martes, 21 de enero de 2025

Altas alcándaras.-

 


El lector disimule el arranque del título. Luego le digo lo de las alcándaras.

En una entrevista, decía Torrente Ballester (la entrada de hoy va de eso) que sus personajes pensaban, mientras que lo usual en la narrativa del momento en que él hablaba, era que los personajes actuasen con los “riñones”, y que por eso decían de él - porque sus personajes "pensaban" - que era un escritor intelectual.

Hace ya muchos años que leí de sus novelas todo lo que caía en mis manos y no recuerdo tan intelectuales sus personajes como para darle al autor ese trato, con independencia que él lo fuera por mérito propio. Bueno, sí. Quizá su Don Juan, quien recurría a su intelecto, ya que sexualmente era neutro, para enamorar hasta el deliquio a las féminas que caían bajo sus encantos.

Es cierto que el protagonista de la Saga/Fuga de JB, José Bastida, era profesor de gramática, pero no era su cultura lo que aguzaba su intelecto, sino las hambres que pasaba para sobrevivir. Al fin y al cabo, era un maestro represaliado que andaba lampando, aparte que era algo patizambo y contrahecho, lo que era un añadido a su incapacidad para adaptarse a la burguesía provinciana de Castroforte de Baralla.

Lo anterior viene al caso porque, hace un par de semanas, estuve viendo una exposición sobre Torrente Ballester en la Biblioteca Nacional. Más que curiosidad por el escritor, del que, ya digo, conocía su trayectoria como novelista y leí durante años todo lo que se publicaba, fui allí para alimentar el recuerdo de una añoranza lectora de ciertos años de mi juventud/madurez. Por entonces la lectura era en mí una pasión irrefrenable. Alimentar la voracidad lectora mientras transitábamos aún por los tiempos de grisalla social y la mediocridad del panorama de eso que se dio en llamar el franquismo sociológico y su retahíla de añorantes. Fue una forma de sobrevivir a los medios pelos de una vida bastante plana que la literatura ayudaba a sobrellevar.

Sólo dos novelas me han absorbido el seso hasta el punto de la compulsión lectora más enfermiza: una fue la Saga/Fuga y la otra fue El Nombre de la Rosa, tan dispares. La primera la recuerdo como una obsesión, devorando páginas y páginas durante días, a cada momento que tenía libre, de forma que yo también levitaba – como Castroforte de Baralla – dentro de las páginas, siguiendo las peripecias de don Joseiño y aquellos personajes capaces de montar un homenaje tubular en perpetuo crecimiento, o los amores del poeta Joaquín María Barrantes (el de las altas alcándaras). Fue terminar el último párrafo de la última página, …hasta que en el Reloj del Universo sonara la hora del regreso, para, sin solución de continuidad, abrir el libro por la primera página y comenzar a releer: ¡Veciños, veciños, roubaron  o Corpo Santo!

Del Nombre de la Rosa recuerdo haberla leído prácticamente en una noche, de claro en claro, como decía Cervantes que leía Alonso Quijano sus libros de caballerías. Fue en Salamanca, en casa de mi cuñado, que me dejaron un ejemplar de la novela, recién publicada, y a mí me envenenó con avidez lectora, como Jorge de Burgos envenenó la Poética de Aristóteles para que todos los que accediesen a ella pagaran con la vida su atrevimiento. Fue, eso se dice, en la abadía Sacra de San Michele (si mis noticias son ciertas), donde se desarrollaron aquellos sucesos y misteriosas muertes de monjes, y fue mi imaginación quien vivió aquella noche, del ocaso al orto, envenenada por aquella historia que inventó Umberto Eco.

En cuanto a lo de las alcándaras, ahora sí, fue uno de los logros poéticos del vate Barrantes en endecasílabos pareados: De las altas alcándaras caía / el puñetero rosicler del día. No fue gran poeta, a decir de los contemporáneos, pero fue admirado por los castrofortinos a causa de su defensa cantonalista frente al batallón de estudiantes de Villasanta de la Estrella. Pero en cuanto a su martirio patriótico, que es lo que quedó en el recuerdo popular, es algo no aclarado por la historia. Dicen que, en realidad, fue su amante Ifigenia, despechada por los amores de éste con Coralina Soto - un mito erótico castrofortino -, la que le descerrajó el tiro mortal que lo aupó a la gloria local.

Este jubilata, aupado en la alcándara o varal de esta bitácora, rememora aquellos tiempos en que la lectura y la vida corriente no tenían una frontera bien definida. Uno saltaba de una a otra según las obligaciones del día a día dejaban resquicios para que la imaginación se colara por las páginas de tantos libros como había que leer.

No diré lo de “letraherido” porque es muy cursi y pretencioso decirlo de sí mismo, pero un chute de letras en vena cada vez que me daba el mono de la lectura, sí que es cierto.  

miércoles, 1 de enero de 2025

Teleasistidos.

 


Es cosa de la edad, ya se sabe, y por eso nos sometemos gustosos al Gran Hermano que vigila nuestro bienestar en la distancia, la santa y yo. 

Desde hace un par de años, por aquello de las limitaciones físicas que impone la ancianidad, nos hicimos cofrades de la meritoria hermandad de la santa Teleasistencia. Esa diosa benevolente que extiende telemáticamente su mirada bondadosa sobre los ancianitos y les dedica, vía telefónica, palabras amables, se interesa por el estado de salud de los cofrades y reparte consejos bienintencionados.

Y, si un día te sobreviene una avería doméstica, tipo caída con coscorrón (tan frecuente), un accidente fortuito o cualquier otro percance de esos que nuestros cuerpos de articulaciones herrumbrosas no están para resolver por sus medios naturales, basta pulsar la medallita que llevas al cuello. Al poco se te aparecerá, si no la Virgen, que tiene otro régimen de asistencia a lo divino, un funcionario en misión de ángel emisario que te socorre, llama a los servicios de urgencias, o te da palabras de ánimo. Cofradía más milagrera y eficaz no se puede pedir en estos tiempos tan egocéntricos y descreídos.

Eso sin contar las llamadas telefónicas de control rutinario que recibes un poco al azar y que dependen de la voluntad de tu ángel custodio, más que de tu voluntad o necesidad. Llamadas que, al parecer de este jubilata, son un tanto aleatorias, del tipo: voy a llamar a fulanito o a menganita, que llevamos siete días sin echarles el ojo telemático, a ver de qué pie cojean. Otras veces la llamada se hace a modo de insaculación, meten la mano en la tecla y sale en el sorteo el abuelo zutano o la señora perengana, agraciados con una llamada rebosante de amabilidad.

