Eso es lo que respondió un compañero cuando, al terminar la marcha montañera de este sábado, alguien le preguntó cómo nos había ido. Y no sería por falta de no estar advertidos, que la Agencia Estatal de Meteorología nos lo tenía bien pronosticado: Tormentas y chubasco en el Guadarrama. Pero nosotros, que tenemos tan arraigado el vicio montañero, decidimos hacer la marcha prevista, con tormentas, aguaceros y rayos.
Salimos de Valsaín, junto al CNEAM (Centro Nnal. de Educación Ambiental), pasamos cerca de la Cueva del Monje y llegamos a la Chorranca, una cascada de unos 40 metros de caída; uno de esos lugares recónditos de la Sierra donde la naturaleza se explaya en forma de catarata soberbia, entre roquedos y pinares. Trepamos junto a la chorrera hasta alcanzar el Raso del Pino y, desde allí, por el Collado del Camino de los Neveros, dimos cara al Risco de Claveles (2.387 m.). Antes de empezar la trepa del risco, abajo y a nuestra izquierda, la lámina de agua de la Laguna de los Pájaros y algunos buitres meciéndose en una térmica.
Salimos de Valsaín, junto al CNEAM (Centro Nnal. de Educación Ambiental), pasamos cerca de la Cueva del Monje y llegamos a la Chorranca, una cascada de unos 40 metros de caída; uno de esos lugares recónditos de la Sierra donde la naturaleza se explaya en forma de catarata soberbia, entre roquedos y pinares. Trepamos junto a la chorrera hasta alcanzar el Raso del Pino y, desde allí, por el Collado del Camino de los Neveros, dimos cara al Risco de Claveles (2.387 m.). Antes de empezar la trepa del risco, abajo y a nuestra izquierda, la lámina de agua de la Laguna de los Pájaros y algunos buitres meciéndose en una térmica.
Los Claveles es un macizo rocoso bien conocido de los montañeros madrileños. Viene a ser como el filo mellado de un cuchillo por el que hay que caminar saltando de roca en roca, cuyas ambas vertientes caen a pico, de forma que, si uno pierde pie, puede verse con sus huesos hechos trizas en el fondo de un barranco. Si fuera de otra forma, no tendría tanta gracia atravesarlo. Ya se sabe, hacer travesías de este tipo le disparan a uno la adrenalina y se mete un chute de emoción que ríase usted de los psicotrópicos esos que se coloca la chavalería en las disco asfalteñas de fin de semana.
Lo malo fue que, por esta vez, los meteorólogos tenían razón. Un servidor, que es jubilata y ya no tiene la energía de otros tiempos, se tomó su tiempo en subir y se dopó con una aspirina y unos tragos de agua para aguantar el tirón del ascenso. Y llegar, llegó, se sentó en un piedro enhiesto a contemplar los grises del paisaje (la cosa ya no daba para más), mientras tomaba unas porciones de chocolate y unas frutas, que a más no le dio tiempo.Las nubes se arremolinaban sobre nuestras cabezas y la tormenta empezó a rugir con esa mala leche que tiene cuando se desata en plena montaña. Con las primeras gotas, salimos arreando roquedo adelante para alcanzar el Peñalara (2.428 m.) antes de que la piedra se mojase y las botas no se agarraran al terreno. Todavía paramos unos minutos en la cumbre, pero estaba claro que los nubarrones iban a descargar de un momento a otro, así que salimos a todo correr hacia Dos Hermanas. Menos mal, porque el aguacero fue de antología y empezaron a caer algunos rayos que no miran por dónde van.
Hicimos Dos Hermanas y Peña Citores a paso ligero, como quien camina debajo de la ducha, solo que, además nos cayó granizo que nos apedreó a modo. A veces, la naturaleza tiene esas cosas; parece cabrearse con los humanos, harta de verlos pisoteando lugares más propios de animales de pezuña que de depredadores de recursos naturales. Vernos apedreados fue lo mínimo que podía habernos sucedido, ya que lo de andar escurriendo agua desde el sombrero hasta el interior de las botas es un riesgo con el que uno cuenta siempre.
Y bajar a Boca del Asno lo hicimos a huevo, por los pinares, laderón abajo, atrochando por donde buenamente podíamos. Eso sí, la luz de poniente que aparecía a ratos entre nubarrones, nos dejó una de las vistas más hermosas que pueden disfrutarse. Los herbazales de las praderas estaban cuajados de ranúnculos en flor, como una siembra de botones amarillos; el helecho seco del año anterior despedía unos colores intensos marrones/rojizos que brillaban entre el verde tierno y brillante de lluvia; el momento producía la sensación de estar inmerso en un cuadro impresionista. Los pinos de valsaín, con los verdes oscuros de su ramaje, daban un aire un tanto fantasmagórico y aún alcanzamos a ver un par de tejos espléndidos que eran como tachones negros en el bosque. Lúgubres, pero magníficos.Y a toro pasado, este jubilata, que tiene sus puntos de esteta decadente, ha echado de menos, entre el bramido de los truenos y el chasquido de los rayos, los coros que Prokofiev ideó para la película Alexander Nevsky, de Einsenstein, que ha tenido ocasion de oír y disfrutar esta misma mañana de domingo en el Auditorio Nacional.
Lástima grande, pero no se puede tener todo y a la vez.
En esta última imagen usted se parece a Peter Ustinov muchísimo. Me pregunto si ha hecho un montaje con Fotoshop o algún programa parecido.
ResponderEliminarYa no estás para estos trotes, Juan José... De todos modos, estuvo buena la empapada... me imaginé la escena, salida de un cuadro de Monet... Estupenda!
ResponderEliminarSaludos!!