Para el 15 de agosto son las
fiestas patronales en Rascafría. Hace unas semanas, se me ocurrió mirar el
programa de actos y me encontré con que se convocaba un concurso de relatos breves.
Muy ufano, fui al cajón de los cuentos y saqué uno que me pareció apropiado
para ser presentado, con la esperanza de alcanzar en este pueblo de la Sierra
mi primer peldaño en la fama de la gloria literaria. El problema es que el
asunto a tratar se refería, forzosamente, a Rascafría, sus gentes, sus
costumbres… El colorido localista del relato era obligatorio, así que desistí
porque el casticismo no es la fuente Castalia de la que bebe mi imaginación.
Pero, mira por dónde que, de la
asociación cultural de mi barrio, El Sol de la Conce, me enviaron las bases de
un concurso VI premio de relatos Pérez-Taybilí, animándome a participar. En
ellas se advertía: “Aunque sean de temática libre (los relatos, se entiende) traten
de forma transversal la convivencia, el respeto, los vínculos y la interculturalidad…”
Y advertía específicamente que el jurado valoraría especialmente los relatos
que introdujeran estos valores.
Fui a mi fuente Castalia a ver qué
aguas manaban de ella que alimentaran mi imaginación con sorbitos de convivencia,
respeto, interculturalidad y demás etcéteras, y me pareció que, aunque me bebiera
todo el manantial, las aguas de mi imaginación literaria seguirían incoloras,
inodoras e insípidas en lo que se refiere a la fraternidad universal que ha de
transcender en el relato que esa asociación Pérez-Taybilí está dispuesta a
premiar.
Reconozco que el localismo y la
trasversalidad se me dan muy mal y que, a estas edades, me resulta muy difícil
descolonizarme (o “decolonizarme”, - horribile dictu, pero santo y seña de la
progresía al agua de rosas -) de tantos prejuicios como he adquirido con enorme
esfuerzo y tesón a lo largo de la vida.
Improbable y ansiado lector, como
los dos intentos de escalar la fama, de los que te he hablado, son puertas
cerradas a mi ilusión de ceñirme los laureles literarios, y como la frustración
y el desánimo no me dejan sosiego en estas largas y calurosas noches agosteñas,
he decidido endosarte a ti – siempre paciente – este pequeño relato que a
continuación puedes leer, si no se ha agotado tu paciencia llegando hasta aquí.
Si se lee el mismo sin excesivas exigencias literarias, folclóricas o
ideológicas, podrá observarse que sí hay un atisbo de transversal en lo que respecta a sus
personajes (un fracasado, una feminista, una exdelincuente…) que conviven en la
barra de un bar.
“Era la misma mujer que decían que había estado en la
cárcel. Era buena camarera; le sirvió un buen café caliente…”, y a él le pareció
que, a partir de este arranque, tomándose su tiempo, lograría escribir un buen
relato. Al fin y al cabo, le habían despedido del trabajo, y no tenía nada
mejor que hacer... Aunque, no, no estaba dispuesto a que Cristina, profesora
del taller de escritura creativa, le impusiera condiciones a la hora de
escribirlo, y decidió que se saltaba las reglas del juego que previamente les
había dado.
Que aquella camarera anoréxica, de ojos como simas,
hubiese pasado una temporada a la sombra no tenía para él ningún interés,
aunque sí apreciaba su profesionalidad: nadie como ella preparaba aquellos
cafés negros y cremosos. Y si no, que se lo dijeran a Clara, su amiga
feminista, con la que acostumbraba a reunirse en aquel bar.
Por lo demás, no le parecía a él que haber llamado
babuino a su jefe fuese motivo suficiente de despido; pero así fue, porque al
imbécil se le ocurrió mirar el diccionario. Este fin de semana prescindimos de
sus servicios, le había dicho aquel papión cinocéfalo. El maldito catarrino le
había despedido, y todo por un exceso verbal puramente zoológico. Como si ser
culto fuese un delito.
Y por eso estaba allí Clara; para consolarle, como
otras veces. Feminista militante, había sido en los quince últimos años su
mejor amigo, su camarada, su confidente y su paño de lágrimas, pero nunca se
habían acostado juntos. A ella no le hubiese importado: total, un intercambio
de fluidos corporales y un poco de calistenia sexual. Ella le solía insistir:
mejor con un amigo que con un desconocido. Pero a él le humillaba saberse
tratado como hombre objeto por aquella fémina de ovarios poliédricos, y nunca
accedió.
Lo del despido era irremediable y uno de tantos
episodios lamentables, consecuencia de su inadaptación al medio. Clara, como
siempre, se lo hizo ver con la contundencia que ponía en sus opiniones, más
brutales cuanto más sinceras, a fuerza de amistosas. – Vete de esta ciudad. En
Valladolid tengo una amiga que te dará trabajo. Ya he hablado con ella – le
animó. Y encendió un cigarrillo.
Pero quedaba pendiente un asunto que debía resolver en
una hora escasa: lo del reto que le habían propuesto a través del correo
electrónico. Sólo quería demostrar que, al menos en eso, era capaz de hacerse
valer. Pero, por otro lado, le reventaba ajustarse a normas impuestas por
aquella engreída de Cristina.
Y qué si ha ganado un premio de relatos – le comentaba
a Clara –. Eso no le da derecho a complicar la vida a la gente. Podía echarnos
una tarea más fácil ¿No crees?
Pues escribe un micro relato – le sugirió ella –, y
deja de darle vueltas, hombre. ¿Quién te mandó meterte en un taller de
escritura?