Al cofrade que esto relata, le suelen llamar de forma sorpresiva, mientras viaja en metro, asiste a los cursos de la Senior, visita una exposición, va caminando disciplinadamente sus 10.000 pasos diarios, hace la compra en el súper o cualquier otra actividad obligada de un jubilata hiperactivo. Incluso, a veces, el custodio teleasistente hasta me pilla en casa y todo. En este caso, es cuando la conversación es más reposada por mi parte y le cuento lo que espera oír de un anciano agradecido de la atención que le dispensan.

Si te pones en plan abuelo dicharachero, como hago yo para aliviarles de la rutina, puede que se admiren de tu optimismo, aprendido en un manual de autoayuda, y hasta se crean que tu actitud positiva nace del fondo de las entretelas de tu energía vital. Si, para epatarlos, añades que tu actitud positiva es porque la vida te va consumiendo despacio, pero sin maltratarte, cuelgan con la convicción de que eres un estoico de buena pasta. 

Porque esa es otra, el tono de conversación con el custodio telemático requiere ajustarse a unas pautas que reflejen un estado de ánimo que tenga connotaciones de normalidad anímica, de cierto ligero optimismo o de manifiesto reboso de salud mental. No sé si me explico bien. A un servidor, el custodio o la custodia que me llaman, en términos generales, me parece que ya tienen bastante tarea con darme conversación amistosa cuando ni siquiera conocen mi cara.

Es algo que me parece muy meritorio, interesarse por un anciano que a lo mejor es un cascarrabias misántropo o un depresivo profesional, o más simple que el bobo de Coria; y no menos meritorio es darle palique, animos, consejos sencillos de supervivencia del tipo: no abra la puerta a desconocidos; si sale a la calle, lleve poco dinero; cruce por los pasos de cebra; no resbale en una caca de perro. Y otros consejos saludables para desenvolverte en un medio hostil como es la gran ciudad para un ser renqueante, con sus facultades físicas próximas a la fecha de caducidad.

Además, la conversación con el funcionario filántropo suele transcurrir en unos niveles de amabilidad próxima al lenguaje admonitorio que se suele emplear con los niños. De forma que, siendo ochentón, te sientes retrotraído a la infancia, caminando de la mano de una persona mayor que te aúpa cuando cruzas un charco. O te sientes como un niño de guardería al que su papá para ante el semáforo y le dice que no se cruza hasta que no aparezca la luz verde. Lo suelen llaman sobreprotección o edadismo, pero eso siempre es mejor que pedrada en ojo de boticario.

Y encima tan contentos. Que tenemos año recién estrenado y a saber con qué intenciones viene

jueves, 12 de diciembre de 2024

Autoplagio navideño.-

 


Como se acercan las entrañables fechas de la navidad, he rescatado de entre mis papeles informáticos este cuento navideño que, aunque verosímil, es muy improbable que ocurra. 

Dicho sea en mi descargo, en aquellas fechas estaba yo muy cabreado con el mundo porque éste no rodaba como yo tenía el convencimiento de que debía hacerlo. Al día de hoy, no es que el mundo marche mejor, ni que yo me haya resignado a verlo ir a su aire; es que la madurez que da el paso del tiempo y la convicción de que no iba a mejorar por mucho que yo me empeñe en que sí debería, han llevado a este jubilata al autismo social -por decirlo de alguna forma- y, por ende, al repliegue sobre mis defensas interiores, convertido en espectador escéptico.

Pues eso, el cuentecito de marras dice así:

"Era la víspera de navidad y se notaba en el ambiente. La gente se había puesto sus mejores sonrisas, esas que sólo se sacan en días muy especiales, como las fiestas navideñas. Caminaban alegres y locuaces. El duendecillo de la bondad había abandonado, por unos días, su desesperanza y se había adueñado de la ciudad. La gente se saludaba por las calles:

- ¡Feliz Navidad! –, decía el jubilado al barrendero que empujaba el carrito lleno de hojas de los árboles.

- ¡Feliz Año! – le decía el quiosquero a la mujer joven. Ella empujaba el cochecito del bebé, orgullosa de su reciente maternidad.

- ¡Feliz Noche!, ¡Próspero Año Nuevo!, ¡Paz y Prosperidad!, ¡Felicidades... Felicidad, ¡Felicidad!  Era la alegre consigna del día.

Todo eran sonrisas, parabienes, saludos. En los buses urbanos, las personas se cedían los asientos, en las aceras se cedían el paso; en los semáforos, los coches esperaban con paciencia, aunque los peatones cruzasen con la luz roja. Un sentimiento de hermandad universal reinaba durante aquellas horas, intenso y provisional.

Dentro de las casas los abetos navideños parpadeaban con alegres destellos; los belenes, en el estático dinamismo de sus figurillas, plasmaban el cíclico nacimiento del Niño Jesús, rememorado en una opulencia gastronómica de turrones, langostinos y champán de supermercado. La calefacción irradiaba su calor doméstico, el frigorífico rebosaba de alimentos, los armarios estaban abarrotados de regalos para la familia y por las ventanas se escapaban miles y miles de kilovatios de luz que se sumaban al alumbrado público navideño. La ciudad, vista desde la noche y el silencio del cielo, era una enorme luciérnaga que se pavoneaba con mil destellos y colores.

Cuando llegó la hora de la cena navideña, se fue la luz. Con la sobrecarga, varias subestaciones saltaron por los aires en una erupción de chisporroteos azules y llamaradas rojas que lamían los flecos negros de la noche. Las tiendas de los chinos se llenaron de gente cabreada que compraba velas y pilas de linternas y las centralitas de las compañías eléctricas se saturaron de llamadas de protesta.

Fue una Nochebuena inolvidable, con la gente agazapada en sus casas, temerosa del silencio y la oscuridad.

jueves, 7 de noviembre de 2024

Falsedades y divagaciones.-

 


Leo por aquí y por allá, un poco a salto de mata y sin demasiado rigor, noticias, comentarios, pareceres, bulos, artículos indignados y plagados de exabruptos – como el de Juan M. de Prada – con vocabulario de tripas afuera y votoadiós. En fin: leo en el cenagal informativo en que nos ha sumido el cenagal de barro y agua que se ha desplomado desde los cielos hasta los suelos valencianos.  

Me ha hecho recordar que, como espectadores de hechos que se escapan a nuestro control, no tenemos noticias de la verdad escueta si no va rebozada en comentarios interesados, descalificaciones, malformaciones de la realidad y toda una amalgama de intereses espurios a costa de una desgracia colectiva. Total, que vivimos inmersos en un mundo de redes de comunicación que parecen no tener más objeto que hacer de la realidad una trinchera, y esta realidad cuenta sólo en cuanto es objeto de manipulación según el interés de cada contendiente.

