sábado, 13 de marzo de 2021

Cuando la tecla se resiste.-


 
Un servidor puede asegurar que nunca, en su larga vida de lector, ha tenido desfallecimientos. Al contrario, ha habido etapas de su vida en que ha sido una trituradora, dispuesto a desmenuzar cualquier letra impresa que se pusiera a su alcance. Sin mayor criterio, evidentemente. La pasión lectora no se paraba ni en valoraciones de género literario, de calidad ni de temática. Cualquier papel en forma de libro, o tebeo en la lejana infancia, eran objeto de aquella bulímica afición a la lectura.

Y en esas estamos aún, con las limitaciones que impone la edad en cuanto a horas de lectura y selección de asuntos. Porque, cuando empiezan a faltar los dientes, uno debe elegir los alimentos, sustituyendo la abundancia por la calidad. No busca tanto banquetearse cuanto saborear a pequeños bocados. Por decirlo con un símil gastronómico, uno no se da un atracón de fabes con todos sus sacramentos, sino que opta por un menú estrecho y largo, donde la profusión de sabores contrarresta la contundencia del producto deglutido. Uno lee menos, por cansancio físico, pero lee mejor.

Cosa distinta es cuando – y es el tema de hoy – uno se pone ante la pantalla con la intención de decirle algo mínimamente interesante al improbable lector, pero tiene estreñido el conducto de las ideas. Y por más esfuerzos que haga no consigue obrar.    

Para que el improbable lector se haga una idea, aquí queda este cuentecito que fue escrito en una ocasión similar, con estos resultados un tanto escatológicos:

""- ¿Qué? ¿Ya te sale...?

- Espera, espera... Hhhmmfff... Parece que ya, casi... Gggmmfff... Pues, no..., parece que todavía no.

- Bueeeno. A ver si haces un poco más de esfuerzo. Mira que llevas quince días sin hacer nada. Pues, hijo, menudo atasco debes de tener –. La mujer, casi de puntillas, se aleja de la puerta del despacho, cerrada a cal y canto. Camino de la cocina, se la nota preocupada por los desarreglos del marido.

El escritor, encerrado con llave en su escritorio, hace esfuerzos enormes intentando que le salga alguna frase, aunque sólo sea una cortita. Está sentado en su silla, y tiene un rimero de papeles al alcance de la mano por si se deshace el atasco y puede empezar a escribir. Pero, por más que aprieta, nada. Fue hace ya casi veinte días cuando empezó a sentir los primeros síntomas de la obstrucción: una sensación de opresión en el estómago, pérdida de apetito y un fuerte dolor de cabeza. Desde entonces, no le sale ni una frase. Nunca había tenido una sensación parecida. Normalmente, nada más levantarse y desayunar, enseguida le venían las ganas. Iba corriendo al escritorio, se encerraba con llave, hacía un pequeño esfuerzo y ¡Plaff! las ideas le salían de golpe: sinécdoques narrativas, metonimias y todo tipo de imágenes literarias que se derramaban sobre el papel con la fluidez de un intestino bien regulado.  Era como exonerar el vientre cada mañana, pero en plan creativo.

Al cabo de un rato, suenan unos golpecitos discretos en la puerta, “toc, toc”, y la hija mayor, que pregunta:

– Papá, papá. ¿Cómo te encuentras? ¿Has podido hacer algo?

– Que no, hija. Que todavía no – El escritor, encerrado y estrujando unas cuartillas, hace esfuerzos para echar fuera la masa literaria que se le ha endurecido. Otra vez, nada. Por más que aprieta, no sale nada y la familia está en vilo.

– Bueno – replica la hija mayor –, tú tranquilo ¿Eh? Mamá te está preparando una manzanilla. Ya verás qué bien te cae.

La hija mayor se va preocupada, y deja al escritor en su encierro y con sus apretones infructuosos.

Estas cosas suelen pasar sin saber bien por qué, piensa el escritor para consolarse. Unas gotitas de sudor frío le corren por la frente y, a cada esfuerzo, nota como si la cabeza le fuera a estallar. Él ya se lo había oído decir a otros compañeros de profesión: de repente, te levantas una mañana lleno a reventar, te pones a escribir y, por más esfuerzos que haces, no te sale ni una frasecita en presente de indicativo. Y, como se te atraviese una adverbial subordinada, para qué contarte; esas sí que son astringentes. Se te forma un tapón que, por más que aprietes, te estriñe el conducto creativo y, en los casos más graves, los esfínteres de la imaginación se irritan hasta ulcerarse.

– Claro, que lo peor son las perifrásticas –. El escritor lo ha pensado en voz alta, sin darse cuenta.

Acaba de recordar a un amigo y compañero de profesión, que tenía una columna de mucho postín intelectual en una revista literaria, al que hace un año se le taponó una oración perifrástica con un verbo en pretérito pluscuamperfecto de subjuntivo, de la que colgaban una subordinada modal y dos complementos de objeto indirecto, y le tuvieron que hospitalizar. Fue muy comentado entre los colegas: de aquella, por poco se muere.

