martes, 21 de enero de 2025

Altas alcándaras.-

 


El lector disimule el arranque del título. Luego le digo lo de las alcándaras.

En una entrevista, decía Torrente Ballester (la entrada de hoy va de eso) que sus personajes pensaban, mientras que lo usual en la narrativa del momento en que él hablaba, era que los personajes actuasen con los “riñones”, y que por eso decían de él - porque sus personajes "pensaban" - que era un escritor intelectual.

Hace ya muchos años que leí de sus novelas todo lo que caía en mis manos y no recuerdo tan intelectuales sus personajes como para darle al autor ese trato, con independencia que él lo fuera por mérito propio. Bueno, sí. Quizá su Don Juan, quien recurría a su intelecto, ya que sexualmente era neutro, para enamorar hasta el deliquio a las féminas que caían bajo sus encantos.

Es cierto que el protagonista de la Saga/Fuga de JB, José Bastida, era profesor de gramática, pero no era su cultura lo que aguzaba su intelecto, sino las hambres que pasaba para sobrevivir. Al fin y al cabo, era un maestro represaliado que andaba lampando, aparte que era algo patizambo y contrahecho, lo que era un añadido a su incapacidad para adaptarse a la burguesía provinciana de Castroforte de Baralla.

Lo anterior viene al caso porque, hace un par de semanas, estuve viendo una exposición sobre Torrente Ballester en la Biblioteca Nacional. Más que curiosidad por el escritor, del que, ya digo, conocía su trayectoria como novelista y leí durante años todo lo que se publicaba, fui allí para alimentar el recuerdo de una añoranza lectora de ciertos años de mi juventud/madurez. Por entonces la lectura era en mí una pasión irrefrenable. Alimentar la voracidad lectora mientras transitábamos aún por los tiempos de grisalla social y la mediocridad del panorama de eso que se dio en llamar el franquismo sociológico y su retahíla de añorantes. Fue una forma de sobrevivir a los medios pelos de una vida bastante plana que la literatura ayudaba a sobrellevar.

Sólo dos novelas me han absorbido el seso hasta el punto de la compulsión lectora más enfermiza: una fue la Saga/Fuga y la otra fue El Nombre de la Rosa, tan dispares. La primera la recuerdo como una obsesión, devorando páginas y páginas durante días, a cada momento que tenía libre, de forma que yo también levitaba – como Castroforte de Baralla – dentro de las páginas, siguiendo las peripecias de don Joseiño y aquellos personajes capaces de montar un homenaje tubular en perpetuo crecimiento, o los amores del poeta Joaquín María Barrantes (el de las altas alcándaras). Fue terminar el último párrafo de la última página, …hasta que en el Reloj del Universo sonara la hora del regreso, para, sin solución de continuidad, abrir el libro por la primera página y comenzar a releer: ¡Veciños, veciños, roubaron  o Corpo Santo!

Del Nombre de la Rosa recuerdo haberla leído prácticamente en una noche, de claro en claro, como decía Cervantes que leía Alonso Quijano sus libros de caballerías. Fue en Salamanca, en casa de mi cuñado, que me dejaron un ejemplar de la novela, recién publicada, y a mí me envenenó con avidez lectora, como Jorge de Burgos envenenó la Poética de Aristóteles para que todos los que accediesen a ella pagaran con la vida su atrevimiento. Fue, eso se dice, en la abadía Sacra de San Michele (si mis noticias son ciertas), donde se desarrollaron aquellos sucesos y misteriosas muertes de monjes, y fue mi imaginación quien vivió aquella noche, del ocaso al orto, envenenada por aquella historia que inventó Umberto Eco.

En cuanto a lo de las alcándaras, ahora sí, fue uno de los logros poéticos del vate Barrantes en endecasílabos pareados: De las altas alcándaras caía / el puñetero rosicler del día. No fue gran poeta, a decir de los contemporáneos, pero fue admirado por los castrofortinos a causa de su defensa cantonalista frente al batallón de estudiantes de Villasanta de la Estrella. Pero en cuanto a su martirio patriótico, que es lo que quedó en el recuerdo popular, es algo no aclarado por la historia. Dicen que, en realidad, fue su amante Ifigenia, despechada por los amores de éste con Coralina Soto - un mito erótico castrofortino -, la que le descerrajó el tiro mortal que lo aupó a la gloria local.

Este jubilata, aupado en la alcándara o varal de esta bitácora, rememora aquellos tiempos en que la lectura y la vida corriente no tenían una frontera bien definida. Uno saltaba de una a otra según las obligaciones del día a día dejaban resquicios para que la imaginación se colara por las páginas de tantos libros como había que leer.