Dicho todo lo anterior (no se disguste conmigo el improbable lector por haberme puesto moralista), añadiré que una vejez reposada y un tantico reflexiva, es un buen antídoto para no dejarse apasionar por este barullo mediático de redes sociales que hoy se dispara de decibelios y nos atruena la cabeza, y mañana pone su interés en otro asunto.

Con lo cual me estuve haciendo examen de conciencia sobre mi participación en las redes sociales esas y descubro que tengo mi parte alícuota de responsabilidad en ellas. Porque, sin ir más lejos, en esta bitácora se vierten opiniones que nadie ha pedido y que son una gota en el maremágnum de tiktokers, influencers, instagramers, youtuberos, twiteros  y toda esa gente que quiere cambiar el mundo a su gusto con el teclado de su móvil, y si no, se indigna. Lo que me ha hecho recordar aquello que dijo Maquiavelo de que todo engañador acaba encontrando alguien que quiera dejarse engañar.

Confieso, también, mi participación activa en varios grupos de guasap. Vas a cualquier actividad colectiva, y lo primero es montar un enlace para guasapear y así sentirte integrado dentro de una pequeña tribu exclusiva. Así, a ojo, ando enmarañado en seis grupos. Y mira si corren mil opiniones en cada uno de ellos, y en todos tienes algo que decir.

Sin olvidar el Facebook, en que estoy metido desde que alquilé la primera conexión a Internet. Bien es verdad que no le hago mucho caso, si no es para colgar las entradas de esta bitácora. Últimamente, no sé bien por qué, estoy recibiendo multitud de solicitudes de amistad, y todas son de mujeres. Sospecho que no es por mi merecimiento, sino porque son muy adictas a las redes sociales y hay un trasfondo de narcisismo que cuidan con mimo, y por eso coleccionan amigos y “me gusta” como quien colecciona sellos.

Yo, la verdad, no me veo siendo amigo en Facebook de una peluquera que quiere promocionar su negocio, o de una moza que insinúa sus turgencias bajo un sostén escaso, o de una joven bailadora de salsa que baila para gustarse a sí misma, o de una pintora de gatos, o de una iluminada abrazadora de árboles. Francamente, no me veo como pieza de interés cinegético para estas féminas, ni siquiera virtual. Doy por supuesto que quieren aumentar su colección de admiradores o secuaces, así que, a veces, accedo a ver si así aumento mi círculo de lectores. Vaya lo uno por lo otro…

Y, como no me falta perseverancia, ni se sabe los años que estoy apuntado en LinkedIn, que, por lo visto, es una red profesional a nivel internacional. No fue por mi culpa. Me estuvieron bombardeando para que me diera de alta, a pesar de estar ya jubilado. Tanto insistieron que me inventé un perfil époustouflant, que dirían nuestros amigos franceses, a ver si, cuando se diesen cuenta, me borraban por toda la eternidad. Pero, no. De vez en cuando alguien entra en mi perfil e incluso me han llegado ofertas de trabajo no conformes a mi calidad profesional, sino según criterios utilitarios al uso.

Recuerdo que me definí a mí mismo como Jubilata Emérito en Jubilación Perpetua, S. L. y aseguré que era Doctor en Patafísica “ciencia de las soluciones imaginarias que otorga simbólicamente a las delineaciones de los cuerpos las propiedades de los objetos descritas por su virtualidad”, y que Fernando Arrabal fue mi director de tesis.

A pesar de mis supuestamente altas cualificaciones profesionales, en LinkedIn hacen gala de una inteligencia de alpargata. Lo digo porque, cuando han aparecido ofertas de trabajo en mi perfil, eran de reponedor de supermercado o de pinche en un burguer, como si un doctor patafísico laureado por la Sorbona no pudiese desempeñar un puesto de CEO en cualquier trasnacional con sede en Panamá, pongamos por caso.

Por no aburrir al improbable lector, todo lo que antecede es fruto de la ociosidad, a la que conviene poner freno. Ya lo dijo el señor de Montaigne: mi espíritu ocioso engendra tantas quimeras, tantos monstruos fantásticos, sin darse tregua ni reposo, sin orden ni concierto, que para poder contemplar a mi gusto la ineptitud y singularidad de los mismos he comenzado a ponerlos por escrito, esperando con el tiempo que se avergüence al contemplar imaginaciones tales.

De igual forma, el espíritu ocioso de un jubilata lleva a verter sobre la pantalla opiniones de las que debería avergonzarse cuando uno las relee, pero, a pesar de todo, insiste en ellas. Porque, a ver, en algo hemos de gastar el tiempo que nos queda de descuento.

  

lunes, 14 de octubre de 2024

Contad si son catorce.-

 


Con eso de que acabo de cumplir los 79, ando metido en un taller de la “Memoria” que nos da una psicopedagoga a un grupo de ancianos (lo de “ancianos” va dicho aquí en sentido genérico, no sea que algún/a/e woke de es@s me cancele), a ver si nuestras neuronas espabilan a fin que mantengamos una vejez sin chochear. O sea, que hacemos ejercicios mentales y pequeños juegos que mantengan en condiciones estables de presión y temperatura nuestras redes neuronales.

Entre esos ejercicios, la señora nos ha propuesto que escribamos en una hoja un texto sobre aquello que se nos ocurra, y a un servidor se le ocurrió lo que seguidamente se dice, y que transmito por si algún improbable lector tiene curiosidad por saber qué cosas pasan por la cabeza de un viejo ocioso.

Dice así:

“Me piden que escriba un texto sobre no importa qué asunto, pero que lo escriba. Y ese es el problema: no que tenga que escribir algo, sino sobre qué. Lo difícil es encontrar el asunto, porque una vez que sabes de qué tienes que tratar, hacerlo es tarea más fácil. Sólo es cuestión de darle a la tecla hasta completar el trabajo. Mal o bien, algo sale, aunque sea un pastiche.

Es como cuando Teresa y yo nos ponemos a pensar qué comeremos los próximos días. Creo que es una de las tareas domésticas más agobiantes y que nos lleva más tiempo y produce más dudas: ¿Qué coños vamos a cocinar que no sea una repetición de todo aquello que hemos comido en días anteriores? Una vez que tenemos claro cuál será el menú en los próximos tres o cuatro días, meterse en la cocina y dedicarse al guisoteo es cuestión puramente manual. Por lo menos en mi caso, que se me va el santo al cielo y pienso en mis cosas, y trabajo mecánicamente, y, encima, lo que guiso está bueno.

“Pues a estas cosas le daba vueltas con lo de escribir algo que se me ocurriera espontáneamente, cuando me acordé de aquel reto que una dama le propuso a Lope de Vega, quien le comprometió a componer un soneto así, sin pensar, a vuelapluma:

Un soneto me manda hacer Violante,

y en mi vida me he visto en tal aprieto.

