miércoles, 18 de septiembre de 2019

La adaptación al medio (Fábula urbana).-


Te lo dan con la jubilación, le dijo a un amigo un jubilado de reciente hornada, señalando al bebé dentro del cochecito que iba empujando. Se ve que, recién jubilado, y en previsión de una depresión poslaboral, le nombraron paseador del nieto. Al hombre se le veía tan feliz con su nuevo oficio de escanciador de biberones.

La anécdota sucedió unos días antes de terminar nuestras largas vacaciones serranas, cuando este jubilata andaba medio depre, pensando en el regreso a la capital del reino y a sus ruidos y contaminaciones habituales. Esta escena me hizo olvidar la angustia vital que me embargaba y recordar que, hace años, allá por el 2005, escribí un relato corto sobre un asunto parecido, en que un jubilado reciente se encontró siendo abuelo sin que mediara consulta previa o consentimiento por su parte. 

Por distraerme, fui al cajón de sastre (entiéndase: memoria externa del ordenador) donde voy arrumbando todos los textos escritos a lo largo de los años y lo rescaté y hoy lo paso a la bitácora. El improbable, y en este caso, paciente lector, juzgará si la historieta ha quedado desfasada o sigue teniendo vigencia.

Así dice esta fábula milesia:

No había amor intergeneracional como el de aquella familia. Lo mejor que le pudo ocurrir al padre, cuando le sobrevino la jubilación, fue que su hija se quedara preñada. Claro que no llegó a esa situación de una forma socialmente aceptable, pero había que reconocerlo, el resultado iba más allá de toda esperanza.

La chica había sido siempre, desde que cumplió los quince, un poco pendón. Se iba de discotecas el fin de semana y no volvía hasta el domingo de madrugada. Ni los cabreos y cagamentos del padre, ni los chantajes emocionales de la madre la sujetaban. Ella, simplemente, el viernes por la tarde se pintaba el ojo, se ponía la minifalda, y desaparecía hasta el domingo por la mañana.

Pero aquella situación cambió radicalmente el día que fue a la farmacia, compró un predictor de esos y le dio positivo: estaba embarazada y no tenía la menor idea de quién podía haber sido el padre. Tampoco le preocupó demasiado, la verdad; podía haber sido cualquiera de aquellos niñatos de discoteca, ciegos de éxtasis. Total, para tener que hacerse cargo de dos inmaduros, mejor se quedaba sólo con el enano a punto de nacer, que siempre sería más manejable.

Además, con esa moda neoliberal de deslocalizar empresas, al viejo lo habían jubilado a la fuerza y estaba insoportable. Si se hacía cargo del que iba a nacer, ella se libraba de dos incordios por el mismo precio: los gruñidos del abuelo y los berridos del nieto. Cuando pasaron los meses de lactancia, buscó trabajo como azafata de congresos y organizó la vida de sus viejos e hijo: la madre preparaba biberones, lavaba culos, planchaba ropa, mientras que el padre hacía la compra de la casa y paseaba al bebé interminables horas por el parque. Mientras tanto, ella, tan mona con su uniforme de azafata, repartía sonrisas en el curro y buscaba una pareja económicamente solvente.

El abuelo asumió el nuevo papel y el salto generacional no fue un problema que enturbiase las buenas relaciones entre éste y el nieto, al menos en los primeros tiempos. El abuelo sacaba el cochecito al parque e iba por donde le apetecía, a las partidas de cartas y a las competiciones de petanca. El nietecito, incapaz de manifestar opinión alguna, se dejaba llevar; se limitaba a succionar el chupete y contestar con gú-gús incomprensibles a las propuestas del abuelo.

Sin embargo, el abuelo era consciente de que, en pocos años, el nieto cambiaría. Sabía que el mocoso, con el tiempo, terminaría exigiendo ropas de marca, móvil de última generación, play station, pasta para discotecas y libre consumo de estimulantes. Y él quería estar preparado para el momento.

Por eso, y aunque ignoraba las últimas tendencias del diseño minimalista, él siguió un proceso de deconstrucción de su propia personalidad. Comenzó por sustituir la gorrilla de jubilado y el jersey de cremallera por una gorra de béisbol y una chupa de marca; sólo usaba pantalones hip hop y playeras como patas de elefante. Cambió la dentadura postiza por otra de implantes con destellos nacarados, y empezó a ir al gimnasio para bajar barriga. Practicaba el aerobic enfundado en bodys de licra y se teñía el pelo de colorines fosforescentes; y hasta se puso un piercing en la lengua.

Descubrió que la vida comienza a los 55, así que se apuntó al botellón de los viernes por la noche y no aparecía por casa hasta el domingo. Llevaba los ligues a casa y mandaba a su mujer al bingo para que no molestara. Como la pensión no le llegaba para sus gastos, empezó a explotar a su hija. Ésta, que ya vivía en pareja con un economista, se había vuelto conservadora y miraba mucho las apariencias; así que llevaba un sofoco detrás de otro. Por librar al niño de la mala influencia del abuelo, lo metió en un colegio religioso y le afilió a los boy scout.

El día que el abuelo llegó con la noticia de que había embarazado a una jovencita, a la hija le dio un ataque de ansiedad y se compró medio Corte Inglés; en el trabajo andaba de mala leche y la echaron por bajo rendimiento. Se volvió depresiva y el economista la abandonó. El niño, que fumaba porros en el cole, pegó a un profesor y le expulsaron. La abuela, imposibilitada de lavar culos de bebé, se había hecho ludópata binguera para superar sus frustraciones.

Sólo el abuelo miraba el futuro con optimismo. Pensaba en lo bien que iba a educar al niño y observaba la redondez de la tripa de su jovencísima pareja. Ésta, para aguantar el aburrimiento de la preñez, tomaba rayitas de coca de vez en cuando y le daba al tarro a escondidas; eso sí, nunca fumó porque, según las autoridades sanitarias, era malo para la salud del feto.

Cuando por fin parió, descubrió que la clase media es un asco, dio puerta a su pareja, le encasquetó el mocoso, y se fue a una comuna de okupas, a vivir su vida. El abuelo volvió al parque a pasear el cochecito de su bebé, a las partidas de cartas y al juego de la petanca. Mientras, su retoño succionaba el chupete y soltaba inarticulados gú-gús de infantil satisfacción.

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