No diré lo de “letraherido” porque es muy cursi y pretencioso decirlo de sí mismo, pero un chute de letras en vena cada vez que me daba el mono de la lectura, sí que es cierto.  

miércoles, 1 de enero de 2025

Teleasistidos.

 


Es cosa de la edad, ya se sabe, y por eso nos sometemos gustosos al Gran Hermano que vigila nuestro bienestar en la distancia, la santa y yo. 

Desde hace un par de años, por aquello de las limitaciones físicas que impone la ancianidad, nos hicimos cofrades de la meritoria hermandad de la santa Teleasistencia. Esa diosa benevolente que extiende telemáticamente su mirada bondadosa sobre los ancianitos y les dedica, vía telefónica, palabras amables, se interesa por el estado de salud de los cofrades y reparte consejos bienintencionados.

Y, si un día te sobreviene una avería doméstica, tipo caída con coscorrón (tan frecuente), un accidente fortuito o cualquier otro percance de esos que nuestros cuerpos de articulaciones herrumbrosas no están para resolver por sus medios naturales, basta pulsar la medallita que llevas al cuello. Al poco se te aparecerá, si no la Virgen, que tiene otro régimen de asistencia a lo divino, un funcionario en misión de ángel emisario que te socorre, llama a los servicios de urgencias, o te da palabras de ánimo. Cofradía más milagrera y eficaz no se puede pedir en estos tiempos tan egocéntricos y descreídos.

Eso sin contar las llamadas telefónicas de control rutinario que recibes un poco al azar y que dependen de la voluntad de tu ángel custodio, más que de tu voluntad o necesidad. Llamadas que, al parecer de este jubilata, son un tanto aleatorias, del tipo: voy a llamar a fulanito o a menganita, que llevamos siete días sin echarles el ojo telemático, a ver de qué pie cojean. Otras veces la llamada se hace a modo de insaculación, meten la mano en la tecla y sale en el sorteo el abuelo zutano o la señora perengana, agraciados con una llamada rebosante de amabilidad.

Al cofrade que esto relata, le suelen llamar de forma sorpresiva, mientras viaja en metro, asiste a los cursos de la Senior, visita una exposición, va caminando disciplinadamente sus 10.000 pasos diarios, hace la compra en el súper o cualquier otra actividad obligada de un jubilata hiperactivo. Incluso, a veces, el custodio teleasistente hasta me pilla en casa y todo. En este caso, es cuando la conversación es más reposada por mi parte y le cuento lo que espera oír de un anciano agradecido de la atención que le dispensan.

Si te pones en plan abuelo dicharachero, como hago yo para aliviarles de la rutina, puede que se admiren de tu optimismo, aprendido en un manual de autoayuda, y hasta se crean que tu actitud positiva nace del fondo de las entretelas de tu energía vital. Si, para epatarlos, añades que tu actitud positiva es porque la vida te va consumiendo despacio, pero sin maltratarte, cuelgan con la convicción de que eres un estoico de buena pasta. 

Porque esa es otra, el tono de conversación con el custodio telemático requiere ajustarse a unas pautas que reflejen un estado de ánimo que tenga connotaciones de normalidad anímica, de cierto ligero optimismo o de manifiesto reboso de salud mental. No sé si me explico bien. A un servidor, el custodio o la custodia que me llaman, en términos generales, me parece que ya tienen bastante tarea con darme conversación amistosa cuando ni siquiera conocen mi cara.

Es algo que me parece muy meritorio, interesarse por un anciano que a lo mejor es un cascarrabias misántropo o un depresivo profesional, o más simple que el bobo de Coria; y no menos meritorio es darle palique, animos, consejos sencillos de supervivencia del tipo: no abra la puerta a desconocidos; si sale a la calle, lleve poco dinero; cruce por los pasos de cebra; no resbale en una caca de perro. Y otros consejos saludables para desenvolverte en un medio hostil como es la gran ciudad para un ser renqueante, con sus facultades físicas próximas a la fecha de caducidad.

Además, la conversación con el funcionario filántropo suele transcurrir en unos niveles de amabilidad próxima al lenguaje admonitorio que se suele emplear con los niños. De forma que, siendo ochentón, te sientes retrotraído a la infancia, caminando de la mano de una persona mayor que te aúpa cuando cruzas un charco. O te sientes como un niño de guardería al que su papá para ante el semáforo y le dice que no se cruza hasta que no aparezca la luz verde. Lo suelen llaman sobreprotección o edadismo, pero eso siempre es mejor que pedrada en ojo de boticario.

Y encima tan contentos. Que tenemos año recién estrenado y a saber con qué intenciones viene