Catorce versos dicen que es soneto…

“Lo que me ha hecho recordar aquel ejercicio de literatura que nos propuso el profesor cuando yo era escolar, con unos doce o trece años. Consistía en escribir todo un folio sobre cualquier cosa que se nos ocurriera, pero que el tema tuviera sentido. Toda una mañana de domingo me pasé en la sala de estudios con una hoja de papel en blanco y un boli, y rascándome detrás de la ojera, a ver si por allí me salía la inspiración. Y no sabía de qué hablar, y estaba yo temblando por el suspenso que me iban a poner en la clase del lunes.

“Y, a propósito de esto, me he acordado también – es lo que tiene llegar a viejo, que tenemos un enorme bagaje de recuerdos, casi siempre inútiles – de lo que decía, en latín macarrónico y con cachondeo, el prefecto de estudios, el Padre Mauro, cuando no nos sabíamos la lección y divagábamos para ocultar nuestra ignorancia: Intelectus apretatus discurrit que rabiat. Así que mi intelecto se puso a discurrir a rabiar y conseguí rellenar el folio en que hablaba del problema de escribir un texto sin decir nada, pero con sentido. Y el profe me puso un 10.

“Total, que, a estas alturas del texto, aún no sé sobre qué asunto voy a escribir, así que ando mareando la perdiz: ¿Escribiré sobre la corrupción de los políticos y sus mamandurrias? Es asunto que da mucho juego. Enciendes la tele y está llena de tertulias, y éstas llenas de tertulianos que hozan en el pesebre mediático opinando sobre todo lo opinable de la política y cualquier otro tema que pongan sobre la mesa. “Todólogos”, los llamaba un profesor que tuve en la UNED.

“¿Escribiré sobre mi vida personal, sobre mi familia, sobre mis aficiones…? No parece que sean asunto de interés para nadie, aparte que yo no soy de los que se psicoanalizan delante de desconocidos. Más que nada, porque sé que a la gente le importa un carajo la vida de un individuo del montón; que lo que de verdad les gusta es lo del famoseo de la Quinta y lo de las influencers esas que hacen cuatro cucamonas y se levantan una pasta fina. Eso sin contar que cada cual ya tiene bastante con aguantar sus propias mediocridades, como para soportar la tabarra de las ajenas.

“Total: en todas estas cosas pensaba sin llegar a ninguna solución cuando, al revisar el texto, me doy cuenta de que estoy terminando la página y ya no tengo que darle más al manubrio del ludibrio del bodrio, como dijo don Ramón. 

"Porque no habrá contenido de provecho en todo lo escrito hasta aquí, pero ya casi no queda espacio en blanco. Así que la tarea está hecha.

"Visto lo visto, aquí sí viene a cuento rematar como hizo Lope con aquel célebre soneto que le encargó doña Violante:

Contad si son catorce y está hecho.”

viernes, 13 de septiembre de 2024

Ficciones.-

 


Es lo bueno que tiene la rentrée tras las vacaciones veraniegas, que las cosas de la política-ficción nacional empiezan con fuerza y el ciudadano puede disfrutar de las ocurrencias de esos señores que gozan de actas parlamentarias, de tertulias televisivas, de entrevistas previo guion consensuado y, en general, se nos cuelan en el cuarto de estar a través de los telediarios y otros medios de información, deformación o, cuando no, de simples vacuidades con grandes palabras.

El caso es que a este jubilata le han venido a las mientes, a raíz de las cosas de la política-ficción tan en candelero, aquellas Vidas Paralelas que escribió Plutarco a propósito de los prohombres de la Roma republicana e imperial. También en este país que seguimos llamando España (mientras dure) hay paralelismos sorprendentes si uno cae en la cuenta. 

Lo digo porque, cuando la política se pasea por los aledaños de la ficción – perdóneseme la insistencia en los términos, porque a veces no se sabe dónde empieza una y termina la otra – puede establecerse un paralelismo que bien pudiera resultar curioso y hasta esperpéntico. Siempre despreocupándonos, no faltaría más, de todo juicio intelectual, que a eso no jugamos en esta bitácora porque las herramientas aquí empleadas no dan más de sí.

Leí, no sé dónde, que al muy famoso y mediático novelista y miembro de la RAE, don Arturo Pérez Reverte, en su patria chica le han nombrado cónsul honorario del reino de Syldavia. Todos los que hemos sido, en algún feliz momento de nuestras vidas, lectores de las aventuras de Tintín, sabemos que se trata de un pequeño país de los Balcanes, gobernado por un lindo rey de opereta, cuyo peligroso vecino, Borduria, quiere anexionárselo. Allí, un dictador de nombre Plekszy-Gladz, de grandes bigotes al modo estalinista, quiere destronar al rey syldavo y convertir Syldavia en un país satélite de lo que, con el paso del tiempo, hemos dado en llamar socialchavismo.

Aquí, el Congreso de los Diputados, defensor de las libertades públicas, ha dado en titular presidente electo de Venezuela a don Edmundo González por un quítame allá esas Actas que el señor Maduro tiene a buen recaudo. Que don Arturo y don Edmundo reciban títulos honoríficos y reconocimiento público es cosa de agradecer por parte de los interesados, aunque este jubilata no deja de hacerse algunas consideraciones. 

No tanto respecto a lo de ser cónsul honorario de Syldavia, que es una medida de presión imaginaria para contener los afanes anexionistas bordurios. No olvidemos que, en caso de invasión del país syldavo por parte de las hordas bordurianas, tendrían que hacer frente al capitán Alatriste y los tercios viejos de Flandes, tan bragados ellos.

Las dudas son, más bien, por aquello de que un Parlamento extranjero (y el español lo es respecto a la gobernanza venezolana) reconozca como presidente de un estado soberano a un señor exiliado de su país, cualesquiera sean las razones de su exilio. Viene a ser, mutatis mutandis, como nombrar jefe de estado en el exilio a un Puigdemont venezolano. 

Está harto el personal, opina este jubilata, de que el prófugo de Waterloo vaya por las Europas presumiendo de víctima de la intransigente España, a la vez que extorsiona a su gobierno de melcocha, mientras que aquí nombramos a un señor Edmundo como nuevo Puigdemont hispano en el exilio. Una incongruencia parece el caso, a menos que los altos intelectos de la política sean de mejor parecer y a los ciudadanos del común no se nos alcance.

Mira por dónde, ahora que el ministro Urtasun está empeñado en descolonizar (“decolonizar” lo llaman los gurús del invento) nuestros museos y nuestras mentes, va nuestro parlamento y se comporta como una potencia colonial imponiendo un presidente a un país allende los mares. Y eso sin actas mediantes ni recuento de votos. Sólo llevados los padres conscriptos de aquí por la indignación moral al ver al señor del chándal bolivariano de allá comportarse como un Tirano Banderas valleinclanesco.

