M* es una mujer extraña. Próxima a la cincuentena, retraída y asustadiza, es una de esas personas que rehuyen el trato con los demás con el miedo enfermizo de quien teme ser maltratado sin razón aparente. Su cara no refleja emociones, como tampoco las reflejaría un muro.
Vive en una calle próxima a la mía, en una finca de vecinos que comparte con la nuestra el patio posterior. Nos conocimos hace varios años, cuando yo fui presidente de mi comunidad y tuve relación con ella que, a su vez, presidía la suya. Subía a su casa, hablábamos de asuntos de interés común a nuestras repectivas comunidades y me trataba con amabilidad. Pero, cuando nos veíamos por la calle e intentaba saludarla, sistemáticamente me evitaba. Como si yo fuera un extraño del que hay que desconfiar. A mí, su actitud me descolocaba y no sabía a qué atenerme con ella. En su casa me trataba con deferencia, pero en la calle me ignoraba.
Algún tiempo después, por otros vecinos que la conocían de toda la vida, supe lo peculiar de su carácter y no volví a preocuparme. A partir de entonces, cuando me cruzaba con ella, yo también hacía como si no la viese. Aun así, al pasar a su lado, la miraba de reojo a ver cuál era su reacción. Pero ella no movía ni un músculo de su cara inexpresiva al verme; puede decirse que mostraba la misma apatía que un semáforo ante un coche de bomberos. Pero algún rescoldo de emociones debía haber tras sus ojos inexpresivos.
Lo digo porque hace un par de años que se compró un perro. Un perro de pelo blanco y mirada inteligente, y, por lo que he podido observar, caprichoso y testarudo como un niño consentido. Con frecuencia, veo a ambos pasear por la acera de nuestra calle o por el parque. Él va delante o detrás de su ama, a su antojo, pero siempre marca el ritmo y decide dónde pararse y hacia dónde ir. Ella obedece.
Hay veces, en mis noches de insomnio, que, a eso de las cinco de la madrugada, me asomo a la ventana de la cocina y los veo caminar por la acera de enfrente: primero, el perro blanco marcando el ritmo, luego, ella. Lo peculiar del caso es que la cuerda que los une no sirve para sujetar al perro, sino para que éste tire de su dueña y la guíe. A veces, el perro decide correr y M* emprende un trotecillo torpe a su zaga, como con miedo a que el otro la riña si no logra mantener el ritmo que él marca. Otras, el perro va detrás del ama, relajado y casi con el aire filosófico de quien rumia sus perrunos pensamientos. Ella, delante y a pasitos, va fumando su pitillo y se nota que su cabeza no rumia ningún pensamiento de interés.
Cuando el perro blanco decide no caminar, M* lo saca a paserar en un cochecito como de niños, pero para perros, que le regalaron un cumpleaños.El cochecito tiene un armazón de aluminio y el capazo es de color rojo. El perro, tan telendo, se sienta en él mirando al frente con interés, y M* detrás, lo va empujando ajena a las miradas divertidas de los viandantes. Indiferente, estólida el ama, el perro tiene un aire más despierto.
A eso de las tres de la tarde, la hemos visto en la parada del autobús. M* despide al marido, que va al trabajo. Un hombre de complexión gruesa, con un chaleco de explorador y su permamente cachimba entre los dientes. No hablan. Cuando el bus llega, el hombre, como de cumplido, da un beso en la mejilla a M*, y otro beso, en los morrros, al perro, y sube al transporte. M*, con su inexpresividad apática, mira al perro y éste decide por dónde darán el paseo. Tomada la decisión, echa a caminar con su ama detrás. Nunca he visto bípedo más obediente.
No sería ciega la señora??? O quizá tiene algún trastorno obsesivo compulsivo... bah, todas las mujeres son raras...
ResponderEliminarAlbur!!