miércoles, 5 de junio de 2024

De memorias personales o algo parecido.-


 

Estas últimas semanas llevo dándole vueltas a la cabeza sobre si escribir una especie de memorias personales, hechas de retales de los recuerdos que aún me rondan por la cabeza, ahora que me voy aproximando a la octava década de mi vida. 

Por lo que tengo leído, es un buen momento para ocuparse del asunto, ya que otros lo hicieron antes, como es el caso de Bernal Díaz del Castillo, quien con los ochenta ya cumplidos escribió su Verdadera historia de la conquista de la Nueva España. O don Pío Baroja con su Desde la última vuelta del camino, quien, puesto a tirar de recuerdos y episodios vividos, nos legó varios volúmenes en los que los lectores contumaces nos hemos zambullido durante largas horas. 

O, yendo un poco más lejos, esas larguísimas Mémoires d’Outre-Tombe de Chateaubriand, quien, aparte de dar nombre al solomillo asado a la parrilla y poco hecho por dentro, nos dejó sus memorias personales y políticas que son un bocado bien elaborado, donde lo crudo de sus enjuagues políticos queda bien sazonado con la elegancia de su escritura.

Sé que en alguna parte de la memoria de algún ordenador anterior que tuve y fue al reciclaje, inicié mis memorias con el propósito no confesado – como cualquier rememorante – de disfrazar, ocultar e incluso mentir sobre aquellos aspectos de mi vida cuyo recuerdo menoscabase mi autoestima o la apreciación ajena. Eso el improbable lector lo comprenderá, uno no tira piedras a su propio tejado. Menos aún, pone en evidencia sus debilidades para ser pasto de lectores ociosos, maliciosos o puede que malintencionados.

Lo cierto es que, en la memoria externa del ordenador, donde guardo casi todo lo escrito en estos últimos veinticuatro años, no aparece por más vueltas que dé a todos sus archivos. Y es una lástima, porque así tendría parte del camino recorrido y sabría a qué atenerme respecto a la forma engañosa en que estaban redactados mis recuerdos. Me serviría de guía, claro está, para seguir el mismo camino de rememorar aquello que me interesase, o bien desmemoriarme en aquello que me conviniese  ocultar.

Claro que estos textos, en principio, no se escriben con el ánimo de darles publicidad, sino por pura reflexión personal sobre mi vida pasada. Lo que incluye el propósito deliberado mentir – o, mejor dicho, de mentirme – cada vez que afloren experiencias vividas pero que resulten desagradables en el recuerdo, y que, por lo mismo, no quisiera sacar en letra impresa. 

Supongo que los psiquiatras tienen un nombre para designar a este ocultarse a la luz de la propia conciencia los recuerdos ingratos que se pudren en el hondón la mente, pero me tiene sin cuidado. Cada cual tiene sus taras y yo asumo de antemano las mías.

Pues ya digo, hace semanas abrí un archivo con el título de “Retazos de vida”, donde empecé a recoger todos los recuerdos de infancia, sin orden, según me venían a las mientes: desde el primero del que tengo conciencia, en torno a los cuatro años, hasta aquellos que son el testimonio de personas que me vieron nacer y me contaron cómo era yo en mis primeros años. Son recuerdos prestados, muchos de ellos, que asumo como propios, empezando por el de mi nacimiento, y los incorporé a mi memoria vital. En eso he seguido el ejemplo de don Miguel de Unamuno en sus Recuerdos de niñez y mocedad y puedo afirmar que estos recuerdos, vividos, pero sin conciencia de haberlos vivido, los sé de autoridad y por deducción.