Verdaderamente, qué a gusto estábamos de vacaciones sin enterarnos de estos dislates de la cosa pública. ¡Por los bigotes de Plexiglás!

lunes, 26 de agosto de 2024

Verano en el valle, 3. Fragmentos camineros.-


En estas calurosas tardes agosteñas dedicadas a la lectura, he leído algún artículo sobre esa enorme obra literaria del escritor Andrés Trapiello, quien viene publicando su
Salón de los Pasos Perdidos desde 1990. Según entiendo, es una recopilación de sus diarios personales y literarios y que terminan siendo novela una vez expurgados los textos personales sin interés para el público lector. Una especie de caudaloso río literario que, suponemos, tendrá fin cuando el escritor finiquite su vida, por aquello de Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir, tan manriqueño.

Este jubilata no tiene un río literario caudaloso, pero sí sus diarios personales comenzados con el siglo presente, que no merecen la atención del leedor, ni van a él dirigidos, pero que en esta ocasión servirán de excusa para una parrafada en esta bitácora. Por eso, sin que sirva de precedente ni ganas de molestar al improbable lector, entresaco algunos de los textos que he ido escribiendo en estos días veraniegos en el valle y los dejo aquí, a la vista de los ojos ociosos que quieran distraerse un rato.


Junio, jueves 20.- Esta mañana, con las nubes amenazando lluvia y ya descargándola cuando regresaba a casa, he paseado hasta los Batanes y he dado la vuelta al pequeño lago artificial, pasando por el “bosque del Rotario” con su curiosa estatua metálica de ruedas horizontales ensartadas en su eje vertical. Cada pequeño recodo del sendero en torno al lago me permitía una vista de su superficie que mostraba ligeras variaciones del conjunto, con su lámina de agua donde se reflejaba el bosque del entorno y el azul del cielo acosado por los nubarrones.

Observaba la superficie del lago, tersa, a modo de espejo donde se reflejaban árboles y cielos, cuando una carpa ha saltado y ha dado un coletazo para hundirse de nuevo. Esa leve vibración ha sido suficiente para que la lámina líquida se rompiera en círculos concéntricos y quebrase la imagen de la arboleda frondosa y el azul del cielo atrapado entre nubarrones. Romper el paisaje reflejado sobre el agua ha producido una impresión próxima al cubismo que fragmenta la imagen para que nos demos cuenta que la naturaleza no tiene la uniformidad de una pintura sobre una tela.

Julio, sábado 20.- “¿Sabías que nuestras gallinas escuchan música a diario? Desde rock & roll, pop y salsa hasta la tradicional ópera. Gracias a estas melodías nuestras gallinas viven tranquilas y felices”. Lo pone en una caja de huevos que compré en el súper Mirasierra. Las estupideces de la publicidad mercantil, con su buenismo animalista y sensiblero, son difícilmente superables. A saber lo que pasará por el pequeño cerebro gallináceo cuando escuche las músicas que los humanos le obligan a oír para aumentar la producción de huevos.


Agosto, domingo 25.- Otro de mis rincones favoritos, bien cerca del Paular, es la pradera junto a la ermita de la Virgen de la Peña. Eso mientras la gente en masa siga ignorando su existencia y no vaya a patear la placidez del lugar. Dando una caminata sin prisas por los caminos que salen desde las Suertes hasta las Presillas, he cruzado la carretera junto al comienzo del Palero y he entrado al recinto. 

Por allí estuvo la señora Ayuso, cortejada por las autoridades civiles y eclesiásticas locales, a hacerse la foto el día de la inauguración y dejaron instalado un cajón en forma de casita donde hay un par de docenas de libros a libre disposición de los lectores. Tomo uno de relatos sobre la Sierra y leo sentado en un banco hecho con medio tronco de árbol. Incómodo pero romántico el lugar, a la sombra de un gran castaño, con la ermita frente a mí y el pequeño embalse a mi espalda.

A pesar de que sé que estos lugares, hasta ahora recónditos, no están hechos para mi particular disfrute, tras un buen rato de lectura, como aparecen dos mujeres ciclistas y le dan a la cháchara sentadas sobre el murete de la presilla, para mí se acabó la tranquilidad. Dejo el libro en su sitio, me calo el panamá, requiero mi bastón caminero, estiro un poco mis lumbares agarrotadas durante el asiento en el romántico, pero jodidamente incómodo banco rústico, y me largo con pasito de jubilata ocioso.

Julio, miércoles 24.-  Por caminar con la fresca, no hago pereza y a las ocho ya estoy en camino. Decido subir al pinarejo que está en el camino hacia la Cabeza del Robledo y me acerco a la Peña Grande, desde donde hay unas vistas magníficas sobre el Peñalara y la Cuerda Larga. Ladera adelante, termino saliendo al camino que lleva a la pasarela sobre el Aguilón y me siento a la sombra del fresno junto a la orilla. El caudal del arroyo ya ha menguado respecto a estas semanas pasadas.


El lugar es vado por donde cruzan las vacas que vienen de pastar y van a sestear al cercado de junto al puente. Las observo. Pasan con paso prudente para no torcerse las patas sobre la superficie resbaladiza. Pero primero me observan, por si acaso no les merezco confianza. Comprobado que soy inofensivo, atraviesan el arroyo dando traspiés sobre las piedras pulidas por la corriente. Una de las vacas, casi en la orilla, me mira y defeca sobre el lecho del arroyo. De las que siguen, una se para a beber agua muy cerca de donde su compañera dejó la plasta.

Agosto, viernes 16.- Acabamos de volver de Madrid y Rascafría es un hormiguero de coches circulando por callejuelas cuyo trazado y dimensiones estaban pensados para que pasasen por ellas los carros y el ganado, desde la Edad Media hasta que el honrado pueblo celtibérico se bajó del burro para montarse en el 600 en los años del desarrollismo; y actualmente lo usa hasta para ir a mear.  Tras un breve incidente con otro vehículo que venía de frente y que casi no nos deja llegar hasta casa, logro aparcarlo cerca y descargarlo. Como es habitual, por ese sentido de la utilidad que tiene Teresa, venimos bien cargados de mil cosas “necesarias” y me toca subir toda la impedimenta.

Agosto, sábado 24.- Uno de los lugares más hermosos para aislarse y disfrutar de la vista de la montaña es la ermita de Santa Ana. Sentado en uno de los dos poyos de su fachada, está el impresionante macizo del Peñalara al frente, seguido de la cuerda de los Carpetanos. Allí he pasado media hora dedicado a contemplar aquel paisaje, con la mente en blanco.


