viernes, 23 de enero de 2009

Sólo son cuentos.- Semblanzas, 2.

El artista Adalberto.
En su ciudad, todo el mundo admiraba a Adalberto Rus Morillo.

Desde niño había mostrado un temperamento artístico que desarrolló de forma autodidacta y llegó a ser el orgullo de su familia.
Con 14 años le colocaron de mancebo de botica. Como no tenía estudios, doña Flora la boticaria lo tenía para hacer recados, despachar bicarbonato y aspirinas, y poco más. Pero él era muy despierto y apañado. Leía todos los periódicos que llegaban a la farmacia y se veía los santos de las revistas. Además, en sus ratos libres, aprendió a hacer esculturas con lo que encontraba en los contenedores y con las piezas viejas del taller de motos de su padre.
Así, con tesón y habilidad, y sin darse cuenta, practicó el hiperrealismo crítico, la abstracción figurativa y otras tendencias de vanguardia. De eso la boticaria no tenía ni idea, a pesar de que había estudiado Farmacia en Salamanca. Pero ella, que se las daba de instruida, por aquellos días se había echado un novio intelectual. Cuando éste vio las cosas que hacía Adalberto, descubrió que estaba ante un genio. Le ayudó a montar una exposición en la Casa de la Cultura y escribió la crítica en el periódico local.
Gracias a él la gente se dio cuenta de que Adalberto practicaba “una estética articulada desde el despojo de las cosas generadas por la sociedad de consumo”. Y como bien dijo su madre en una entrevista que le hicieron para la radio, "en casa no se lo podían de creer".
Los vecinos, que hacían cola para ver la exposición, empezaron a hablar del “verismo aspectual crítico” que traslucían los chismes de desecho ensamblados por Adalberto. Y en los bares se aseguraba que nunca la transvanguardia había calado tan hondo en el sentir popular. La gente, en fin, se hinchaba a comprar medicinas en la farmacia para tener ocasión de saludar al artista.
Él, agradecido, desde el mostrador de la botica, daba lecciones de estética por amor al arte. Como aquella vez que una señora fue a comprar unos potitos para el nieto y le enseño un tostador de pan que tenía las tripas al aire. Adalberto, entonces, le habló de la belleza que en sí mismos tienen los materiales de desecho, una vez descontextualizados estéticamente de su funcionalidad primigenia.
La señora, entusiasmada, hizo un tapete a punto de cruz y puso el tostador encima de la tele, para que lo vieran las visitas de cumplido.
Desde entonces, en aquella ciudad la gente no tira los chismes viejos sin consultar a Adalberto, y el chatarrero del barrio se ha convertido en marchante de arte.

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