¡Ah! Aquellas madres de derechas, de
escapulario al pecho, novena a Santa Rita y Primeros Viernes de mes que,
amorosamente, contaban a sus retoños unas terribles y, a veces, incongruentes historias de niños abandonados en medio de
bosques plagados de brujas y ogros; de estúpidas princesitas que se levantaban
de la cama ojerosas por culpa de un guisante debajo del colchón; de príncipes
hermafroditas que besaban remilgosos a bellas durmientes; de caperucitas
irresponsables que cruzaban sombrías florestas habitadas por lobos hambrientos
y falaces; de príncipes-sapo que incitaban a puras doncellas a escabrosas
relaciones de zoofilia con la excusa de un beso redentor; o, en fin, de
enanitos asexuados que jamás se pasaron por la piedra a la ñoña de Blancanieves
a pesar de que ocasiones no faltaban para ello... Mundos irreales que hacían
olvidar los agujeros en las suelas de los zapatos, las culeras remendadas en
los fondillos del pantalón, o los regletazos del maestro en el pulpejo de los
dedos...
Jamás me
pregunté por qué los cuentos infantiles, oídos una y otra vez, terminaban con
la muletilla de “...y fueron felices y
comieron perdices” A lo que, con cierta malicia, se añadía a veces aquello
de “y a mí no me dieron porque no quisieron”. Y uno, niño sentado a la mesa de
manteles pobres, era feliz con la feroz inocencia de quien sabe que al lobo de
Caperucita le estaba bien empleado que le rajaran la tripa para sacar a la
abuelita incólume, quizás por indigesta a causa de su provecta edad, y se la
llenaran de piedras, la tripa, que no la abuelita.
Y no me
cuestionaba tampoco el hecho de que príncipes y princesas, felizmente casados y
gozosos herederos de fabulosos reinos sin revoluciones bolcheviques, pasasen el
resto de su vida comiendo suculentas perdices mientras que el niño hambriento
de mundos fantásticos que yo era,
saciaba sus hambres infantiles con un tazón de leche ensopada con pan
moreno y edulcorada con sacarina.
Y
durante las diarreas estivales que dejaban al niño en los huesecillos, y el
agua de limón era el remedio más socorrido, y al niño soñador se le marcaban
las costillas como tiernos sarmientos y se le agrandaban los ojos brillantes de
fiebre y de mundos imaginarios, la madre lo transportaba dulcemente hasta su
cuento preferido, allí donde Pulgarcito robó las botas de siete leguas al
gigantón y daba enormes saltos que le llevaban hasta la casa de sus papás; ésos
que, pasado el tiempo de la niñez, descubrió horrorizado que eran unos
desnaturalizados porque abandonaron a su prole en medio del bosque.
Muchas
veces me he preguntado a qué dios cruel se le ocurrió inventar la infancia, con
ese maravilloso don de la bilocación que me permitía estar en la escuela
cantando la tabla del siete – la más difícil, con mucho – y matando dragones,
en el mundo de Irás y No Volverás, para salvar de sus garras a aquella vecinita
mocosa de las trenzas negras y los lazos rojos, que jugaba a las muñecas en
cuclillas, mostrando en su inocente indiferencia unos muslos sonrosados que al
niño-paladín le perturbaban con premonitorios deseos.
Cierro los ojos, salgo de
mí mismo, abandono este cuerpo de hombre hecho de materia orgánica y de
frustraciones y me zambullo en el líquido amniótico de aquella matriz primordial que me aísla de un universo que detesto y que
me niego a comprender. Buceo en el claustro materno de la imaginación infantil
y me acomodo en un rincón desde el que observo sin ser visto. Soy de nuevo el niño
que no sabía de la existencia de horarios laborales, de Agencias Tributarias o
de los mil suplicios que los humanos inventan para vivir en sociedad. Soy, de nuevo, el pequeño y tímido niño que
construía paraísos en una España muerta de hambre y de glorias guerreras; libre
en tierras donde los campesinos sudaban las cosechas y los miedos al glorioso
Movimiento; feliz en una familia de derechas que remendaba dignamente su
pobreza y educaba a su prole en el temor de Dios y del Satán comunista.
Me agito
incómodo en mi rincón de soñar que soy niño que sueña cuentos, tan reales como
la imaginación del mocoso que, en una lejana y ya imposible infancia, fui.
¡Dios! Si todavía recuerdo que era tan bonito el cuento de Blanca Nieves, con
su madrastra envidiosa y cruel, y esos enanitos encantadores y aquella
muchachita tan dulce... ¿Por qué el hombre que ahora soy se niega a creer
aquellas fábulas inocentes?
Eso de que, en épocas de
carestía, los personajes de los cuentos comiesen perdices mientras que los
niños nos asombrábamos de tales dichas culinarias, solo podía sustentarse en la
inocencia imaginativa y en la ausencia de toda conciencia distributiva que es
patrimonio de niños subdesarrollados, como yo lo fui. Aunque, en cierto modo,
también nos alimentábamos de su felicidad y de los volátiles que fagocitaban
entre ternezas de enamorados.