Yendo hacia el camino que lleva a Alameda, en el secarral de la dehesa, la vacada sestea a la sombra de los chopos y parece esperar a que crezca la hierba, tan reseca y rala que no sé qué provecho sacan de ella. Un ternero de pocas semanas está tumbado en medio del camino, y su madre, a poca distancia, parece absorta en sus pensamientos vacunos, pero no le quita ojo. El caminante da un rodeo para no asustar al ternero y poner en guardia a la madre, que estas hembras suelen ponerse irascibles si alguien molesta a sus retoños. Un poco más allá, otra vaca lame maternal y concienzudamente a su cría, primero un lado de la cara hasta llegar al ojo, luego, el cuello. El ternero se deja querer y hasta jira su cuello cuando se ve ya suficientemente chuperreteado por aquel lado, para que mamá vaca le lave el resto de la cara a puros lametones .


Agosto, lunes 26.- Una proeza que me tiene más contento que unas pascuas. Casi sin proponérmelo, o, digamos, auto engañándome, diciéndome a mí mismo que no iba a subir, pero subiendo como sin querer darme cuenta, paso a paso trepo toda la pendiente del cerro Cabeza del Roblero. Salí de casa a las 08:30, y poco después de las 10, corono la cabeza del cerro. Desde la roca que sirve de asentadero en la cumbre, disfruto de las vistas de Peñalara al frente, la Cuerda Larga a su izquierda, hasta los cerros próximos de la Morcuera, cercanos a donde yo estoy, y los Carpetanos a su derecha. Ante mí, al fondo, el valle de Lozoya con su boscaje de robledo y pinares en todo lo que alcanza la vista, la esbelta torre del monasterio del Paular y el caserío de Rascafría. Todo el paisaje para mí solo, para compensarme del esfuerzo por subir hasta allí arriba, jubilata jubiloso por estar en posesión de todas sus fuerzas, por lo menos el día de hoy. Mañana renquearemos, pero de eso hablaremos mañana, si se tercia.

A las 10:30, por la otra vertiente, la fácil, aparece un coche que sube por la corta pista que viene desde la carretera de la Morcuera. Es la bombera que vigila toda la zona desde este observatorio. La saludo y ella se sorprende de ver a un tipo por aquellos andurriales y a aquellas horas, pero no se incomoda con mi presencia. Abre la caseta, riega la planta de albahaca que tiene en un tiesto, echa un poco de agua sobre una roca plana junto a la puerta (“Es para que beban las avispas”, me dice), coge un cepillo y se pone a barrer el suelo del pequeño refugio. Mientras, ha conectado la radio para estar localizada y todos sus compañeros de guardia (ellos y ellas) van saludándose desde los distintos puntos de observación.

Yo le he dado una breve conversación amistosa, le he explicado de dónde venía y a dónde me dirigía, para su tranquilidad, y me he despedido pasado un tiempo prudencial. Me tiro ladera abajo, por una pendiente muy inclinada, buscando los arroyos (en este tiempo, secos) que tributan en el Aguilón. No he visto ganado ni jabalíes, como el otro día al atravesar el robledal. Allá abajo, sentado a la sombra del fresno de mis descansos cuando recorro aquellos parajes, con el arroyo corriendo a mis pies, como un trozo de pan duro con chocolate y una pieza de fruta que lavo previamente en el arroyo. 

El regreso, por los caminos habituales. A la una ya estaba en casa después de darle a la zapatilla en solitario, durante 15 kilómetros, monte arriba, monte abajo.

domingo, 4 de agosto de 2024

Verano en el valle, 2. Son cuentos. -

 


Para el 15 de agosto son las fiestas patronales en Rascafría. Hace unas semanas, se me ocurrió mirar el programa de actos y me encontré con que se convocaba un concurso de relatos breves. Muy ufano, fui al cajón de los cuentos y saqué uno que me pareció apropiado para ser presentado, con la esperanza de alcanzar en este pueblo de la Sierra mi primer peldaño en la fama de la gloria literaria. El problema es que el asunto a tratar se refería, forzosamente, a Rascafría, sus gentes, sus costumbres… El colorido localista del relato era obligatorio, así que desistí porque el casticismo no es la fuente Castalia de la que bebe mi imaginación.

Pero, mira por dónde que, de la asociación cultural de mi barrio, El Sol de la Conce, me enviaron las bases de un concurso VI premio de relatos Pérez-Taybilí, animándome a participar. En ellas se advertía: “Aunque sean de temática libre (los relatos, se entiende) traten de forma transversal la convivencia, el respeto, los vínculos y la interculturalidad…” Y advertía específicamente que el jurado valoraría especialmente los relatos que introdujeran estos valores.

Fui a mi fuente Castalia a ver qué aguas manaban de ella que alimentaran mi imaginación con sorbitos de convivencia, respeto, interculturalidad y demás etcéteras, y me pareció que, aunque me bebiera todo el manantial, las aguas de mi imaginación literaria seguirían incoloras, inodoras e insípidas en lo que se refiere a la fraternidad universal que ha de transcender en el relato que esa asociación Pérez-Taybilí está dispuesta a premiar.

Reconozco que el localismo y la trasversalidad se me dan muy mal y que, a estas edades, me resulta muy difícil descolonizarme (o “decolonizarme”, - horribile dictu, pero santo y seña de la progresía al agua de rosas -) de tantos prejuicios como he adquirido con enorme esfuerzo y tesón a lo largo de la vida.

Improbable y ansiado lector, como los dos intentos de escalar la fama, de los que te he hablado, son puertas cerradas a mi ilusión de ceñirme los laureles literarios, y como la frustración y el desánimo no me dejan sosiego en estas largas y calurosas noches agosteñas, he decidido endosarte a ti – siempre paciente – este pequeño relato que a continuación puedes leer, si no se ha agotado tu paciencia llegando hasta aquí.

Si se lee el mismo sin  excesivas exigencias literarias, folclóricas o ideológicas, podrá observarse que sí hay un atisbo  de transversal en lo que respecta a sus personajes (un fracasado, una feminista, una exdelincuente…) que conviven en la barra de un  bar.

 

“Era la misma mujer que decían que había estado en la cárcel. Era buena camarera; le sirvió un buen café caliente…”, y a él le pareció que, a partir de este arranque, tomándose su tiempo, lograría escribir un buen relato. Al fin y al cabo, le habían despedido del trabajo, y no tenía nada mejor que hacer... Aunque, no, no estaba dispuesto a que Cristina, profesora del taller de escritura creativa, le impusiera condiciones a la hora de escribirlo, y decidió que se saltaba las reglas del juego que previamente les había dado.

Que aquella camarera anoréxica, de ojos como simas, hubiese pasado una temporada a la sombra no tenía para él ningún interés, aunque sí apreciaba su profesionalidad: nadie como ella preparaba aquellos cafés negros y cremosos. Y si no, que se lo dijeran a Clara, su amiga feminista, con la que acostumbraba a reunirse en aquel bar.