La idea podía funcionar. A ver: “Era la misma mujer que decían que había estado en la cárcel. Era buena
camarera; le sirvió un buen café caliente, y a él le pareció que... el tipo acodado en la barra era un madero
de mala baba, y que se dedicaba a acosarla.
Puesto que le habían echado
del trabajo y se iba de la ciudad antes de una hora, no perdía nada haciendo el
quijote por aquella anoréxica de ojos demoledores.
Eh, oiga, deje de
molestarla – dijo con voz que pretendía ser segura.
El poli le miró con sorna:
Ésta no necesita caballeros andantes. Al último lo disolvió en nitrógeno
líquido, y ella dice que se fue de viaje. – Y añadió – métase en sus asuntos,
amigo.
Pero él estaba fascinado
por los ojos dinamiteros que le sirvieron el café, y no se resignó al gesto
despectivo del secreta: “Mucha pistola y poca vergüenza, es lo que tiene usted”
– le dijo. Y observó a la mujer de mirada con destellos de goma-2 acorralada
tras la barra. Por poco tiempo. El policía metió la mano en la sobaquera y le
partió la boca con un certero culatazo de su pistola.
Cuando recobró el
conocimiento, se descubrió a sí mismo sin dientes, empuñando la pistola y el
cuerpo del policía cubierto de sangre. La camarera ya no estaba allí, el sobre
de la paga con el finiquito, tampoco”. – Leyó en voz alta.
Dos objeciones – apostilló Clara, siempre en cuarto
jodiente – La camarera no debe aparecer en el nudo de la acción, condición
indispensable impuesta por tu profesora; y el desenlace con asesinato ya lo
empleó Jose, tu compañero de taller de escritura. Que seas un fracasado
reincidente no justifica tu pobreza imaginativa.
De eso nada – protestó él -, ya te lo he dicho: no
pienso hacer caso de Cristina. Ella que diga lo que quiera, que yo haré lo que
me dé la gana.
Conozco tus rabietas. Sólo sirven para ocultar tu
temor a las mujeres –. Ella, parsimoniosa, buscaba un nuevo cigarrillo en su
bolso. – No soportas que valgamos más que tú.
No sé ni cómo te aguanto – protestó de nuevo él –. Me
acosas sexualmente, me humillas porque me niego, y, encima, me reprochas mis
fracasos. No entiendo por qué soy tu amigo.
Porque soy la única persona que te quiere. – Clara
sorbió un poco de café y dio una calada al cigarrillo. – Inténtalo de nuevo, cariño – añadió.
A regañadientes, inició otra vez el relato: “Era la misma mujer que decían que había
estado en la cárcel. Era buena camarera; le sirvió un buen café caliente, y a
él le pareció que... tenía aspecto
de drogata a medio regenerar: extremadamente delgada, manos huesudas y venas
azules, y unos enloquecedores ojos brillantes, consecuencia de sus viajes
alucinados a lomos del caballo.
Somos complementarios –
pensó –, Unos cabalgan quimeras ocultas en agujas hipodérmicas, mientras que a
otros nos cocea la rutina. Si ella me quisiera, volaríamos juntos.
Y, por qué no. Tomó el café
y regresó al trabajo en la farmacia. Cogió las tijeras, acorraló a su jefa en
la rebotica, forcejearon y le abrió dos ojales gemelos en la garganta. La
verdad, le tenía ya ganas. Demasiados años aguantando a aquella arpía.
No me despides, que me voy
– dijo él, jadeando por el esfuerzo.
Abrió el armario de
seguridad, cogió las anfetas, las ampollas de morfina, antidepresivos y
ansiolíticos. Cualquier pastilla que sirviese para desbocar un cerebro. Vació
la caja registradora y fue a buscar a su compañera de viaje. En una hora, la
libertad.
Ella le dijo: pierdes el
tiempo; ya no viajo a lomos del caballo, ya no sueño, ya casi ni soy. Sólo el
cuerpo me sobrevive. Su desaliento era más negro que el café que le ponía en
ese momento
– Éste va de mi cuenta, le
dijo.
Y ella cogió el teléfono
para llamar a la policía.
A ver qué te parece esta vez –. Pero no miró a Clara,
sino a la camarera. Ésta llevaba casi una hora oyendo sus historias y
cabreándose por momentos. Eran ya cuatro años, desde que salió del talego,
aguantando tras la barra a fulanos de todo pelaje: borrachos domésticos,
graciosos de barrio, machistas acomplejados, babosos hambrientos de sexo,
depresivos que se sicoanalizaban gratis a cambio de una cerveza... Pero nunca,
nunca, ningún fracasado la había herido tanto. Le hacía recordar una y otra vez
el gran fracaso que era su propia vida. Y el tipo insistía, insistía… Y,
encima, se lo preguntaba a la cara, con todo descaro…
No aguantó más. Se puso frente a él, mostrador por
medio, y con un porta de la cafetera, de un golpe certero, le aplastó las
narices. Pillado de improviso, se cayó del taburete y se quedó sentado de culo,
frente a las piernas de Clara. Incapaz de entender, sólo acertó a observar que
ella vestía una minifalda. Que la frontera entre ésta y aquellos muslos de
mujer cabal era una zona que nunca había explorado; que ya eran quince años, y
que ya iba siendo hora.
Acuéstate conmigo, Clara – hipó, mientras escupía
posos de café.
Clara daba la última calada a su tercer cigarrillo –
ha pasado tu hora, mi amor.