domingo, 23 de abril de 2023

Una visita al laberinto.-

 


Leía estos días pasados una información sobre un estudio de la universidad de Harvard donde se asegura que, a partir de cumplidos los 60 años, las personas son más felices. Lo que me pareció estupendo. Sobre todo porque, si el sumar años es una garantía, o por lo menos puntúa para encarrilarse en el camino de la felicidad, este jubilata es un cúmulo de felicidades. Siquiera porque ha sobrepasado los 60, los 70, y avanza por sus pasos contados hacia los 80. Más felicidad no cabe en un individuo. 

Como un galápago dentro de su concha, según pasa la vida, así engrosa el caparazón que lo protege. Y cuanta más costra, más dicha. Y no hay por qué ponerlo en duda. Quién sabe lo que guarda un anciano en el hondón de su almario, quizás la quintaesencia de la felicidad, de la misma forma que quizás, bajo su caparazón, el cangrejo resuelve raíces cuadradas, como aventuraba don Miguel de Unamuno.


Total, como feliz que me corresponde ser por edad, desechado el pesimismo antropológico que me habita, este sábado pasado decidí organizar la parcelita de felicidad que correspondía a tal día con una visita al museo Reina Sofía. El Reina es museo por el que siento devoción, y al que dedico varias visitas al cabo del año; no demasiadas, que es lugar que me resulta laberíntico. No por la distribución de sus espacios, que es pura racionalidad, como corresponde a un antiguo hospital basado en los principios de higiene, luminosidad y eficacia de los ilustrados, sino por lo abigarrado de tendencias estéticas de su colección y exposiciones temporales. Uno entra en el lugar con la pretensión de comprender el espacio artístico del siglo pasado y descubre que aquello es un maremágnum de tendencias que pretenden describir el mundo caótico del arte, reflejo de la sociedad, y terminan por desasosegar al visitante.

Por eso, quizás, no fue buena idea comenzar por una sala arrinconada en un esquinazo, al fondo de la planta baja. Allí, amontonados aparentemente -sólo aparentemente – sin orden ni concierto, un montón de aparatos de los usados en laboratorios de la industria cinematográfica, bajo el epígrafe Laboratorio PLAT -75-82, (Picto-Lumínica-Audio-Táctil) de José Val del Omar. 

Un servidor, que en eso del medio audio visual no pasa del manejo del mando a distancia de la tele, quedó consternado al comprobar su grado de ignorancia ante aquella colección de viejos artilugios con los que se captaba y manipulaba la realidad ficta del mundo de la imagen el siglo pasado. Como había un vigilante que no tenía más entretenimiento que observar al único visitante presente, un servidor puso cara de estar enormemente interesado y como muy consciente del valor testimonial de aquellas máquinas, rollos de películas, cámaras, moviolas y otros artilugios de difícil desentrañamiento para un ignaro como quien esto confiesa. Saqué la libreta, tomé unas notas, y con cara de enterado, tomé puerta.

Por alejarme de mi ignorancia, subí a la cuarta planta y me tropecé con una exposición cuyo título me intrigó: Ecuador – Parallel, Guernica – Bengasi, 1982, de Richard Serra. “He aquí un título sugerente”, me dije. Entré, libreta en mano. Inciso: Soy muy amante de ver exposiciones armado de cámara, libreta y boli para tomar notas de aquello que entiendo; sobre todo, de aquello que no entiendo (por consultar luego en casa tranquilamente), de aquello que sé voy a olvidar porque no comprendo, y, en general, porque un jubilata en medio de una sala, enfrascado en sus anotaciones, queda muy guay y es una curiosidad a recordar por parte de los guiris que andan tan perdidos como uno mismo.


Pues eso, que entré y me encontré con la desnudez de las paredes blancas. Dos grandes cubos metálicos (1,5x1,5x1,5, así a ojo) de hierro color óxido flanqueaban la entrada. Tras una gran arcada, la siguiente sala, unas enormes planchas metálicas de lo mismo, de varios metros de largo y con un grosor de unos 10 cm. Todo ello me hizo recordar “2001 Una Odisea del Espacio” cuando un primate irritado golpea con rabia el suelo, armado con un fémur, ante la indiferencia de aquel monolito enhiesto que viene a representar la deidad impasible, la infinitud, la soledad e indiferencia del universo. Como un prehomínido perplejo ante aquellas realidades de racionalidad cúbica me quedé.