Por lo demás, no le parecía a él que haber llamado babuino a su jefe fuese motivo suficiente de despido; pero así fue, porque al imbécil se le ocurrió mirar el diccionario. Este fin de semana prescindimos de sus servicios, le había dicho aquel papión cinocéfalo. El maldito catarrino le había despedido, y todo por un exceso verbal puramente zoológico. Como si ser culto fuese un delito.

Y por eso estaba allí Clara; para consolarle, como otras veces. Feminista militante, había sido en los quince últimos años su mejor amigo, su camarada, su confidente y su paño de lágrimas, pero nunca se habían acostado juntos. A ella no le hubiese importado: total, un intercambio de fluidos corporales y un poco de calistenia sexual. Ella le solía insistir: mejor con un amigo que con un desconocido. Pero a él le humillaba saberse tratado como hombre objeto por aquella fémina de ovarios poliédricos, y nunca accedió.

Lo del despido era irremediable y uno de tantos episodios lamentables, consecuencia de su inadaptación al medio. Clara, como siempre, se lo hizo ver con la contundencia que ponía en sus opiniones, más brutales cuanto más sinceras, a fuerza de amistosas. – Vete de esta ciudad. En Valladolid tengo una amiga que te dará trabajo. Ya he hablado con ella – le animó. Y encendió un cigarrillo.

Pero quedaba pendiente un asunto que debía resolver en una hora escasa: lo del reto que le habían propuesto a través del correo electrónico. Sólo quería demostrar que, al menos en eso, era capaz de hacerse valer. Pero, por otro lado, le reventaba ajustarse a normas impuestas por aquella engreída de Cristina.

Y qué si ha ganado un premio de relatos – le comentaba a Clara –. Eso no le da derecho a complicar la vida a la gente. Podía echarnos una tarea más fácil ¿No crees?

Pues escribe un micro relato – le sugirió ella –, y deja de darle vueltas, hombre. ¿Quién te mandó meterte en un taller de escritura?

La idea podía funcionar. A ver: “Era la misma mujer que decían que había estado en la cárcel. Era buena camarera; le sirvió un buen café caliente, y a él le pareció que... el tipo acodado en la barra era un madero de mala baba, y que se dedicaba a acosarla.

Puesto que le habían echado del trabajo y se iba de la ciudad antes de una hora, no perdía nada haciendo el quijote por aquella anoréxica de ojos demoledores.

Eh, oiga, deje de molestarla – dijo con voz que pretendía ser segura.

El poli le miró con sorna: Ésta no necesita caballeros andantes. Al último lo disolvió en nitrógeno líquido, y ella dice que se fue de viaje. – Y añadió – métase en sus asuntos, amigo.

Pero él estaba fascinado por los ojos dinamiteros que le sirvieron el café, y no se resignó al gesto despectivo del secreta: “Mucha pistola y poca vergüenza, es lo que tiene usted” – le dijo. Y observó a la mujer de mirada con destellos de goma-2 acorralada tras la barra. Por poco tiempo. El policía metió la mano en la sobaquera y le partió la boca con un certero culatazo de su pistola.

Cuando recobró el conocimiento, se descubrió a sí mismo sin dientes, empuñando la pistola y el cuerpo del policía cubierto de sangre. La camarera ya no estaba allí, el sobre de la paga con el finiquito, tampoco”. – Leyó en voz alta.

Dos objeciones – apostilló Clara, siempre en cuarto jodiente – La camarera no debe aparecer en el nudo de la acción, condición indispensable impuesta por tu profesora; y el desenlace con asesinato ya lo empleó Jose, tu compañero de taller de escritura. Que seas un fracasado reincidente no justifica tu pobreza imaginativa.

De eso nada – protestó él -, ya te lo he dicho: no pienso hacer caso de Cristina. Ella que diga lo que quiera, que yo haré lo que me dé la gana.

Conozco tus rabietas. Sólo sirven para ocultar tu temor a las mujeres –. Ella, parsimoniosa, buscaba un nuevo cigarrillo en su bolso. – No soportas que valgamos más que tú.

No sé ni cómo te aguanto – protestó de nuevo él –. Me acosas sexualmente, me humillas porque me niego, y, encima, me reprochas mis fracasos. No entiendo por qué soy tu amigo.

Porque soy la única persona que te quiere. – Clara sorbió un poco de café y dio una calada al cigarrillo. –  Inténtalo de nuevo, cariño – añadió.

A regañadientes, inició otra vez el relato: “Era la misma mujer que decían que había estado en la cárcel. Era buena camarera; le sirvió un buen café caliente, y a él le pareció que... tenía aspecto de drogata a medio regenerar: extremadamente delgada, manos huesudas y venas azules, y unos enloquecedores ojos brillantes, consecuencia de sus viajes alucinados a lomos del caballo.

Somos complementarios – pensó –, Unos cabalgan quimeras ocultas en agujas hipodérmicas, mientras que a otros nos cocea la rutina. Si ella me quisiera, volaríamos juntos.

Y, por qué no. Tomó el café y regresó al trabajo en la farmacia. Cogió las tijeras, acorraló a su jefa en la rebotica, forcejearon y le abrió dos ojales gemelos en la garganta. La verdad, le tenía ya ganas. Demasiados años aguantando a aquella arpía.

No me despides, que me voy – dijo él, jadeando por el esfuerzo.

Abrió el armario de seguridad, cogió las anfetas, las ampollas de morfina, antidepresivos y ansiolíticos. Cualquier pastilla que sirviese para desbocar un cerebro. Vació la caja registradora y fue a buscar a su compañera de viaje. En una hora, la libertad.

Ella le dijo: pierdes el tiempo; ya no viajo a lomos del caballo, ya no sueño, ya casi ni soy. Sólo el cuerpo me sobrevive. Su desaliento era más negro que el café que le ponía en ese momento

– Éste va de mi cuenta, le dijo.

Y ella cogió el teléfono para llamar a la policía.

A ver qué te parece esta vez –. Pero no miró a Clara, sino a la camarera. Ésta llevaba casi una hora oyendo sus historias y cabreándose por momentos. Eran ya cuatro años, desde que salió del talego, aguantando tras la barra a fulanos de todo pelaje: borrachos domésticos, graciosos de barrio, machistas acomplejados, babosos hambrientos de sexo, depresivos que se sicoanalizaban gratis a cambio de una cerveza... Pero nunca, nunca, ningún fracasado la había herido tanto. Le hacía recordar una y otra vez el gran fracaso que era su propia vida. Y el tipo insistía, insistía… Y, encima, se lo preguntaba a la cara, con todo descaro…

No aguantó más. Se puso frente a él, mostrador por medio, y con un porta de la cafetera, de un golpe certero, le aplastó las narices. Pillado de improviso, se cayó del taburete y se quedó sentado de culo, frente a las piernas de Clara. Incapaz de entender, sólo acertó a observar que ella vestía una minifalda. Que la frontera entre ésta y aquellos muslos de mujer cabal era una zona que nunca había explorado; que ya eran quince años, y que ya iba siendo hora.

