un trilero. 

Raro era el que se resistía a jugarse el voto. Total, como les salía gratis… Muchos terminaban por cogerle gusto. Algunos se enviciaban tanto que acababan jugándose los votos de la mujer o de los hijos y terminaban endeudados por varias convocatorias electorales. Había que currárselo, pero los votantes ludópatas eran un buen negocio.

Cuando tenía la cartera llena de votos, Luis Barrenas iba a las sedes de los partidos políticos y se los vendía a los directores de campaña. Era lo más duro de su oficio, porque siempre tenía que regatear, aunque nunca los vendía por menos de un 10 por ciento de comisión. Entre lo que sacaba de los votos y el paro el bueno de Luis iba sobreviviendo, aunque él hubiera preferido un contrato fijo con horario de ocho a tres. Pero es lo que tiene vivir en época de crisis…

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