Nunca el chavalillo, cuyo
régimen alimenticio bordeaba el mínimo de aportes energéticos por vía oral,
reforzado por las cucharadas de aceite de hígado de bacalao, se cuestionó la
licitud de aquellos banquetes reales – reales por ser propios de mesas de
reyes, aunque imaginarios por pertenecer al mundo de la ficción – ni se preguntó
por la enorme cantidad de aquellas simpáticas aves sacrificadas para
satisfacción de tan egregias personas.
¿Es que nunca nadie les explicó a aquellos personajes
que estaban esquilmando la fauna de sus campos? Si se pasaban la vida siendo
felices y comiendo perdices... y faisanes, y conejos, y venados, forzosamente
estaban destruyendo el equilibrio ecológico. Así nos pasa, que ya casi no
quedan aves rapaces ni carroñeras, si no es en los documentales sobre
naturaleza que echan por la tele. Pero no es lo mismo...
Con sus eternos banqueteos
e irresponsable felicidad dejaron a las
generaciones venideras en la inopia y a los niños faltos de conciencia
ecológica. Lo cual resulta penosísimo cuando
ese dios cruel - del que he hablado antes - nos arrebata la infancia y nos
arroja en medio del asfalto y de la sociedad neoliberal que cambia, previo
pago, nuestros sueños por infectos juegos de ordenador.
Perdida la fe en los sueños
y resentido porque me han arrebatado la ingenuidad, descubro el terrible contubernio
de las madres con los poderosos del sistema para cerrarnos los ojos ante la
realidad con historias en apariencia incongruentes, pero que cumplían una
función adormecedora de la conciencia social.
Y si no, que alguien me explique qué razones había para contarnos el
cuento de Caperucita, por ejemplo.
El niño soñador jamás se
dio cuenta de que la fábula de esta niña irresponsable estaba perversamente
trucada hasta en el nombre: Caperucita “Encarnada”, en vez de “Roja”,
sobrenombre que le venía de del capisallo con capucha de aquel color con que se
cubría. Y es que no se podía consentir que un niño nacional-católico
descubriese que el rojerío, ni siquiera como pigmento textil, fuese capaz de
buenas acciones.
Si pudiese retornar hasta
la infancia, buscaría al niño crédulo que jugaba al Guerrero del Antifaz por
las calles polvorientas y le advertiría del engaño. Le diría que el lobo pasaba
hambre porque los humanos habían invadido su hábitat hasta el punto de tener
que buscar alimentos fuera de su entorno natural; que su agresividad no era más
que la respuesta desesperada de su instinto de supervivencia; que, si realmente
había alguien peligroso, era el cazador machote y bigotudo quien, escopeta al
hombro, se dedicaba a abatir los animales que eran el natural sustento del
hermano lobo.
¿Acaso, el niño que yo
había sido, no se daba cuenta de la crueldad que suponía llenarle la barriga de
piedras al lobo? Solo a los humanos se les ocurre matar con saña y disfrutar
con ello. ¿Cómo se podía dar tan horrible fin a un animal inteligente, que
hasta hablaba el lenguaje de los humanos?
Pero... mejor, no. No
destruiré la felicidad ficticia de quien, al correr de los años, será, ya es,
un hombre que pasa sus días tropezando con las realidades más duras e indigestas
que los pedruscos con que lastraron la tripa del pobre animal.
Usted escribe muy bien, don Juan, pero es una pena que la realidad no le acompañe en un relato que pretende basarse en ella. Le recomiendo "Psicoanálisis de los cuentos de hadas" de Bruno Bettleheim y luego vuelva a reescribir el texto (no hace falta que sean 100 veces).
ResponderEliminarGracias por la información. Será cuestión de leer a ese autor. Pero ya es un poco tarde para reescribir. Esta que ha leído es historia antigua que no voy a modificar porque, entonces, el relato no sería lo que fue en su momento, sino otro. Salió de un cajón olvidado y allí seguirá, salvo el fragmento que he publicado.
EliminarEso que los lectores den caña da vidilla.
"enanitos asexuados que jamás se pasaron por la piedra a la ñoña de Blancanieves a pesar de que ocasiones no faltaban para ello...". Hombre, no. Esto vale para Pajares y/o Esteso en los 80, pero no para usted. Como mujer y seguidora habitual de su blog, me parece mal que deje caer en estos días, todavía asqueados por la "hombría" de la basurienta manada, una expresión tan despectiva hacia la mujer, y más cuando Blancanieves era solo una niña. En fin, ese machismo izquierdoso... ¿Recuerda esa letra del admirado Aute: O me llevo a esa mujer, o te la cambio por dos de 15 si puede ser? Bromas, las justas.
ResponderEliminarEste relato tiene ya 20 años y he decidido mantenerlo tal cual fue en su momento por no caer en la hipocresía de quien reescribe la historia en función de los vientos que soplan.
EliminarSabía que habría alguna reacción, comprensible, a este episodio, y asumo la queja y el tirón de orejas, pero uno ha de ser consecuente incluso con sus errores.