Fue hace algunos años, mientras asistía a los
cursos de Historia Cultural en la UNED Senior, cuando oí hablar a la profesora
sobre la existencia del paisaje sonoro. Aprendí que, además del paisaje físico,
el que se desarrolla ante nuestros ojos; ese que está formado por el relieve
del terreno con sus montes y valles, sus ríos y bosques, sus matices de colores,
sombras y luces, existe un paisaje más sutil y etéreo que sólo percibimos a
través del sentido del oído.
Se refiere a todo el cúmulo de sonidos que vibran
en torno nuestro y percibimos de una forma confusa, e incluso podemos confundir
con los ruidos del tráfico rodado si vivimos en la ciudad. Lo habitual es que
nuestro oído, habituado a las agresiones acústicas provocadas por el estruendo
de los vehículos, sea incapaz de discernir las distintas intensidades sonoras,
ritmos, sonidos agudos o graves, volúmenes… Todo eso es una maraña de sonidos
desacompasados, sin cadencia o ritmo que llamamos genéricamente “ruido” y que
nos acompaña en nuestro vivir diario. Pero
incluso de esa barahúnda ruidosa y agresiva a nuestro oído se puede extraer un
paisaje sonoro, abrupto y poco grato, si se quiere, una vez que uno educa el
oído para discernir sonidos.
Pero el paisaje sonoro sobre el asfalto es materia
de otro trimestre, aparte que de ello ya hablé en esta bitácora hace un puñado
de años.
Aquí, en esta bitácora veraniega, hablamos del
paisaje sonoro hecho del andar por los caminos, entre el bosque de robles melojos
o de pinos silvestres, las laderas cuajadas de helechos, las dehesas donde sestea
la vacada, los arroyos que cruzan tu camino, y cualquier paraje donde ningún
artilugio mecánico perturbe el ritmo sonoro de la naturaleza. Es el impulso
sonoro que percibimos al cruzar un arroyo de montaña, una acequia por donde
corre el agua camino de algún huerto, el viento apenas perceptible entre las
ramas, incluso el graznido estridente de un cuervo en el prado, que levanta la
voz ronca y el vuelo presuroso cuando pasas por su lado, el mugido de una vaca
que llama a su cría que anda descubriendo mundos por encima del cercado…
El paisaje sonoro es pieza delicada que necesita, antes que nada, del silencio activo del caminante, atento y receptivo; necesita de un oído educado en el silencio, de un estado de ánimo en comunión con la naturaleza para que el escuchante perciba todos los matices sonoros que ésta le transmite.
El improbable lector, si está interesado en este experimento
sensorial y estético, debe saber que este tipo de paisaje es quebradizo y
frágil; no tiene la solidez de la roca o del bosque, o la fuerza de las
corrientes de agua. Basta el timbre impertinente del móvil mientras caminas
para que tu paisaje sonoro se disuelva en humo, en polvo, en sombra, en nada
(con permiso de Góngora).
Este jubilata, en sus largas caminatas por los caminos del valle, suele prestar atención a los sonidos del entorno y trata de discernirlos para que cada uno manifieste su melodía, su ritmo, su cadencia, y todos ellos formen una canción que, a veces, tiene la complejidad de una polifonía barroca, y otras veces, la sencillez de una monodia medieval. Es tarea del caminante percibir ese paisaje e interpretarlo.
Pero no es una escucha pasiva, aunque atenta,
porque también al caminar va marcando un ritmo sobre la grava del camino con
sus botas que avanzan acompasadamente, y el contrapunto de los bastones
golpeando el suelo. Incluso el ritmo de su propia respiración es parte integrante
del paisaje percibido a través del oído.
Ya John Cage nos descubrió que el silencio absoluto
no existe, porque incluso en el experimento de la cámara anecoica en la
universidad de Yale, en un silencio que creía total, percibió el murmullo de su
torrente sanguíneo y el golpeteo de los latidos de su corazón. Así, el
caminante atento a los sonidos exteriores incorpora sus propios sonidos que
nacen de su cuerpo en marcha y que es percibido por las bestezuelas del
entorno: una lagartija que se esconde en el hueco de la raíz de un árbol seco,
las mariposas que levantan su vuelo errático cuando pasas cerca de la planta
donde estaban posadas; incluso el rabilargo desconfiado, que salta a esconderse
entre la maraña de ramas de los robles cercanos y grazna para avisar a sus
congéneres.
En su obra Peñalara, Enrique de Mesa nos
dice: “El arroyo deshace sus espumas y se aquieta y remansa bajo la umbra de
los olmos… la canción del agua es vuestra compañera. Acaso un labriego hachea
en el pinar, y se oyen a intervalos acompasados los golpes secos y el gemir del
tronco centenario; una voz de zagal suena perdida en la distancia; una esquila
tintinea perezosa.
"Ya estáis en la cumbre. En las torrenteras se ha extinguido
la canción del agua. Es el cuerpo todo un latido, y echado de bruces sobre la
tierra, ves que, tras las vibraciones del aire, el paisaje tiene extraño
temblor”.
En fin, amigo lector, el verano es buena ocasión
para releer la prosa poética del poeta de la Sierra. Y si es con una cervecita
fresca al lado, miel sobre hojuelas.