En mis notas no supe qué poner, aparte dejar constancia de aquellos paralelepípedos aparentemente – solo aparentemente, que el autor siempre tiene  intencionalidad – herrumbrosos e indiferentes al devenir de la humanidad, como el bloque cuadrangular ante el que se cabreaba el mono de la enjundiosa peli 2001 Una Odisea del Espacio. Afortunadamente, no tuve que desconectar, hasta su lenta muerte, al supercomputador HALL 9000, demasiado humano para fiarse de él. Simplemente, cambié de sala un poco al azar.


“Enemigos de la poesía”, rezaba el título de la sala. Eran, a lo que alcancé a entender,  series de diseños geométricos continuos, hechos por computadora. La creatividad era pura consecuencia de un cálculo técnico. La técnica y la geometría imitan el arte, pero matan la poesía. 


En la sala 434, la soledad de los espectadores frente a una pantalla que emitía imágenes como infusorios difusos y enloquecidos en una charca. Tres espectadores seriados (traje oscuro, pinta de vulgares señores de clase media, tipo años 60) frente a la pantalla, aburridos, indiferentes, miran y no ven. Solo están.

En la 428, “Lo racional y lo sentimental”, de Luis Gordillo, manchas coloreadas, vagamente antropomorfas: "La familia", "Adán y Eva". Al lado, no sé si suyo o de una pintora contemporánea suya: “Caballero cubista aux larmes”, y empiezo a darme cuenta que estoy llegando a la saturación: el cuadernillo de notas empieza a desbarrar y las palabras allí escritas se tuercen, empiezan a perder la horizontalidad y la claridad de trazo. Está claro que debo dejarlo por hoy: la cuota de felicidad de mayores de 60 años se me está agotando, y con ella mis viejas neuronas.


Aun así, hago un último esfuerzo. “Los VIP”, leo: Parte superior: unas ranas saltando vallas torpemente en una carrera de obstáculos; banda media: condecoraciones de órdenes militares y otras insignias de autoridad y prestigio; parte inferior: dos cerdos plácidamente dormidos sobre el barro. La moraleja es evidente y el espectador no tiene que estrujarse las meninges. Y aún la sala 426, de Eduardo Arroyo, con pinturas dedicadas a aquellos 25 Años de Paz del franquismo. Corría el año 1965 y un servidor tenía 20 y un largo, monótono y gris horizonte por delante. Habrían de pasar más de 50 años para alcanzar esa felicidad que, según los intelectos de Harvard, nos llegan tras tantos años de singladura por los vericuetos de la vida.

Total. Guardé el bloc de notas, el boli, descabalgué las gafas, busqué la salida, atravesé el Retiro y llegué a casa. 

Y así lo he contado…

2 comentarios:

  1. Casualmente ayer estuve en "el Reina" ,que así se refieren a él los jóvenes duchos en artes; iba a buscar a mi hija que estaba con una amiga en la exposición de Lucien Freud y mientras salían pregunté por la librería a un empleado de la puerta y me dijo -"No, la librería no, la tienda". Vaya, pensé, aquí no tienen librería, pero me dirijí a la tienda y resultó ser una librería en la que además se vendían algunas otras cosas, como suele suceder hoy hasta en los recintos sagrados. Los libros se referían al arte, pero de una manera muy estrecha, o sea al arte actual y además a algunos pocos. Mi hija salió de lo de Lucien Freud y tanto ella como su amiga sólo comentaron que era una sucesión de cosas raras, e incluso algo desagradables. Vaya que Goya ya era un moderno, me dije. Escribo esto como respuesta a lo laberíntico que encuentras, ¡Oh, amigo! a este recinto. Lo es. A lo de "librería, no, la tienda" añado la estampa idílica que a la entrada al museo, aún en la calle, ofrecían una media docena de empleados del museo cuya única misión, según pude ver, era señalar la puerta de entrada a los que llegábamos y que no era la puerta donde ellos estaban sino otra cercana: el recibimiento era, si no de recibo, al menos multitudinario. Bueno, laberíntico y multitudinario, como el museo mismo.

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  2. Muy bien Juanjo, todas estas cosas que cuentas engrosan nuestro caparazón.

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