lunes, 10 de agosto de 2020

Varia (Estival, 3).-



Pensaba haber llamado a esta tercera entrada estival “Hierofanías”, pero resultaba ser un derrape cultureta demasiado evidente. Aparte que han surgido otras curiosidades propias para ser registradas en esta bitácora veraniega.
Lo de hierofanías venía a que, entre las lecturas “serias” de las tardes calurosas, por contraposición a las “ociosas”, livianas y novelescas habituales, está la introducción a la versión francesa de Lo sagrado y lo profano, de Milcea Eliade (gracias por el envío, Chus), donde las hierofanías, según el autor, son la manifestación de lo sagrado en la naturaleza. La sacralización de elementos naturales (una piedra, un árbol, un bosque, un arroyo…) por parte del hombre, hace que éstos trasciendan su condición de “cosas” para ser manifestaciones de la divinidad y ejercer de puertas que comunican el mundo terrenal con celestial. La piedra sobre la que se recostó Jacob, mientras veía en sueños a los ángeles subir y bajar por una escalera al cielo, es un ejemplo que el autor pone. Al despertarse el patriarca, la unge con aceite y la declara lugar sagrado.
Pero el señor Eliade no sólo muestra esta condición en el hombre antiguo, no urbanizado y laico – digámoslo así –, en contacto directo con la naturaleza, sino en nuestra sociedad profana, racional y desacralizada. Dice de nosotros que tenemos un comportamiento “cripto-religioso”. Que, al fin, creamos nuestros propios fetiches a los que damos un valor pseudoreligioso (el término lo añado yo), en cierto modo sacralizado. Este jubilata piensa, inmediatamente en tantos objetos de consumo, sin cuya posesión, nos sentimos desnudos y como desamparados del favor divino, en este caso del Dios Mercado. Necesitamos poner nuestra fe en su posesión, uso y exhibición. El coche último modelo, grande, aparatoso y caro es un ejemplo obvio de objeto sagrado.
Pero hay otras formas de sacralización, profana o religiosa, que un servidor encuentra en sus caminatas campestres y que le han llevado al excurso anterior, y que eran la razón (o excusa) para esta entrada en mi bitácora. Hablaré de una que me impactó días atrás.
Próximo a la pasarela sobre el arroyo Aguilón (no daré más detalles, que luego se llena de urbanitas), hay un talud que sube hasta un antiguo camino abandonado que seguí hace un par de semanas. Éste lleva a otro que baja del puerto hasta el valle. Por allí cerca, en un cercado, encontré, junto a una roca que levanta como un metro sobre el suelo, un chozo cilíndrico, de pared en piedra levantada sin argamasa, al pie de un hermosísimo roble que daba al lugar un cierto aspecto numinoso. Sobre la roca, a modo de altar, habían puesto una cruz forjada en hierro (de unos 40 cm de altura), sujeta por un puñado de piedras, y a su lado, anclada a la roca, una placa con la siguiente inscripción:  
“… en la CRUZ,
heridos, nunca
dejamos de amar”
CRUZ DE MAYO 2017.
-….-
Y, debajo, el nombre de una persona que no viene al caso. Quizás es un cenotafio, quizás una conmemoración de otro tipo, pero con un trasfondo religioso evidente. Si aquel hermoso conjunto natural, levemente modificado por mano del hombre, no era una hierofanía, este jubilata tiene una sensibilidad enfermiza que le tiene vagando sin rumbo por los caminos y las trochas vacunas del robledal. Aquí la naturaleza abría una puerta en contacto con la divinidad; al menos, ese era el sentido que parecía transmitir quienquiera que levantó este rústico monumento. Tal como lo vio este jubilata laico, así lo cuenta, que de sacralizaciones no está muy al tanto. 
Y, además, otros asuntos sin relación causal ni afinidad con el anterior. Por eso, al epígrafe lo llamo “Varia”, porque así caben estas dos pequeñas lecciones que he recibido en el mismo día: una, de la crueldad de la naturaleza y la otra, de la estupidez humana. Lo cual está bien, incluso para personas de mi edad (ya 74 años), porque así no me permitiré la vanidad de suponerme de vuelta sobre las cosas de la vida, amparándome en la experiencia que da el paso del tiempo. La experiencia, ese peine que te dan cuando ya estás calvo, se dice con humor acre.
