sábado, 14 de febrero de 2015

Más rarezas.-

El insomnio prolongado, según parece, provoca algún tipo de reacción en el cerebro del insomne que debe parecerse bastante a las alucinaciones. Un servidor no está en condiciones de asegurar que sea así, pero sí puede afirmar de esas horas nocturnas restadas al sueño, cuando éste se resiste a cumplir con su obligación, que se ocupan en actividades poco habituales, de forma que el común de los mortales no puede por menos que alucinarse si se lo cuentan. La del insomne es una forma de alucinación que llega a través de la lectura, como le ocurría a Alonso Quijano, quien pasaba las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio con los malhadados libros de caballerías.

Solo que el insomne que esto suscribe, sin más obligaciones que disfrutar de su jubilatería a tiempo completo – cosa que no es como para quitar el sueño –, no siente afición por los Amadises de Gaula, los Esplandianes o los Pentapolines del Arremangado Brazo. Lo cual no significa que no tenga aficiones tan alucinatorias como el bueno de Alonso Quijano, y que, además, las cultive de forma vergonzante. Porque, vamos a ver, ¿qué podría pensar el improbable lector si se enterase de que las Noches Áticas de Aulo Gelio son lectura frecuente en las largas noches en blanco y con la pupila despejada?

Y, para más inri, el bueno de Gelio, con ese prurito gramático que tiene, le saca punta a textos de otros autores, a los que afea las incorrecciones que aparecen en ellos. En el caso concreto de mi última vela nocturna, a un tal Caeselio Vindicio le reprocha que en sus Lectionum Antiquarum dijera que cor (corazón) era palabra masculina y no neutra. Ya ve el improbable lector qué cuestión más a propósito para una cura de insomnio… Por eso he hablado un poco antes de aficiones vergonzantes, porque uno no puede andar por la vida contando estas cosas tan fuera de lugar. Uno tiene la edad que tiene, pero las neuronas aún no le patinan, solo que se le escapan cosas que debería callar por no ponerse en evidencia. 

Pero el asunto - volviendo a nuestro cultísimo Gelio - no deja de tener su morbo, ya que el contexto se refiere a una frase que dijo el rey seléucida Antíoco III el Grande, a propósito de algo que le había dicho Aníbal sobre que no entrara en guerra con los romanos. Solo que Aníbal, hábil en perfidias púnicas varias, se lo dijo para provocar su orgullo y así incitarle a guerrear. En efecto, Antíoco se traga el anzuelo y dice todo indignado: Hannibal… hortatur ne bellum faciam, quem credidit  esse meum cor?  Como si dijéramos: ¿pero, qué se habrá creído ese Aníbal…? ¿Yo, un rey tan valeroso, que no me atreva a luchar contra los romanos?

Estará de acuerdo conmigo el improbable lector en que, aunque estas no son cuestiones como para andar rompiéndose la cabeza a las cuatro de la madrugada, no dejan de tener su morbo. Que allá por el S. III antes de nuestra Era un rey oriental se dejase liar por un general cartaginés para ser llevado al huerto de una guerra de difícil solución no deja de ser una lección para los tiempos presentes. No hay más que pararse a pensar cómo – por poner un ejemplo –, tras la última crisis financiera y bancaria, los ciudadanos hemos asumido los costes y la culpa de tal estropicio. No tenemos más que mirarnos en el espejo de los griegos para saber lo que nos espera si no damos por bueno el engaño. 

De una forma u otra, te llevan al huerto y haces lo que a ellos les interesa o te hunden el país y luego te lo rescatan conforme a sus intereses. Ubi solitudinem faciunt, pacem appellant, dijo Tácito (Nueva licencia ésta que un servidor se toma en su triple condición de insomne, jubilata y escribidor) Solo que estas trampas saduceas de las que venimos hablando, leídas en Aulo Gelio, y con tantos siglos de distancia, parecen una anécdota, sin que caigamos en la cuenta de que el engaño a la víctima es recurso utilizado en todos los tiempos.

Después de todo, es posible que el improbable lector mire con ojos más indulgentes al autor de estas elucubraciones nocturnas, ya que sus lecturas no resultan tan descabelladas y de ellas pueden sacarse algunas enseñanzas para los tiempos actuales. Pero si se mira la mediocridad de los personajes del momento, no parece que haya manera de ser engañado por un Aníbal, hábil en añagazas y celadas, ni hay Escipiones Africanos, ni Antíocos, ni Catones como aquel, el Viejo, que cada día daba la barrila en el Senado acabando así sus discursos: ceterum censeo Carthaginem delendam esse (por lo demás, creo que Cartago debe ser destruida).

Aquí y ahora, todo lo más, hemos descubierto el valor de las onomatopeyas en el discurso político (Tic-tac, tic-tac…, o Pim-pam, propuesta, pim-pam); eso sin hablar del recurso a los ordenadores de la Agencia Tributaria para sacar los trapos sucios fiscales de los oponentes políticos, pasándose la confidencialidad de estos datos por el forro del escroto del ministro del ramo. Así que, visto el percal, casi mejor aprovecharemos las largas horas de insomnio para seguir escarbando en las Noches Áticas de Aulo Gelio, aunque éste sea un obseso gramático, se empecine en disquisiciones de género, - que si masculino, que si neutro -, y nos cuente otras mil milongas y antiguallas históricas que aburrirían a personas más centradas que este jubilata insomniado.


2 comentarios:

  1. Neme Villeras Taniasánchez15 de febrero de 2015, 13:25

    Recuerde que la culta palabra "aula" viene del nombre del insigne Aulo Gelio, quizá una de las personalidades más cultas que dio el imperio de Roma.

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  2. Dª Neme no la líe más, que "aula" es patio en latín y esta viene del griego αὐλή, que sigue siendo tal que un patio de una casa. Y si no, se lo pregunte a D. Juanjosé, que ese sí que sabe.

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