Acuéstate conmigo, Clara – hipó, mientras escupía posos de café.

Clara daba la última calada a su tercer cigarrillo – ha pasado tu hora, mi amor.

jueves, 11 de julio de 2024

Verano en el Valle, 1.- Vacaciones.

 


Decir que un jubilata está en vacaciones es lo que en lógica formal se llama una petitio principii; digamos que es una especie de reduplicación que se retroalimenta: Lo propio del jubilado es vacar. Que las vacaciones sean veraniegas no hace más que reforzar el argumento de la ociosidad del jubilata. 

Aunque, si hemos de ser justos con el gremio jubilar, éste no pasa su vida inútilmente y mirando las musarañas, sino que desarrolla una actividad doméstica doblemente beneficiosa para la sociedad marital: por una parte, se ocupa, a pachas con la cónyuge, del mantenimiento de la casa; por otra, en cuando estorba y no sabe qué hacer de su persona, la santa le manda a la compra y lo pierde de vista durante un cierto periodo de tiempo. Bueno para la convivencia: él se siente útil y ella tranquila.

En uno de esos mandados, estaba yo en la frutería de Mohamed repasando la nota de la compra. En una conjunción de casualidades, bastante habitual en la sociedad multicultural que vivimos, coincidieron en la tienda dos rumanos (un hombre y una mujer), dos marroquíes y un natural del pueblo, y un servidor. Dos cosas tenían en común: que se comunicaban en español y que hablaban con satisfacción de los éxitos de la selección española en la Eurocopa. Allí, el único verso, no sé si libre o disonante, era yo que de fútbol no entiendo ni me intereso. Ignorado por los presentes, que estaban enfrascados en su tertulia, hice mi compra, pagué y dejé de existir como ser social en aquel pequeño grupo. Nadie me hizo puñetero caso.

Y es que lo mío es la soledad del monte y el silencio del bosque. No es que sea un ser antisocial. Digamos que, por las aficiones que manifiesto, soy un tipo un tanto “peculiar” – a lo mejor, tirando a “rarito” – con esas pequeñas manías de viejo que el tiempo ha ido consolidando y hasta fosilizando hasta convertirlas en hábitos de conducta. Hábitos tan inofensivos como de difícil comprensión para la gente que acostumbra a socializar en la terraza del bar mientras toma una cerveza. Y, como uno, a estas alturas de la vida, no va a aceptar como fracaso vital lo que no es más que rareza de jubilata, pues se conforma y sigue su camino. O más bien, caminos. Los del robledal y los pinares en torno a Rascafría y los pueblecitos del valle que están al alcance de mis botas camineras, cada vez con menos autonomía de vuelo.   

Pero no crea el improbable lector que voy a ponerme lírico, bucólico o poético para que todos sepan de mi especial sensibilidad por la madre naturaleza. Es que también ésta tiene sus puñetas y no todo el monte es orégano ni es un plácido Titire, tu patulae recubans de églogas virgilianas. A veces, en lugar del pastoril caramillo, es mejor ir prevenido con una garrota al pasar cerca de alguna finca guardada por perros. Como es el caso cuando recorro los caminos por el lugar de nombre Mata Vedada y paso delante del cercado donde guardan yeguas con sus crías y terneros.


Allí, como siempre que paso, me sale al camino el mastín a ladrarme, y llevamos varios años así. El condenado perro no quiere reconocerme como pacífico paseante habitual y protesta por mi presencia en sus dominios.   Me he dado cuenta que el animal no se entera de mi paso hasta que un perrillo ladrador que hay en la finca, siempre da la señal de alarma con ladridos agudos. En cuanto oye la alarma, el perrazo sale de en medio del ganado a todo correr y ladrando con esos ladridos graves de perro guardián.

Seguimos el rito: él corre hacia mí y se para a prudente distancia, mientras yo camino deprisa para alejarme; él se da vuelta y vuelve a la carga abriendo las fauces ladradoras y enseñándome los dientes entre sus belfos babeantes y yo, por si acaso, estoy con mi espanta-perros en la mano, por si no respeta las distancias. Y así, cada vez… Es un juego un tanto estúpido, porque siempre llevo el aparato espanta-perros que compré hace años y, si sobrepasa la distancia de seguridad, le envío una pequeña ráfaga de ondas que solo perciben los perros y les irrita, obligándolos a mantener a distancia prudente. Él no acepta mi estatuto de libre caminante y yo le castigo solo un poco, lo suficiente como para que se vaya. Ambos volvemos a nuestras tareas, él con la satisfacción del deber cumplido y yo con la de caminante a mi libre albedrío.


Pero no siempre uno se sale con la suya. La otra mañana iba yo de conversación por el camino con un paisano que iba a ver un cercado suyo. El camino era estrecho, entre una tapia de piedra y una alambrada de púas. Frente a nosotros, con andar pausado, venía un toro charolés. Por lo menos eran quinientos kilos de masa de toro con todos sus atributos y pasar por su lado suponía casi rozarlo. Tenía una testuz que imponía respeto y un gonadario como para no buscarle las cosquillas. El paisano, habituado al tratar con el ganado, intentó que aquellos quinientos kilos de músculos se dieran la vuelta y nos dejaran el paso libre, pero el bicho no estaba dispuesto a ceder el paso a los bípedos que entorpecían su camino y nos miró de malas maneras.

Con buen criterio, mi acompañante me hizo retroceder y buscamos un cercado donde refugiarnos hasta que aquella mole pasó por nuestro lado y nos miró con la indiferencia que puede mostrar un elefante ante una hormiga. Fue un poco humillante, pero vale más tragarse el orgullo que recibir un topetazo de un bicho que no atendía a razones.

Pero no sólo por los caminos del monte, también en el pequeño jardín que rodea nuestra casa de verano tengo algunas peleas con el mirlo que anida por allí cerca. Es una dura competencia por ver quién se come las guindas que van madurando, por las frambuesas y las fresas que crecen en las matas pegadas al muro. En general, él es más hábil, pero yo soy más rápido y nunca hemos llegado a un acuerdo para un reparto equitativo en proporción al peso o la estatura. Y, por si fuera poco, últimamente ha aparecido por allí un zorzal que, aparte de darse un atracón de caracoles, me picotea las fresas y me las deja inservibles.

Verdaderamente, la vida es una lucha continua por la supervivencia. Incluso para un jubilata en vacaciones.