Lo relato tal como lo reflejé en mi diario:
Esta mañana he encontrado acurrucado en el quicio y al pie de la puerta de entrada, un pajarito ya cubierto de pluma (parecía una cría de un chochín común). Se había caído del nido, que está bajo el tejadillo que protege la entrada, entre la pared y una viga de madera. Tras volver del mercadillo con Teresa, encuentro otro también caído del nido, un poquito más grande. Intento darles miguitas de pan mojado con ayuda de unas pinzas de depilar, pero ni abren el pico – según leo, son aves estrictamente insectívoras –. Se lo digo a nuestra casera, por si me dejara una escalera para ponerlos en el nido. Pero, en opinión de María, que es una experta en aves y otros animalillos, puede que la madre los haya echado del nido para que sobreviva el resto de la nidada, puede que los hayan echado sus propios hermanos para disponer de más ración y así sobrevivir. La Naturaleza es cruel con los débiles y da lecciones de supervivencia con absoluta indiferencia. El débil pierde la vida por inanición o depredación, el fuerte sobrevive y se reproduce. El señor Darwin lo sabía.
En cuanto a la estupidez humana, es lección que más cuesta aprender, eso que se ven ejemplos a diario. Me cuenta Teresa que, en la parte trasera del ayuntamiento, donde tienen su habitual parlorio los chavales que allí suelen hozar su libertad y su derecho al ruido y alcohol por las noches, un barrendero municipal ha pasado el soplador para barrer las basuras que dejan éstos. Solo que el individuo ha empujado con el chorro de aire todos los envases y plásticos al lecho del arroyo, a pesar de los gritos de protesta de mi santa, quien se desgañitaba desde el balcón de casa, en frente.  ¡¡Y yo que, semanas atrás, había escrito al ayuntamiento para pedirles que mandasen limpiar el lecho del Artiñuelo, que se estaba convirtiendo en un basurero (como cada verano), y que recordasen que estamos dentro de un Parque Natural, que exige una especial protección…!!! Pues allí se puede ver a los veraneantes, tomando su cervecita en la terraza junto al arroyo, que sirve de basurero a sus pies.
Por último, en la calle Ribera del Artiñuelo, en su parte más alejada, había un viejo parque abandonado y cubierto de hierbajos, con matas de avellanos y endrinos, algunos fresnos y abedules que sobrevivían a la desidia municipal. En estos días han metido las excavadoras y lo han arrasado para, según todas las pintas, hacer un aparcamiento donde estacionar muchos, pero que muchos, muchísimos coches. Parece que dejarán de recuerdo una esquina del parque, donde hay una estatua sedente que representa a un viejo con boina y una vara en la mano, último representante de la Rascafría rural y ganadera. Indiferente al asfalto y el progreso, eso sí.
Por hoy, vale….

3 comentarios:

  1. Te ganarás otro peine, es interesante tu relato verde

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  2. Me gusta que vayas descubriendo sitios bonitos, ya los andaremos juntos. Tengo mono de salidas de montaña. Me encantan tus comentarios y la denuncia que haces del Artiñuelo, es penoso que se tenga tan poca sensibilidad por la naturaleza. Falta mucha educación en este país. Mercedes

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  3. En fín, más delo mismo, ya sabemos que no todo el mundo tiene la misma percepción de lo que es cuidar la naturaleza. No sé donde estamos fallando, pero lo que cierto es que el mensaje no llega a la "CIBILIZACIÖN".
    Ah, en cuanto al pájaro, si, es muy probable que lo hayan echado del nido, aunque también hay algunos muy aventureros. Y aunque es cierto de que son insectiveros. Con una gotita de agua en el dedo y dejándola caer suavemente sobre el pico, comienzan a beber, después, y con hambre, alguna pequeña miguita de pan humedecida, y paciencia, se consigue que abran el pico y vayan cogiendo confianza. Eso si, para mejorar su dieta algún sabroso insecto. Salud.

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