domingo, 30 de noviembre de 2014

La importancia de llamarse Nicolás.-

En su obra de teatro La importancia de llamarse Ernesto, Oscar Wilde hace burla de la sociedad victoriana de su tiempo, tan  encorsetada, tan estrecha dentro de sus costuras, en la que un mozo calavera decide aprovechar las convenciones sociales para medrar en sociedad utilizando a su conveniencia esas mismas normas. Llamarse Jack no es relevante, pero hacerse pasar por Ernesto le permite cortejar a una lady de alcurnia y abrirse un hueco en la buena sociedad.

Nada más lejos que pretender una comparación entre esta España actual (Patio de Monipodio o Corte de los Milagros, a elegir) y la  seria Inglaterra victoriana (Ernest en inglés, dicen, suena parecido a Eamest “serio”). Lo cual debe entenderse dicho en favor del solar patrio, ya que no necesitamos imitar los usos de la hipócrita Albión para encontrarnos con situaciones parejas. Nos basta con recurrir a nuestra particular cosecha de pícaros y milagreros y, en un juego de birlibirloque, cambiar un Ernesto por un Nicolás o una Sor Patrocinio, según tomemos la picaresca por la vía secular o la mística. En este caso, es la primera la que nos interesa, porque en la corrala celtibérica, donde se arremolinan y hacen algarabía tanto teles privadas y públicas como prensa adicta a la mano que le da de comer, nos ha aparecido milagrosamente un pequeño aprendiz de brujo que tiene alborotado el cotarro nacional: El pequeño Nicolás.

Así lo ve Tomás Serrano. 
Este jubilata se hace cargo que no es lo mismo un Ernest wildenesco que un Nicolás manchego; no es lo mismo un dandy anglosajón que un chaval de verbo fácil y en mangas de camisa. Pero eso sí, es muy nuestro. Un producto typical spanish, como los chorizos de Cantimpalo, del que no hay por qué avergonzarse. Ellos producen tipos como el doctor Livingston que abren, con sus descubrimientos, los mercados de África a la voracidad expansionista del capitalismo inglés; nosotros, más de andar por casa, nos gloriamos de una especie autóctona universalmente conocida: el pícaro, el hambrón que medra en una sociedad donde la pasta se la llevan unos pocos y todos los demás pagamos a escote.

Nadie niega que el chaval no tenga su mérito. A medio camino entre el pícaro cervantino y el esperpento valleinclanesco, es lo más interesante que nos está ocurriendo en la vida pública de estos últimos tiempos. En esta Corte de los Milagros con parada y fonda en Génova 13, donde Mariano I (ni sí ni no, sino todo lo contrario) rige con mano firme el allá te las compongas, el pequeño Nicolás se nos ha aparecido como la Monja de las Llagas en la corte de Isabel II para amilagrarnos con su verbosidad, sus contactos – reales o supuestos – sus selfies junto a los caretos más conspicuos de la patria. Dispuesto a desfacer entuertos (como el de Cataluña), a remendarle el virgo de su buen nombre a una princesa en apuros por culpa de un juez rigorista, y otras fazañas de andante caballería a cambio de un sustancioso estipendio, es el personaje de moda, el modelo a imitar para todos los jóvenes que van por el mercado laboral hambreando un curro mal pagado.

Con toda sinceridad lo confieso, si fuese joven y no jubilata, querría ser un Petit Nicolás con jeta y palabrería, manipulador y narcisista, antes que un número en la cola del paro, un aspirante a emigrar previa patada en el culo propinada por la madre patria. Por eso, el picaruelo Nicolás tiene toda mi admiración, porque hay que tener los compañones bene pendentes para ponerse al mundo por montera y ser pícaro ingenioso entre pícaros correosos, encantador de serpientes entre tanta víbora hocicuda que puebla la casta; en fin, hay que ser Rinconete entre hampones con tarjeta black  y Sor Patrocinio de las Llagas en la corte milagrera de Trinca la Pasta. Un figura.

Quizás el improbable lector me eche en cara estos símiles literarios empleados, pero piense que la literatura es maestra de la vida. Otros ya nos contaron en términos de ficción lo que vivieron en su época, y quizás solo por eso su época merezca ser recordada. Seguro que la nuestra, que toma los interesados oráculos del dios mercado por verdades inamovibles, no merecerá ser recordada sino porque hubo en ella algún Ginés de Pasamonte que le robó el rucio a algún Sancho mientras éste dormía amachambrado con sus talegas de dinero. Y, además, lo hacía por la cara, a la vista de todos, como un juego de manos de nada por aquí-nada por allá y ¡Hale hop! comisioncita que me levanto.  

Dicen que la Monja de las Llagas, sor Patrocinio, en tiempos de la Reina Cachonda, fue responsable de la caída del gobierno Narváez. A lo mejor, aquí y ahora, el Pequeño Nicolás, con sus fantasías y manipulaciones, le da una patada al palo del sombrajo y se viene abajo el chiringuito, dejando con las vergüenzas al aire a más de un personaje. Está por verse.

Por si acaso, no está de más recordar lo que decía Valle-Inclán:
“Tiene sobre Isabel mucho dominio
La milagrosa monja Patrocinio.
Quien el motivo averiguar anhele,
Cambie la P de Patrocinio a L.”

2 comentarios:

  1. Sebastián Arriola Cencerro30 de noviembre de 2014, 16:39

    Pequeño gran hombre, como la película de Agustin Hoffman

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  2. Notable texto el tuyo, JJ. "Insigne virtus" la tuya, caballero de la pluma en pecho.

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