No es cosa menor, dicho de otra manera, es cosa mayor…, según aquella célebre alocución del inefable Rajoy refiriéndose a la cerámica de Talavera, recurrir a la memoria de sucesos de quienes nos precedieron para llenar de sentido nuestros primeros años, vividos sin recuerdo de haberlo hecho. Con el paso del tiempo, somos memoria de nosotros mismos y proyección hacia el futuro (el que nos quede), mientras que el presente no es más que una sucesión de fugacidades que no logramos aprehender si no es a toro pasado, como recuerdo y memoria. Total, en contra de las filosofías presentistas hic et nunc que nos venden los gurús del posmodernismo, este jubilata está escarbando, sin mucho éxito por lo difícil del caso, en la memoria de quienes ya no existen, pero algo sabían de lo que fuimos.

Así, mis recuerdos más ancestrales (por así decirlo) se remontan a mi bisabuelo el de Lecaun. Según cuenta mi prima Josefina, un día el bisabuelo Juan José (por quien llevo su nombre) extravió una cabra y fue al monte a buscarla. La encontró y se la echó a los hombros sujetándola con las patas bien trabadas. De vuelta a casa, la cabra le iba diciendo por el camino a mi bisabuelo: “Suéltame, Juan José, que soy yo”. Por más que le he preguntado a Josefina cómo continuaba aquella historia de brujería, nunca supo decírmelo. 

Porque, hay que decirlo, en aquellas tierras navarras y en aquella época, la brujería era algo que estaba en la mente y creencias de las gentes, así que no tenía nada de especial que la cabra extraviada pidiese al bisabuelo que la soltara diciéndole “Juan José, que soy yo”. Seguro que él sabía muy bien a quién se refería la cabra y por eso la llevaba bien trabada.

Lo que me recuerda lo oído varias veces en casa del abuelo en Beriain, que en Subiza, que tenía fama de ser pueblo de brujos, una vez fue el cura a exorcizar a una mujer y la escalera se puso del revés para que no pudiera subir adonde estaba la poseída. Otras historias parecidas se contaban por la noche, al calor de la cocina, después de rezado el rosario y mis tíos, reventados de la faena en el campo, se dormían al soniquete de la interminable letanía del “ora pro nobis”. Pero tan niño como era yo entonces, la mayoría no las recuerdo. Sí recuerdo aquella vez cuando el tío Braulio nos explicó cómo era la bomba atómica, parecida a un puchero grande que había en la recocina y servía para cocer las mondas de patatas que se echaban a los cutos.

A pesar de lo que se ha dicho más arriba, de que se trata de unas memorias personales – si es que llegasen a término – para uso personal y no para el común de los lectores, en mi rinconcito de escritor frustrado bien quisiera que salieran a la luz. 

Claro que hay que contar con el miedo escénico del jubilata que echa la vista atrás y reconoce que no hay materia para alimentar el interés de improbables lectores y así caer en el ridículo. Por eso no diré como Nerón cuando se suicidó a manos de su esclavo: Qualis artifex pereo (Qué gran artista se pierde con mi muerte). Y es que del salto a la gloria al tropezón en el esperpento solo hay un pequeño paso.  

Y si no, que se lo pregunten a don Friolera.

2 comentarios:

  1. Rosa María Artal9 de junio de 2024, 12:25

    Seguro que será muy interesante por contenido, y , en tu caso, brillantemente escrito. Ánimo y un abrazo.

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  2. Con esos ejemplos de autobio's no puede uno ponerse en contra. Solo que yo no creo que las biografías se hagan a la luz de la memoria real de esas vidas, ya se sabe que la memoria, la historia, es la luz que hoy queremos o podemos dejar del pasado del que nos interesa dejar constancia; así, los supuestos recuerdos son la base que nos permite seguir escribiendo, pues eso es lo que realmente
    deseamos. Creo que tus memorias serán suficientemente interesantes cuanto menos memorias sean y más Juanjo, tal como hoy lo conocemos. Yo ni pienso, ni se me ocurre hacer una cosa así, pues lo que interesa yo ya lo sé y poco puede importar al mundo. Si hay que apuntarse a una lista de memorias por entregas, dilo, maestro, allí estaré. Un abrazo fraterno.

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