Claro que precursores de estas fiestas no fueron
solo los mazapanes y turrones del súper, en lo que respecta a la iniciativa
privada, sino también lo fueron esos árboles cilíndricos como enormes
cucuruchos recubiertos de espumillón verde-abeto y cuajados de bombillitas de
colores destellantes que los munícipes locales empezaron a hacer brotar en
plazas y espacios públicos en una encomiable competición por ver quien la tenía más grande; quiero
decir, a ver qué alcalde levantaba el pirulí navideño de más metros de altura,
más vistoso y mejor iluminado que el resto del gremio alcaldesco.
Lo dicho, encomiable competición que, a más de
agradar a los ciudadanos que ya estaban procesando su sistema neuronal en modo
navidad, atraen a miles y miles de bípedos de lueñes lugares que llegan
arrastrando su maleta de ruedinas con su monótono traqueteo sobre el
embaldosado de las aceras. Y como música de fondo, un sabroso runruneo de caja
registradora que engrasa la maquinaria del sistema económico neoliberal y hace
que nuestras democracias vayan por la senda de la paz social.
Pues eso, improbable y caro lector, que quería
escribirte un cuento navideño para felicitarte las fiestas, tal y como lo vine
haciendo durante muchos años, pero no encuentro manera de abordar el asunto.
Creí que, una vez pasado el Black Friday ese y sus afanes a precio de ganga,
vendrían unas semanas de sosiego antes de que en el ambiente se esparciese ese
tufillo que anticipa la alegría del cosquilleo navideño. Confiado en ello, me
he dedicado a mi vieja afición de flaneur capitalino, buscando ese ¡Clic! que
despierta la imaginación y te inspira una pequeña historia que ni el Borges las escribiera
tan originales.
Pero no, antes de ponerme en ambiente, hicieron
eclosión los turrones del súper y empezaron a brotar los árboles municipales de
esqueleto metálico, más todos los miles de luminarias que han dejado las calles
comerciales como un ascua.
Entonces no pude menos de imaginar a la sagrada
familia, ella con su preñez avanzada, él tirando de la maleta con ruedas,
localizando un Uber con la aplicación del móvil para que los llevara hasta el
alojamiento Airbnb que habían contratado desde Galilea junto con un vuelo low
cost en Vueling.
Y en previsión de un parto anticipado a la fecha
prevista por el ginecólogo allá en Belén, traían contratada una póliza médica de
una afamada empresa supranacional propietaria de la cadena de hospitales Ruber
y asociados, que garantizaba asistencia las veinticuatro horas del día, con los
más modernos paritorios y epidural incluida para que la madre no sufriese en
el parto.
Lo que no cubría el seguro era la asistencia del
buey y la mula a ambos lados de la cuna porque la ley de protección animal no
consiente que los cuadrúpedos ungulados pernocten fuera de su nicho ecológico.
En su lugar, se podía contratar, como sustitutos a dos robots biónicos dotados
de IA que mugían o relinchaban a gusto del usuario. Solo que ellos, José y
María, no podían permitirse ese dispendio porque la carpintería proporcionaba
unos ingresos más bien modestos. Por eso decidieron contratar un buey y una
mula de peluche que producían un bonito efecto de intimidad familiar.
Pero eso, claro está, en caso de que María se
pusiera de parto durante las vacaciones navideñas. De no ser así, el seguro les
exoneraba de los gastos del paritorio y el alquiler de los peluches.
Poco más te puedo decir, caro lector. Si ves por la
Puerta del Sol, la Plaza Mayor o por la calle Preciados, o sus aledaños, una
pareja enamorada, ella en avanzado estado de buena esperanza y él con largas
barbas proféticas, seguro que son ellos. Trátalos con simpatía y, si es
posible, os hacéis un selfi juntos, que no volverás a ver una pareja tan
famosa, aunque discreta, como esta.

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