Estuvo de baja durante tres meses hasta que, por fin, expulsó aquella masa petrificada. Y eso, gracias a que asistió a la consulta de un experto estructuralista que logró desmenuzar la maraña de niveles lingüísticos. Desde entonces, por prescripción facultativa, se pasó al periodismo de masas, que es mucho más liviano. Ahora está a dieta de crónicas deportivas y, cada mañana, le fluye como si nada su columna de deportes, y hasta tiene mejor color de cara. Ya no pasa las noches en la redacción, a base de cafés y cigarrillos, ni los días en las bibliotecas devorando masas de letra impresa. Y, encima, el aire libre de los estadios le ha dado un color tostadito muy saludable. Según dice él mismo, desde que escribe “light” y ha abandonado los malos hábitos de la escritura seria, su tracto va como la seda.

– Anda, cariño, abre un momento, que te traigo una manzanilla con miel –. La mujer del escritor está delante de la puerta con una tisana humeante.

Pero el escritor ya no tiene fuerzas ni para levantarse del asiento. Lleva casi tres horas encerrado, haciendo esfuerzos tremendos. “¡Uuummfff!”, “¡Ppfffggg!”, se oye ahogadamente del otro lado de la puerta.

El escritor no sólo está empapado en sudor de tanto apretar, sino que le empiezan a temblar las piernas y se agarra con fuerza al borde de la mesa. A cada apretón que da, le sale una considerable variación de onomatopeyas del tipo: “¡Aummffggg!”, “¡Gggrrrff!”, “¡¡Uffffmmm!!”, que son como flatulencias que no producen el menor alivio.

– Cariño, cariño – se preocupa la mujer – ¿Estás bien? Mira que se te va a enfriar la manzanilla...

– Es que no puedo, mujer. De verdad... – dice el escritor, con la voz estrangulada por el esfuerzo.

Aunque él no quiere reconocerlo, lo cierto es que tiene gran parte de culpa de ese estreñimiento literario. Se pasa el día devorando libros sin parar y es de los que no le hacen ascos a nada. Durante años y años ha seguido una dieta de lo más desequilibrado, leyendo todo lo que le caía en las manos y escribiendo sobre cualquier cosa que se le pusiera por delante. Y, claro, con la edad, los excesos acaban pasando factura.

– Oye, papá –, esta vez es el hijo pequeño – tú aprieta fuerte ¿Eh?

El crío, tras esta muestra de solidaridad con su progenitor, vuelve corriendo al salón, a enchufarse a la consola. La nueva generación tiene otros hábitos y nunca padecerá estos desarreglos.

Ya no es como cuando era joven –piensa el escritor- que, teniendo la edad de su hijo, se leyó todas las novelas de Marcial Lafuente Estefanía; o como cuando le cogía a escondidas las fotonovelas de Corín Tellado a su hermana y se encerraba en el retrete a leer. O como aquella vez que, en una semana, escribió un guion de película tan indigesto que tuvo que tirarlo por la taza del wáter para que nadie se enterara en casa. En fin, muchas veces se lo ha recordado su mujer: que ya iba cumpliendo una edad y no podía digerir tantas lecturas como hacía; que con tantos libros que devoraba llegaría un momento en que no podría asimilar todo lo que iba tragando; que un día te vas a empachar, y verás entonces...

– Oye, cariño, te dejo la manzanilla en el aparador del pasillo – dice la mujer del escritor, cansada de esperar.

La verdad era que sí, que él tenía mucha culpa de estos desarreglos. Sin ir más lejos, hace tres semanas, se pasó una tarde entera buscando sinónimos de “entelequia” para la recensión de un ensayo filosófico; devoró tres diccionarios de sinónimos y el Casares, hincó el diente al María Moliner, sorbió un par de enciclopedias y se relamió con una edición antigua de la Real Academia de la Lengua, que ya estaba un poco rancia. Si su mujer no llega a esconderle los libros, coge una indigestión.

– ¡Ah! – recuerda, además, el escritor – Y la Wikipedia, que casi me olvida…

De repente, el escritor empieza a sentir unos fuertes retorcijones y se le escapan una buena docena de onomatopeyas quejumbrosas, gemebundas, como de parturienta en trance, que resuenan por toda la casa y sobresaltan a toda la familia. Todos corren pasillo adelante y se amontonan ante la puerta cerrada, al oír los ayes del esfuerzo, la retahíla de “¡Auummfffs!”, los “’Ggrrfffs!”  y todas las variaciones onomatopéyicas de un escritor imaginativo, aunque estreñido.

Todos gritan a la vez, la mujer, los hijos: “¡Cariño...! ¡Papá, papá...! Ay Dios mío ¿Pero, qué te pasa? ¡¡Callad, callad, que no se le oye...!!” Desde el escritorio, cerrado con dos vueltas de llave, llega algo así como un “¡¡¡Uuuhhhmmmfff!!!” de alivio. La mujer del escritor, con el alma en vilo, pregunta:

– ¿...qué...? – Y todos pegan el oído a la puerta.

 ¡Uff! Creo que una intransitiva...–, responde el escritor, temblando del esfuerzo – Algo es algo...

Por fin, todos respiran aliviados. – Anda, tómate la manzanilla, que se te va a enfriar – Y cada cual se va a sus quehaceres.

5 comentarios:

  1. Buenísimo, es maravilloso el relato. Gracias por compartirlo

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  2. Debiste ir al fisioterapeuta, en cuanto te hubieras dado cuenta del lío (aunque sea aconsejable actuar como uno siempre usa) Ya dice mi prima Ena, que es argentina -"Con el fisio te le adelantaste al problema, pibe"

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  3. Gracias Juanjo por este maravilloso relato. Un abrazo Mercedes

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  4. Uffffgg...casi no llego al final. Pero gusta, es genial

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